sábado, 10 de enero de 2009

foucault. ¿qué es la Ilustración?

Foucault, Michel. Estética, ética y hermenéutica. Barcelona, Paidós, 1999. pp. 335-352


¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?


“What is Enligthenment?” (“Qu’est-ce que les Lumières?”), en Rabinow (P.) (comp.), The Foucault Reader, Nueva York, Pantheon Books, 1984, págs. 32-50. Con el mismo título, “Qu’est-ce que les Lumières?”, se publica un extracto del curso celebrado en el Colegio de Francia, a partir del 5 de enero de 1983.


En nuestros días, cuando un periódico plantea una cuestión a sus lectores, es para solicitarles su parecer sobre un tema del que cada uno ya tiene su opinión: no hay riesgo de que se aprenda gran cosa. En el siglo XVIII se prefería interrogar al público sobre proble­mas de los que precisamente aún no había respuesta. No sé si era más difícil; era más divertido.
De acuerdo con esta costumbre, una revista alemana, la Berlinis­che Monatsschrift, publicó en diciembre de 1784 una respuesta a la pregunta: Was ist Aufklärung?a, y esta respuesta era de Kant.
Texto menor, quizá. Pero me parece que con él entra discreta­mente en la historia del pensamiento una cuestión a la que la fi­losofía moderna no ha sido capaz de responder, pero de la que nun­ca se ha conseguido desprender, y bajo formas diversas hace ahora dos siglos que la repite. De Hegel a Horckheimer o a Habermas, pa­sando por Nietzsche o Max Weber no hay apenas filosofía que, di­recta o indirectamente, no se haya confrontado con esta misma cues­tión: ¿cuál es, pues, este acontecimiento que se llama la Aufklärung y que ha determinado, al menos en parte, lo que hoy en día somos, lo que pensamos y lo que hacemos? Imaginemos que la Berlinische Monatsschrift existiera todavía en nuestros días y que planteara a sus lectores la pregunta: “¿Qué es la filosofía moderna?”. Tal vez se le podría responder en eco: la filosofía moderna es la que intenta responder a la cuestión lanzada, hace dos siglos, con tanta imprudencia: Was ist Aufklärung?
Detengámonos algunos instantes sobre este texto de Kant. Por varias razones, merece retener la atención.
1. Moses Mendelssohn acababa también de responder a idéntica cuestión en el mismo periódico dos meses antes, pero Kant no co­nocía este texto cuando redactó el suyo. Ciertamente no data de este momento el encuentro del movimiento filosófico alemán con los nuevos desarrollos de la cultura judía. Hacía ya una treintena de años que Mendelssohn se encontraba en esta encrucijada, en com­pañía de Lessing. Sin embargo, hasta entonces se había tratado de otorgar derecho de ciudadanía a la cultura judía en el pensamiento alemán —lo que Lessing había intentado hacer en Die Judenb o in­cluso de poner de manifiesto problemas comunes al pensamiento judío y a la filosofía alemana: es lo que Mendelsshon había hecho en las Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seelec. Con los dos textos aparecidos en la Berlinische Monatsschrift, la Aufklärung ale­mana y la Haskala judía reconocen que pertenecen a la misma his­toria; buscan determinar de qué proceso común brotan, y ésa era quizás una manera de anunciar un destino común que ya sabemos. a qué drama iba a conducir.
2. Pero hay más. Tanto en sí mismo, como en el interior de la tradición cristiana, este texto plantea un problema nuevo.
Ciertamente, no es ésta la primera vez que el pensamiento filo­sófico busca reflexionar sobre su propio presente. Pero, esquemáticamente, se puede decir que esta reflexión había adoptado hasta en­tonces tres formas principales:
—Se puede representar el presente como perteneciente a cierta época del mundo, distinta de las otras por algunos caracteres pro­pios, o separado de las restantes por algún acontecimiento dramá­tico. Así, en el Político de Platón los interlocutores reconocen que pertenecen a una de esas revoluciones del mundo en las que éste se vuelve del revés, con todas las consecuencias negativas que esto puede tener.
—También se puede interrogar al presente para intentar desci­frar en él los signos anunciadores de un acontecimiento próximo. Ahí se da el principio de cierta hermenéutica histórica de la que Agustín podría ofrecer un ejemplo.
—Se puede igualmente analizar el presente como un punto de transición hacia la aurora de un mundo nuevo. Esto es lo que des­cribe Vico en el último capítulo de los Principios de una ciencia nue­va en torno a la naturaleza común de las nacionesd; lo que él ve “hoy en día”, es “expandirse la más completa civilización entre los pue­blos sometidos en su mayoría a algunos grandes monarcas”, y tam­bién “Europa radiante por una incomparable civilización”, en la que finalmente abundan “todos los bienes que componen la felici­dad de la vida humana”.

Ahora bien, la manera en la que Kant plantea la cuestión de la Aufklärung es totalmente diferente: ni una época del mundo a la que se pertenece, ni un acontecimiento del que se perciben los signos, ni la aurora de una plena culminación. Kant define la Aufklärung de un modo casi completamente negativo, como una Ausgang, una “salida”, un “desenlace”. En sus otros textos sobre la historia, lo que sucede es que Kant plantea cuestiones de origen o define la fi­nalidad interior de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung, la cuestión concierne a la pura actualidad. No busca com­prender el presente a partir de una totalidad o de una acabamiento futuro, busca una diferencia. ¿Qué diferencia introduce el hoy con relación al ayer?
3. No entraré en el detalle del texto que no es siempre muy cla­ro, a pesar de su brevedad. Simplemente quisiera retener de él tres o cuatro rasgos que me parecen importantes para comprender cómo Kant ha planteado la cuestión filosófica del presente.
Kant indica inmediatamente que esta “salida” que caracteriza la Aufklärung es un proceso que nos saca del estado de “minoría de edad” y por “minoría de edad” entiende cierto estado de nuestra vo­luntad que nos hace aceptar la autoridad de algún otro para condu­cirnos en los dominios en los que es conveniente hacer uso de la ra­zón. Kant da tres ejemplos: estamos en estado de minoría de edad cuando un libro reemplaza nuestro entendimiento, cuando un di­rector espiritual ocupa el lugar de nuestra conciencia, cuando un médico decide en vez de nosotros sobre nuestro régimen (señale­mos de paso que se reconoce fácilmente el registro de las tres críti­cas, aunque el texto no lo diga explícitamente). En todo caso, la Aufklärung se define por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón.
Hay que señalar también que esta salida es presentada por Kant de manera bastante ambigua. La caracteriza como un hecho, un proceso que se está desarrollando; pero la presenta también como una tarea y una obligación. Desde el primer párrafo hace notar que el hombre es por sí mismo responsable de su estado de minoría de edad. Es preciso, por tanto, concebir que no podrá salir de él sino mediante un cambio que operará él mismo sobre sí mismo. De un modo significativo, Kant dice que esta Aufklärung tiene una “divi­sa” (Wahlspruch): ahora bien, la divisa es un rasgo distintivo por el que se hace reconocer, y es también una consigna que se da uno a sí mismo y que se propone a los otros. ¿Y cuál es esta consigna? Aude saper, “ten el valor, la audacia de saber”. Por tanto, es necesario considerar que la Aufklärung es a la vez un proceso del que los hom­bres forman parte colectivamente y un acto de valor que se ha de efectuar personalmente. Ellos son, a la vez, elementos y agentes del mismo proceso. Pueden ser los actores de dicho proceso en la me­dida en que forman parte de él; y éste se produce en la medida en que los hombres deciden ser los actores voluntarios del mismo.
Aquí surge una tercera dificultad en el texto de Kant. Reside en el empleo de la palabra Menschheit. Ya se sabe la importancia de esta palabra en la concepción kantiana de la historia. ¿Hay que comprender que el conjunto de la especie humana está prendido en el proceso de la Aufklärung? Y, en este caso, hay que imaginar que la Aufklärung es un cambio histórico que atañe a la existencia polí­tica y social de todos los hombres sobre la superficie de la tierra. ¿O hay que comprender que se trata de un cambio que afecta a lo que constituye la humanidad del ser humano? Entonces, la cuestión que se plantea es la de saber lo que es ese cambio. Tampoco aquí la respuesta de Kant está exenta de cierta ambigüedad. En todo caso, bajo trazas simples, es bastante compleja.
Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre salga de su minoría de edad. Y estas dos condiciones son a la vez espiri­tuales e institucionales, éticas y políticas.
La primera de tales condiciones es que se distinga bien lo que de­pende de la obediencia y lo que depende del uso de la razón. Para caracterizar brevemente el estado de minoría de edad, Kant cita la expresión corriente: “Obedeced, no razonéis”. Tal es, según él, la for­ma en que se ejercen de ordinario la disciplina militar, el poder po­lítico y la autoridad religiosa. La humanidad llegará a ser mayor de edad no cuando ya no tenga que obedecer, sino cuando se le diga: “Obedeced, y podréis razonar tanto como queráis”. Hay que seña­lar que la palabra alemana aquí empleada es räzonieren; dicha pala­bra, que también se emplea en las Críticas, no se refiere a un uso cualquiera de la razón, sino a un uso de la razón en el que ésta no tiene otro fin que ella misma. Räzonieren es razonar por razonar. Y Kant da ejemplos que son, también en apariencia, completamente triviales: pagar los impuestos, pero poder razonar cuanto se quiera sobre el régimen tributario, eso es lo que caracteriza el estado de mayoría de edad, o también, cuando se es pastor de almas, asegurar el servicio de una parroquia conforme a los principios de la Iglesia a la que se pertenece, pero razonar como se quiera, con respecto a los dogmas religiosos.
Cabría pensar que no hay en ello nada muy diferente de lo que se entiende, desde el siglo XVI, por la libertad de conciencia: el derecho a pensar como se quiera con tal que se obedezca como se debe. Aho­ra bien, es aquí donde Kant hace intervenir otra distinción y de una manera bastante sorprendente. Se trata de la distinción entre uso privado y uso público de la razón. Pero a continuación añade que la razón debe ser libre en su uso público y sumisa en su uso privado. Lo que es, palabra por palabra, lo contrario de lo que se llama de or­dinario la libertad de conciencia.
Pero hay que precisar un poco. ¿Cuál es, según Kant, este uso privado de la razón? ¿Cuál es el dominio en el que se ejerce? El hombre, como dice Kant, hace un uso privado de su razón cuando es “una pieza de una máquina”, es decir, cuando tiene un papel que desempeñar en la sociedad y unas funciones que ejercer: ser solda­do, tener que pagar impuestos, estar al cargo de una parroquia, ser funcionario de un gobierno, todo esto hace del ser humano un seg­mento particular en la sociedad; mediante esto se encuentra situa­do en una posición definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines particulares. Kant no pide que se practique una obediencia ciega y boba, sino que de la propia razón se haga un uso adaptado a esas circunstancias determinadas; entonces la razón se debe so­meter a esos fines particulares. Aquí no puede haber, por tanto, uso libre de la razón.
En cambio, cuando no se razona más que para hacer uso de la propia razón, cuando se razona, en tanto que ser razonable (y no en tanto que pieza de una máquina), cuando se razona como un miem­bro de la unidad razonable, entonces el uso de la razón debe ser libre y público. La Aufklärung no es, por tanto, sólo el proceso por el que los individuos verían garantizada su libertad personal de pen­samiento. Hay Aufklärung cuando hay superposición del uso uni­versal, del uso libre y del uso público de la razón. Ahora bien, esto nos obliga a plantear una cuarta cuestión a este texto de Kant. Fá­cilmente se concibe que el uso universal de la razón, al margen de todo fin particular, es cosa del sujeto mismo en tanto que individuo; también se concibe sin dificultad que la libertad de este uso se pue­da asegurar de modo puramente negativo, mediante la ausencia de toda persecución contra él. Pero, ¿cómo asegurar un uso público de esta razón? La Aufklärung, como se ve, no debe ser concebida sim­plemente como un proceso general que afecta a toda la humanidad; no debe ser concebida solamente como una obligación prescrita a los individuos: aparece ahora como un problema político. En todo caso, se plantea la cuestión de saber cómo el uso de la razón puede adoptar la forma pública que le es necesaria, cómo la audacia del saber se puede ejercer a plena luz, siempre que los individuos obe­dezcan tan estrictamente como sea posible. Y Kant, para terminar, propone a Federico II, en términos apenas velados, una especie de contrato. Dicho contrato se podría denominar contrato del despo­tismo racional con la libre razón: el uso público y libre de la razón autónoma será la mejor garantía de obediencia, a condición, no obstante, de que el principio político al que hay que obedecer sea él mismo conforme a la razón universal.


Dejemos aquí este texto. No pretendo en absoluto considerarlo como si pudiera constituir una descripción adecuada de la Aufkläklä y pienso que a ningún historiador le satisfaría para analizar las transformaciones sociales, políticas y culturales que se produje­ron a fines del siglo XVIII.
Sin embargo, a pesar de su carácter circunstancial y sin querer otorgarle un lugar exagerado en la obra de Kant, creo que hay que subrayar el lazo que existe entre este breve artículo y las tres Críti­cas. Describe, en efecto, la Aufklärung como el momento en que la humanidad va a hacer uso de su propia razón, sin someterse a nin­guna autoridad; ahora bien, precisamente en este momento la críti­ca es necesaria, puesto que tiene como papel definir las condiciones en las que el uso de la razón es legítimo para determinar lo que se puede conocer, lo que hay que hacer y lo que es lícito esperar. Un uso ilegítimo de la razón es el que hace nacer, con la ilusión, el dogmatis­mo y la heteronomía; en cambio, cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente definido en sus principios se puede asegurar su autono­mía. La Crítica es, en cierto modo, el libro de a bordo de la razón que ha llegado a ser mayor de edad en la Aufklärung; e inversamente, es la edad de la Crítica.
Creo que también hay que señalar la relación entre este texto de Kant y los otros dedicados a la historia. Éstos, en su mayoría, buscan definir la finalidad interna del tiempo y el punto hacia el que se encamina la histo­ria de la humanidad; ahora bien, el análisis de la Aufklärung, al definir ésta como el paso de la humanidad a su estado de mayoría de edad, si­túa la actualidad con relación a ese movimiento de conjunto y sus direc­ciones fundamentales. Pero, al mismo tiempo, muestra cómo en el mo­mento actual cada uno, en cierto modo, se siente responsable de este proceso de conjunto.
La hipótesis que quisiera avanzar es la de que este pequeño texto se encuentra, de alguna manera, en la confluencia entre la reflexión crítica y la reflexión sobre la historia. Sin duda no es la primera vez que un filó­sofo da las razones que tiene para emprender su obra en tal o cual mo­mento. Pero me parece que es la primera vez que un filósofo enlaza de esta manera, estrechamente y desde el interior, la significación de su obra con relación al conocimiento, una reflexión sobre la historia y un análisis particular del momento singular en el que escribe y a causa del que es­cribe. La reflexión sobre el “hoy” como diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular es, en mi opinión, la novedad de este texto.
Y considerándolo así, estimo que se puede reconocer en él un punto de partida: el esbozo de lo que se podría llamar la actitud de modernidad.
Sé que a menudo se habla de la modernidad como de una épo­ca o, en todo caso, como de un conjunto de rasgos característicos de una época. Se la sitúa en un calendario en la que estaría prece­dida de una premodernidad, más o menos ingenua o arcaica y se­guida de una enigmática e inquietante “posmodernidad”. Y cabe pre­guntarse, entonces, si la modernidad constituye la continuación de la Aufklärung y su desarrollo, o si es preciso ver ahí una ruptura o una desviación respecto de los principios fundamentales del siglo XVIII.
Con respecto al texto de Kant, me pregunto si no se puede consi­derar la modernidad más bien como una actitud que como un pe­ríodo de la historia. Por actitud quiero decir un modo de relación con respecto a la actualidad, una elección voluntaria efectuada por algunos, así como una manera de obrar y de conducirse que, a la vez, marca una pertenencia y se presenta como una tarea. Un poco, sin duda, como lo que los griegos llamaban un éthos. Por consi­guiente, en vez de querer distinguir el “período moderno” de las épocas “pre” o “posmoderna”, creo que más valdría investigar có­mo la actitud de modernidad, desde que se ha formado, se ha en­contrado en lucha con actitudes de “contramodernidad”.
A fin de caracterizar brevemente esta actitud de modernidad, to­maré un ejemplo que es casi necesario: se trata de Baudelaire, ya que en general en él se reconoce una de las conciencias más agudas de la modernidad en el siglo XX.

1. Con frecuencia se intenta caracterizar la modernidad por la conciencia de la discontinuidad del tiempo: ruptura de la tradición, sentimiento de la novedad y vértigo de lo que pasa. Y tal es, en efec­to, lo que parece decir Baudelaire cuando define la modernidad como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”e. Pero, para él, ser moderno no es reconocer y aceptar este movimiento perpetuo; es, por el contrario, adoptar determinada actitud con respecto a ese movimiento; y esta actitud voluntaria y difícil consiste en recobrar algo eterno que no está más allá del instante presente, ni tras él, sino en él. La modernidad se distingue de la moda que se limita a seguir el curso del tiempo; es la actitud que permite captar lo que hay de “heroico” en el momento presente. La modernidad no es un hecho de sensibilidad para con el presente fugitivo; es una voluntad de “heroizar” el presente.
Me contentaré con citar lo que dice Baudelaire de la pintura de los personajes contemporáneos. Baudelaire se mofa de esos pinto­res que, encontrando demasiado fea la vestimenta de los hombres del siglo XIX, no querían representar más que togas antiguas. Pero para él la modernidad de la pintura no consistirá en introducir los trajes negros en un cuadro. El pintor moderno será el que sea capaz de mostrar esta oscura levita como “la vestimenta necesaria de nuestra época”. Será el que sepa hacer ver, en esta moda actual, la relación esencial, permanente, obsesiva, que nuestra época mantie­ne con la muerte. “El traje negro y la levita no tienen únicamente su belleza política, que es la expresión de la igualdad universal, sino, también, su belleza poética, que es la expresión del alma pública; un inmenso séquito de sepultureros, sepultureros políticos, sepul­tureros enamorados, sepultureros burgueses. Todos celebramos al­gún entierrof.” Baudelaire emplea a veces, para designar esta actitud de modernidad, una lítote que es muy significativa, dado que se pre­senta bajo la forma de un precepto: “No tenéis derecho a despreciar el presente”.
2. Quede claro que esta heroización es irónica. En la actitud mo­derna no se trata, en modo alguno, de sacralizar el momento que pasa para intentar mantenerlo o perpetuarlo. Y menos aún de recogerlo como una curiosidad fugitiva e interesante: eso sería lo que Baudelai­re llama una actitud de flânerie. Dicha actitud se contenta con abrir los ojos, prestar atención y coleccionar en el recuerdo. Baudelaire opone al hombre de flânerie el hombre de la modernidad. “Va, corre, busca. Sin duda, este hombre, este solitario dotado de una imagina­ción activa, que viaja siempre a través del gran desierto de los hombres, tiene una mira más alta que el de un puro paseante (flâneur), una meta más general, distinta del placer fugitivo de la circunstancia.
Busca ese algo que, si se nos permite, llamaremos la modernidad. Para él, se trata de extraer de la moda aquello que pueda contener de poético en lo histórico.” Y como ejemplo de modernidad, Baudelaire cita al dibujante Constantin Guys. En apariencia un flâneur, un colec­cionista de curiosidades; se queda “el último allí donde puede resplandecer la luz, resonar la poesía, pulular la vida, vibrar la música; allí donde una pasión pueda posar ante sus ojos, allí donde el hombre natural y el hombre convencional se muestran en una extraña belleza, allí donde el sol ilumine las fugaces alegrías del animal depravadog”.
Pero no hay que engañarse. Constantin Guys no es un flâneur; lo que hace de él, a los ojos de Baudelaire, el pintor moderno por ex­celencia es que a la hora en que el mundo entero abraza el sueño, él se pone a trabajar y lo transfigura. Dicha transfiguración no es anu­lación de lo real, sino juego difícil entre la verdad de lo real y el ejer­cicio de la libertad; las cosas “naturales” llegan a ser así “más que naturales”, las cosas “bellas” se vuelven “más que bellas” y las co­sas singulares aparecen “dotadas de una vida entusiasta como el alma del autorh”. Para la actitud moderna, el alto valor del presente es indisociable del empeño en imaginarlo, en imaginarlo de otra manera de la que es y en transformarlo no destruyéndolo, sino cap­tándolo en lo que es. La modernidad baudelaireana es un ejercicio en el que la extrema atención a lo real se confronta con la práctica de una libertad que al mismo tiempo respeta eso real y lo viola.
3. Sin embargo, para Baudelaire, la modernidad no es simple­mente una forma de relación con el presente, sino también un modo de relación que hay que establecer consigo mismo. La actitud voluntaria de modernidad está ligada a un indispensable ascetismo, ser moderno no es aceptarse a sí mismo tal como se es en el flujo de los momentos que pasan; es tomarse a sí mismo como objeto de una elaboración compleja y dura: lo que Baudelaire denomina, según el vocabulario de la época, el “dandismo”. No recordaré páginas que son demasiado conocidas: aquellas acerca de la naturaleza “grosera, terrestre e inmunda”; las que versan sobre la revuelta indispen­sable del hombre con relación a sí mismo; aquella sobre la “doctri­na de la elegancia” que impone “a sus ambiciosos y humildes sectarios” una disciplina más despótica que las más terribles religiones; no recordaré, en fin, las páginas sobre el ascetismo del dan­di que hace de su cuerpo, de su comportamiento, de sus sentimien­tos y pasiones, de su existencia, una obra de arte. Para Baudelaire, el hombre moderno no es el que parte al descubrimiento de sí mis­mo, de sus secretos y de su verdad escondida, es el que busca in­ventarse a sí mismo. Tal modernidad no libera al hombre en su ser propio; le obliga a la tarea de elaborarse a sí mismo.
4. Finalmente añadiré sólo una palabra. Baudelaire no concibe que esta heroización irónica del presente, este juego de la libertad con lo real para su transfiguración, esta elaboración ascética de sí, puedan tener lugar en la sociedad misma o en el cuerpo político. No se pueden producir más que en un lugar diferente al que Baudelaire denomina el arte.


No pretendo resumir en estos escasos rasgos ni el acontecimien­to histórico complejo que fue el Aufklärung a finales del siglo XVIII, ni tampoco la actitud de modernidad bajo las diferentes formas que ha podido adoptar en el transcurso de los dos últimos siglos.
Quería subrayar, por una parte, el enraizamiento en la Aufklä­rung de un tipo de interrogación filosófica que problematiza a la vez la relación con el presente, el modo de ser histórico y la consti­tución de sí mismo como sujeto autónomo. Por otra, quería subrayar que el hilo que nos puede ligar de esta manera a la Aufklärung no es la fidelidad a elementos de doctrina, sino más bien la reacti­vación permanente de una actitud; es decir, de un éthos filosófico que se podría caracterizar como crítica permanente de nuestro ser histórico. Este éthos es el que, muy brevemente, querría caracterizar.

A. Negativamente. 1. Este éthos implica, en primer lugar, que se rechaza lo que de buen grado denominaré el “chantaje” de la Auf­klärung. Pienso que la Aufklärung, como conjunto de acontecimien­tos políticos, económicos, sociales, institucionales, culturales, del que en gran parte dependemos aún, constituye un dominio de aná­lisis privilegiado. Considero, también que, como empresa para en­lazar mediante un vínculo de relación directa el progreso de la ver­dad y la historia de la libertad, ha formulado una cuestión filosófica que se nos sigue planteando. Estimo, en fin —y he intentado mos­trarlo a propósito del texto de Kant— que la Aufklärung ha definido cierta manera de filosofar.
Pero esto no significa que haya que estar a favor o en contra de la Aufklärung. Precisamente lo que quiere decir es que es preciso re­chazar todo cuanto se presente bajo la forma de una alternativa simplista y autoritaria: o se acepta la Aufklärung, y se permanece en la tradición de su racionalismo (lo que para algunos se considera como positivo y para otros, por el contrario, como un reproche), o se critica la Aufklärung y entonces se intenta escapar de estos prin­cipios de racionalidad (lo que una vez más puede ser tomado en buen o mal sentido). Y no se sale de este chantaje introduciendo matices “dialécticos” que busquen determinar lo que ha podido ha­ber de bueno y de malo en la Aufklärung.
Es preciso intentar hacer el análisis de nosotros mismos en nuestra condición de seres históricamente determinados, en cierta medí, da, por la Aufklärung. Esto implica una serie de estudios históricos tan precisos como sea posible; tales investigaciones no estarán orien­tadas retrospectivamente hacia el “núcleo esencial de racionalidad” que se puede encontrar en la Aufklärung y que sería preciso salva­guardar a toda costa; estarán orientadas hacia “los límites actuales de lo necesario”, es decir, hacia lo que no es o ya no resulta indispensable para la constitución de nosotros mismos como sujetos autónomos.
2. Esta crítica permanente de nosotros mismos debe evitar las confusiones siempre demasiado fáciles entre el humanismo y la Aufklärung. No hay que olvidar nunca que la Aufklärung es un acon­tecimiento o un conjunto de acontecimientos y de procesos históricos complejos, que han tenido lugar en un cierto momento del de­sarrollo de las sociedades europeas. Este conjunto comporta elementos de transformaciones sociales, tipos de instituciones políticas, formas de saber, proyectos de racionalización de los conocimientos y de las prácticas, mutaciones tecnológicas que resulta muy difícil re­sumir en una palabra, incluso si se tiene en cuenta que muchos de esos fenómenos son todavía en la actualidad importantes. El que he puesto de relieve y que me parece que ha fundado toda una forma de reflexión filosófica no concierne sino al modo de relación refle­xiva con el presente.
El humanismo es algo completamente diferente: es un tema o más bien un conjunto de temas que han aparecido en repetidas ocasiones a través del tiempo en las sociedades europeas; tales temas, ligados siempre a juicios de valor, evidentemente han variado siempre mucho en su contenido, así como en los valores que han mantenido. Además, han servido de principio crítico de diferenciación: ha habido un humanismo que se presentaba como crítica del cristianismo o de la reli­gión en general; ha habido un humanismo cristiano en oposición a un humanismo ascético y mucho más teocéntrico (en el siglo XVIII). En el siglo XIX hubo un humanismo receloso, hostil y crítico con respecto a la ciencia; y otro que (por el contrario) situaba su esperanza en esta misma ciencia. El marxismo ha sido un humanismo, el existencialis­mo y el personalismo también. Hubo un tiempo en que se sustentaban los valores humanistas representados por el nacionalsocialismo, y en el que los mismos estalinistas decían que eran humanistas.
De esto no hay que sacar la consecuencia de que todo lo que ha podido apelar al humanismo se deba rechazar, sino que la temática humanista es en sí misma demasiado flexible, demasiado diversa, demasiado inconsistente como para servir de eje a la reflexión. Y es un hecho que, al menos desde el siglo XVIII, lo que se llama huma­nismo se ha visto siempre obligado a apoyarse en ciertas concep­ciones del hombre tomadas de la religión, de la ciencia y de la polí­tica. El humanismo sirve para colorear y para justificar las concepciones del hombre a las que éste se ve claramente obligado a recurrir.
Ahora bien, creo que a esta temática, tan a menudo recurrente y siempre dependiente del humanismo, se le puede oponer el princi­pio de una crítica y de una creación permanente de nosotros mis­mos en nuestra autonomía: es decir, un principio que está en el co­razón de la conciencia histórica que la Aufklärung ha tenido de sí misma. Desde esta perspectiva, entre Aufklärung y humanismo más bien vería una tensión que una identidad.
En cualquier caso, me parece peligroso confundirlos y, por otra parte, históricamente inexacto. Aunque la cuestión del hombre, de la especie humana, del humanista ha sido importante a lo largo del siglo , rara vez, creo, la Aufklärung se ha considerado a sí misma como un humanismo. Vale la pena también hacer notar que, a lo largo del siglo XIX, la historiografía del humanismo en el siglo XVI, que fue tan importante entre algunos, como Sainte-Beuve o Burckhardt, resultó siempre distinta y en ocasiones explícitamente opues­ta a la Ilustración y al siglo XVIII. El siglo XIX tendió a oponerlos, tan­to al menos como a confundirlos.
De todas formas, creo que así como hay que escapar del chanta­je intelectual y político de “estar a favor o en contra de la Aufklä­rung”, también hay que escapar del confusionismo histórico y mo­ral que mezcla el tema del humanismo y la cuestión de la Aufklärung. Un análisis de sus complejas relaciones en el transcurso de sus dos últimos siglos sería un trabajo que hay que realizar y que resultaría importante para desenredar un poco la conciencia que tenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado.
B. Positivamente. Pero teniendo en cuenta estas precauciones, evidentemente hace falta dar un contenido más positivo a lo que puede ser un éthos filosófico que consiste en una crítica de lo que deci­mos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica de nosotros mismos.
1. Este éthos filosófico puede caracterizarse como una actitud lí­mite. No se trata de un comportamiento de rechazo. Hay que esca­par de la alternativa del afuera y del adentro; es preciso estar en las fronteras. Ciertamente, la crítica es el análisis de los límites y la reflexión sobre ellos. Pero si la cuestión kantiana era saber qué limi­tes debe renunciar a franquear el conocimiento, me parece que la cuestión crítica, hoy en día, se debe tornar cuestión positiva: en lo que se nos da como universal, necesario, obligatorio, ¿qué parte hay de lo que es singular, contingente y debido a constricciones arbitra­rias? Se trata, en suma, de transformar la crítica ejercida en la for­ma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma del franqueamiento posible.
Como se ve, esto trae como consecuencia que la crítica se ejercerá no ya en la búsqueda de estructuras formales que tienen valor uni­versal, sino como investigación histórica a través de los aconteci­mientos que nos han conducido a constituirnos y a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos y decimos. En este senti­do esta crítica no es trascendental, y no tiene como fin hacer posible una metafísica: es una crítica genealógica en su finalidad y arqueoló­gica en su método. Arqueológica —y no trascendental— en la medida en que no pretenderá extraer las estructuras universales de todo co­nocimiento o de toda acción moral posible, sino que buscará tratar los discursos que articulan lo que nosotros pensamos, decimos y ha­cemos, como otros tantos acontecimientos históricos. Y esta crítica será genealógica en el sentido de que no deducirá de la forma de lo que somos lo que nos es imposible hacer o conocer, sino que extrae­rá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibili­dad de ya no ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos.
Esa crítica no pretende hacer posible la metafísica convertida por fin en ciencia; busca relanzar tan lejos y tan ampliamente como sea posible el trabajo indefinido de la libertad.
2. Pero, para que no se trate simplemente de la afirmación o del sueño vacío de la libertad, me parece que esta actitud histórico-crítica debe ser también una actitud experimental. Quiero decir que este trabajo efectuado en los límites de nosotros mismos debe, por un la­do, abrir un dominio de investigaciones históricas y, por otro, some­terse a la prueba de la realidad y de la actualidad, tanto para captar los puntos en los que el cambio es posible y deseable, como para de­terminar la forma precisa que se ha de dar a dicho cambio. Es decir,, esta ontología histórica de nosotros mismos debe abandonar todos aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales. De hecho, ya se sabe por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad para ofrecer programas de conjunto de otra sociedad, de otro modo de pensar, de otra cultura, de otra visión del mundo, en rea­lidad no han llevado sino a reconducir las más peligrosas tradiciones.
Prefiero las transformaciones muy precisas que han podido tener lugar desde hace veinte años en cierto número de dominios que con­ciernen a nuestros modos de ser y de pensar, a las relaciones de au­toridad, a las relaciones entre los sexos, a la manera en que percibi­mos la locura o la enfermedad, prefiero estas transformaciones que, aun siendo parciales, han sido hechas en la correlación del análisis histórico y de la actitud práctica, a las promesas del hombre nuevo que los peores sistemas políticos han repetido a lo largo del siglo .
Caracterizaría, por tanto, el éthos filosófico propio de la ontolo­gía crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en nuestra condición de seres libres.
3. Pero, sin duda, sería completamente legítimo hacer la obje­ción siguiente: al limitarse a este género de investigaciones o de pruebas siempre parciales y locales, ¿no existe el riesgo de dejarse determinar por estructuras más generales de las que corremos el peligro de no tener conciencia ni dominio?
Caben dos respuestas a esto. Es cierto que es preciso renunciar a la esperanza de acceder alguna vez a un punto de vista que nos po­dría dar acceso al conocimiento completo y definitivo de lo que pue­de constituir nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista la experiencia teórica y práctica que hacemos de nuestros límites y de su posible franqueamiento es siempre limitada, determinada y, por tanto, una experiencia que hay que volver a empezar de nuevo.
Pero esto no quiere decir que todo trabajo sólo se pueda hacer en el desorden y la contingencia. Este trabajo tiene su generalidad, su sistematicidad, su homogeneidad y su apuesta.
Su apuesta (enjeu). Está indicada por lo que podríamos llamar “la paradoja (de las relaciones) de la capacidad y del poder”. Se sabe que la gran promesa o la gran esperanza del siglo , o de una parte del mismo, residía en el crecimiento simultáneo y pro­porcional de la capacidad técnica de obrar sobre las cosas y de la li­bertad de los individuos, de unos en relación con otros. Por otra parte, se aprecia que, a través de toda la historia de las sociedades occidentales (tal vez aquí se encuentre la raíz de su singular destino histórico —tan particular, tan diferente de los demás en su trayec­toria y tan universalizante, dominante, con respecto a los otros—), la adquisición de las capacidades y la lucha por la libertad han constituido los elementos permanentes. Ahora bien, las relaciones entre crecimiento de las capacidades y crecimiento de la autonomía no son tan simples como el siglo XVIII podía creer. Se ha podido ver qué formas de relaciones de poder se transmitían a través de tecno­logías diversas (ya se trate de producciones con fines económicos, de instituciones para regulaciones sociales, de técnicas de comuni­cación): las disciplinas a la par colectivas e individuales, los procedimientos de normalización ejercidos en nombre del poder del Es­tado, de las exigencias de la sociedad o de sectores de la población, constituyen ejemplos al respecto. Así pues, el reto (enjeu) es: ¿cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación de las relaciones de poder?
Homogeneidad. Es lo que conduce al estudio de lo que se podría denominar los “conjuntos prácticos”. Se trata de tomar como domi­nio homogéneo de referencia no las representaciones que los hom­bres se dan de sí mismos, ni las condiciones que los determinan sin que lo sepan, sino lo que hacen y la manera en que lo hacen. Es de­cir, las formas de racionalidad que organizan las maneras de hacer (lo que se podría llamar su aspecto tecnológico), así como la liber­tad con la cual actúan en estos sistemas prácticos, reaccionando a lo que hacen los otros y modificando hasta cierto punto las reglas de juego (es lo que se podría llamar la vertiente estratégica de esas prácticas). La homogeneidad de estos análisis histórico-críticos está, por tanto, asegurada por este dominio de las prácticas con su vertiente tecnológica y su vertiente estratégica.
Sistematicidad. Tales conjuntos prácticos dependen de tres gran­des ámbitos: el de las relaciones de dominio sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros y el de las relaciones consi­go mismo. Esto no quiere decir que estos tres ámbitos sean completamente extraños los unos para con los otros. Es bien sabido que el dominio sobre las cosas pasa por la relación con los otros; y ésta implica siempre relaciones de uno consigo mismo; e inversamente. Pero se trata de tres ejes cuya especificidad e intrincación es preci­so analizar: el eje del saber, el eje del poder y el eje de la ética. En otros términos, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que responder a una serie abierta de cuestiones, se ha de ocupar de un número no definido de investigaciones que es posible multiplicar y precisar tanto como se quiera; pero todas ellas responderán a la sis­tematización siguiente: ¿cómo nos hemos constituido como sujetos de nuestro saber?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos que ejercen o sufren relaciones de poder?; ¿cómo nos hemos constituido como sujetos morales de nuestras acciones?
Generalidad. Finalmente, estas investigaciones histórico-críticas son muy particulares, en el sentido de que siempre se refieren a un material, a una época y a un cuerpo de prácticas y de discursos de­terminados. Pero al menos a escala de las sociedades occidentales de las que derivamos, tales investigaciones tienen su generalidad, en el sentido de que, hasta nosotros, han sido recurrentes; es lo que sucede con el problema de las relaciones entre razón y locura, o en­fermedad y salud, o crimen y ley; o con el problema de qué lugar cabe dar a las relaciones sexuales, etc.
Pero si evoco esta generalidad no es para decir que es preciso volverla a trazar en su continuidad metahistórica a través del tiempo, ni tampoco seguir sus variaciones. Lo que hace falta captar es en qué medida lo que sabemos de esto, las formas de poder que ahí se ejercen y la experiencia que ahí hacemos de nosotros mismos no constituyen sino figuras históricas determinadas por cierta forma de problemati­zación que define objetos, reglas de acción y modos de relación con­sigo mismo. El estudio de los modos de problematización, de las problematizaciones (es decir, de lo que no es ni constante antropológica, ni variación cronológica), es, pues, la manera de analizar, en su forma históricamente singular, cuestiones de alcance general.
Unas líneas de resumen para terminar y volver a Kant. No sé si al­guna vez llegaremos a ser mayores de edad. Muchas cosas en nues­tra experiencia nos convencen de que el acontecimiento histórico de la Aufklärung no nos ha hecho mayores de edad, y de que no lo somos aún. Me parece, sin embargo, que se puede dar un sentido a esta interrogación crítica sobre el presente y sobre nosotros mismos que Kant ha formulado reflexionando sobre la Aufklärung. Asimis­mo me parece que tal es incluso una manera de filosofar que no ha carecido de importancia ni de eficacia en los dos últimos siglos. La ontología crítica de nosotros mismos se ha de considerar no cierta­mente como una teoría, una doctrina, ni tampoco como un cuerpo permanente de saber que se acumula; es preciso concebirla como una actitud, un éthos, una vida filosófica en la que la crítica de lo que somos es a la vez un análisis histórico de los límites que se nos han establecido y un examen de su franqueamiento posiblei.
Dicha actitud filosófica se debe traducir en un trabajo de investi­gaciones diversas; tales investigaciones tienen su coherencia metodológica en el estudio a la par arqueológico y genealógico de prácticas consideradas simultáneamente como tipo tecnológico de racionali­dad y juegos estratégicos de libertades; tienen, además, su coheren­cia teórica en la definición de las formas históricamente singulares en las que han sido problematizadas las generalidades de nuestra relación con las cosas, con los otros y con nosotros mismos. Y tie­nen su coherencia práctica en el cuidado puesto en someter la re­flexión histórico-crítica a la prueba de las prácticas concretas. No sé si hoy en día hace falta decir que el trabajo crítico implica aún la fe en la Ilustración; considero que siempre necesita el trabajo sobre nuestros límites, es decir, una labor paciente que da forma a la im­paciencia de la libertad.
a En Berlinische Monatsschrift, IV, n° 6, diciembre de 1784, págs. 481-491 (trad. cast.: En defensa de la Ilustración. Inmanuel Kant, Barcelona, Alfa, 1999, págs. 63­-73).

b Lessing (G.), Die Juden, 1749.

c Mendelssohn (M.), Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seelec, 1767, 1768, 1769.

d Vico (G.), Principii di una scienza nuova ‘‘interno alla comune natura delle nazioni, 1725 (trad. cast.: Principios de una ciencia nueva sobe la naturaleza común de las naciones, Madrid, Aguilar, 1960).

e Baudelaire (Ch.), Le Peintre de la vie moderne, en Oeuvres complètes, París, Ga­llimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1976, t. II, pág. 695 (trad. cast.: Obras, Madrid-México-Buenos Aires, Aguilar, 1961, págs. 670-696, esp. pág. 677).

f Ibid., “De l’héroïsme de la vie moderne”, op. cit., pág. 494 (trad. cast.: Salón de 1846, XVIII, Obras, op. cit., págs. 524-526, esp. pág. 525).
La edición francesa de D.E. arrastra una errata que se encuentra asimismo en la versión aparecida en Le Magazine Littéraire, n° 309, abril de 1993, págs. 61-74, que, sin embargo, se basa fielmente en la transcripción mecanografiada completa revi­sada y corregida por el propio Foucault y en el manuscrito correspondiente a la par­te última del texto, así como en una grabación magnetofónica de la misma realiza­da el 8 de mayo de 1983. Ahora bien, la versión inglesa aparecida en The Foucault Reader responde adecuadamente al texto de Baudelaire. En efecto, en el primer caso se trata de la belleza “política” (y no “poética” como dice en ambas ocasiones el texto de Dits et écrits). Para un cotejo cuidadoso de los materiales, véase la intro­ducción y notas de Juan J. Jácome, en Revista de pensamiento crítico, n° 1, mayo­julio, 1994, págs. 5-22. (N. del ed.)

g Baudelaire (Ch.), Le Peintre de la vie moderne, op. cit., págs. 693-694 (trad. cast.: pág. 677). La expresión “animal depravado”, bien conocida, es de Jean-Jacques Rousseau. (Véase Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité, en Oeuvres Complètes, París, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, t. III, 1964, págs. 109-237, esp. pág. 138 y nota 3 (trad. cast.: Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Madrid, Tecnos, 1989, “Segundo Discurso”, I, págs. 95-259, esp. pág. 128).


h Ibid., pág. 694 (trad. cast.: pág. 677). Este “paseante ocioso y observador pers­picaz” sabe transcribir y transformar. La cuestión es si su mundo logra ir más allá de un conjunto de “réplicas o alegorías de sí mismo”. Véase “Flâneur”, en Enrique López Castellón, Simbolismo y Bohemia: la Francia de Baudelaire, Madrid, Akal, . 1999, págs. 68-74. (N. del ed.)

i Foucault reconoce la importancia de la revolución en cuanto virtualidad perma­nente, y no tanto por sus efectos inmediatos. De ahí que la pregunta sea también: ¿qué hacer de la voluntad de revolución? Pero cabe “otro modo de interrogación crí­tica”: “"¿Qué es eso de nuestra actualidad?". "¿Cuál es el campo actual de experien­cias posibles?" No se trata aquí de una analítica de la verdad, se tratará de lo que se podría llamar una ontología del presente, una ontología de nosotros mismos, y me parece que la elección filosófica con la que nos encontramos confrontados actual­mente es ésta: cabe optar por una filosofía crítica que se presente como una filosofía analítica de la verdad en general, o bien se puede optar por un pensamiento crítico que adopte la forma de una ontología de nosotros mismos, de una ontología de la ac­tualidad; es esta forma de filosofía que, de Hegel a la escuela de Francfort, pasando por Nietzsche y Max Weber ha fundado una forma de reflexión en la que he intenta­do trabajar”. Con estas palabras termina el extracto del curso de 1983, también titu­lado “Qu’est-ce que les Lumières?” D.E., t. IV, págs. 679-688, véanse págs. 687-688; trad. cast. en Saber y verdad, Madrid, Piqueta, 1985, págs. 197-207). (N. del ed.)

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