sábado, 10 de enero de 2009

WALTER BENJAMIN:AUFKLÄRUNG FÜR KINDER

WALTER BENJAMIN

AUFKLÄRUNG FÜR KINDER

EL TEATRO DE MARIONETAS EN BERLÍN
Los niños de Berlín no lo tenéis nada fácil si queréis ir al teatro de marionetas. En Munich, por ejemplo, está el famoso Papá Schmidt, que da dos funciones por semana, como mínimo, en su propio teatrillo, construido para él por la ciudad de Munich. En París no hay uno, sino varios teatros estables de guiñol, que están en el Luxembourg, unos jardines equivalentes a nuestro Tiergarten. En Roma está el famoso "Teatro dei piccoli", o sea, "Teatro de los pequeños": no para los pequeños, sino de los pequeños, es decir, de los títeres, y, en la misma medida, para los mayores. Ese ha sido el destino del teatro de marionetas. Por mucho tiempo fue una cosa para niños y gentes sencillas; luego fue decayendo poco a poco, ya nadie le prestaba atención; y cuando fue redescubierto, se convirtió de repente en algo muy distinguido, sólo para los adultos, e incluso sólo para la gente bien. Sólo Kasperle1 ha estado siempre al lado de los niños. En verano se puede ver, incluso en Berlín, un estupendo Kasperle.[1] Las funciones -quizá demasiado breves y repetitivas- tienen lugar en el Lunapark, al final del gran paseo que comienza en la entrada del parque, y duran toda la tarde.
Hace cien años era justo lo contrario: Kasperle venía en invierno, concretamente unos días antes de la Navidad. Y con él otros muchos títeres, casi siempre a sus órdenes. Pues eso es justamente lo curioso de Kasperle: no sólo aparece en las obras escritas para él, sino que también mete las narices con toda frescura en toda clase de auténticas obras de teatro para adultos. Sabe que puede permitirse ese riesgo; en las más escalofriantes tragedias no llega nunca a pasarle nada. y cuando el demonio se lleva a Fausto, no tiene más remedio que dejar en paz a Kasperle, que no se ha portado, ni mucho menos, mejor que su amo. Es un tipo realmente curioso. O, como él mismo dice: "Siempre he sido un tipo curioso. Ya de pequeño me gustaba ahorrar algún dinerillo. Y cuando había reunido bastante, ¿saben lo que hacía con él? Iba a que me sacaran una muela". En fin, cuando se acercaban las navidades, aparecían por las paredes carteles rojos o verdes en los que, por ejemplo, se podía leer: "El bandolero desollado o Amor y canibalismo o Corazón y pellejo humanos a la brasa. A continuación, gran ballet del arte de la Metamorfosis, donde varios personajes y figuras, expertos bailarines, sorprenderán agradablemente al ojo del espectador por medio de sus graciosos y artísticos movimientos. Para concluir , el perro de aguas 'Pussel' hará una extraordinaria exhibición. A fin de evitar cualquier clase de perturbación del orden, no se permitirá la entrada a los niños maleducados. Precio: dos groschen de plata y seis pfennig, tanto para niños como para adultos. Estas representaciones iban siempre ligadas con las denominadas "Muestras humorísticas navideñas", que tenían lugar todos los años en unas cuantas pastelerías famosas. En esas muestras no había, en realidad, otra cosa expuesta que algunas grandes figuras de colores, hechas de azúcar. Se anunciaba, por ejemplo:
"En la pastelería Zimmermann de la Konigstrasse se hallan expuestas selectas figuras de azúcar en todas clases, además de la Puerta de Brandenburgo hecha de tragacanto." Pero lo importante era, por supuesto, el teatro de marionetas. En la sala de espectadores, sin embargo, no siempre reinaba la delicadeza y las buenas maneras. En especial cuando, años más tarde, las representaciones en las pastelerías dejaron paso al teatro de marionetas mecánico de Julius Linde o al gran Teatro-piscina de Nattke, Palisadenstrasse 76, donde se anunciaba: "La diversión por medio de la comicidad y de un humor decoroso son de un buen efecto ampliamente reconocido". El decoro de la diversión no impedía, sin embargo, que -según hemos oído decir- en las gradas se sentasen chavales de diez a catorce años fumando puros y grandes pipas y bebiendo cerveza en grandes vasos.
El famoso escritor berlinés Glassbrenner, que ha descrito esas representaciones, no olvidó hacer referencia a la música, en manos del cuarteto, según él un conjunto de cinco instrumentos, uno de los cuales era la botella de aguardiente.
Vamos a ver qué funciones se daban allí: "La vuelta al mundo en ochenta días", " Asesinato en la bodega", "Káthchen von Heilbronn", "El baile de los harapientos o El mono nefasto, con fuegos artificiales", "El cazador furtivo".
Si preguntásemos a alguien cual es, en su opinión, el origen del teatro de marionetas, seguramente respondería: "Pues porque es mucho más barato que el teatro de verdad". Y no deja de ser cierto. Pero el no exigir comida ni sueldo no pasa de ser una pequeña y agradable característica secundaria de estos muñecos. En las épocas más remotas, el teatro de marionetas no era una simple diversión, sino con frecuencia también una cosa sagrada, pues los muñecos representaban dioses. (Entre algunos isleños de los Mares del Sur, esta costumbre sigue vigente. Hacen muñecos de paja hasta una altura de treinta metros. Luego se mete dentro de ellos un hombre que se encarga de moverlos y hacerlos bailar unos pocos pasos. Cuando el hombre desfallece, abrumado por el peso, y el muñeco cae al suelo, los salvajes se echan encima de éste, lo hacen jirones y se llevan los pedazos a casa para usarlos como amuletos protectores.) Pero la historia de la llegada del teatro de marionetas a Alemania es aún más curiosa. Fue después de la Guerra de los treinta años. Las cuadrillas de mercenarios merodeaban por los campos, carentes de ocupación y de soldada, y hacían inseguros los caminos, hasta tal punto que a los actores, que, como es corriente en su profesión, habían de viajar mucho y, por lo general, Sólo sabían pelear y pegar tiros entre bambalinas, se les quitaron las ganas de viajar. Entonces surgió la idea de sustituirlos por marionetas; y así fue como se descubrió el maravilloso valor teatral de dichos muñecos. Sobre todo, nunca llevan la contraria. Es verdad que tienen cabeza propia, y por cierto bastante más grande y pesada -en relación con el cuerpo- que la de los actores; también son más tozudos y rígidos de expresión. Pero lo extraordinario del asunto -ya lo habréis observado en el teatrín- es que esos rostros tiesos y rudos -cuando detrás de ellos se oculta un buen titiritero- parecen acompañar en la pantomima todos los pequeños y sutiles espasmos de sus cuerpecillos. Un buen titiritero es un déspota frente al cual el propio Zar no llega ni a gendarme.
Imaginaos: él escribe sus propias obras, pinta él mismo los decorados, corta sus marionetas por el patrón que le parece conveniente, e interpreta cinco o seis, y a veces muchos más papeles con su propia voz. Y jamás ve entorpecida su labor por ninguna clase de barreras, empachos u obstáculos. Por otro lado, ha de llevar siempre consigo sus muñecos, que se convierten a sus ojos en seres vivientes. Todos los grandes titiriteros aseguran que el secreto del asunto está en dejar a la marioneta actuar a su capricho, en ceder ante su voluntad. El gran escritor Heinrich von Kleist (y esto lo digo para los pocos adultos que se han escondido aquí entre los chavales, y se piensan que no les veo ) llegó a probar en su ensayo sobre el teatro de marionetas[2] que el comportamiento del titiritero que quiera mover las figuras como es debido no ha de ser en nada distinto al del bailarín. Sólo así se materializa el hermosísimo espectáculo de los pequeños acariciando el suelo con sus pies; no en vano proceden, como los ángeles, de arriba, y, al contrario que los actores de verdad, escapan a la fuerza de la gravedad. Pero su excelencia les ha comportado también muchos odios y persecución. Primero, por parte de la Iglesia y las autoridades, porque las marionetas pueden burlarse de todo por las buenas, sin malicia. La marioneta, por ejemplo, puede imitar a algún prohombre, y todo el mundo pensará al verla: "Lo que ese hombre sabe hacer, lo puede hacer también cualquier marioneta". De esta guisa ridiculizaron a los tiranos en la Austria de hace unos siglos. Algunas veces han llegado a convertirse en una competencia amenazante para los teatros de verdad. En París, por ejemplo, los actores no se dieron por satisfechos hasta que se las expulsó del centro de la ciudad a las zonas más lejanas del casco urbano.
Es cosa sabida que los grandes titiriteros han sido hombres excéntricos. De entrada, viven sólo para sus muñecos, y todo lo demás les da igual. Por eso llegan a ser muy viejos. Papá Schmidt, de Munich, llegó a los noventa y un años. y el famoso titiritero Winter, el creador de las famosas funciones de marionetas de Colonia, en las que Kaspar se llama "Hanneschen", llegó a los noventa y dos. En segundo lugar: los titiriteros forman una especie de secta hermética. El oficio pasa de padres a hijos; el uno aprende de memoria todo lo que el otro le enseña. y luego va por el mundo con toda la historia dentro de la cabeza. Todos ellos han tenido que jurar solemnemente que jamás pasarán al papel ni una sola línea, no vaya a ser que caiga en malas manos que les quiten el pan. Por lo menos, así era antes. Hoy en día se imprimen muchas funciones de marionetas; pero las mejores siguen siendo, sin duda, las no impresas, las que los niños y los titiriteros se hacen para su propio uso. Con la excepción, por supuesto, de las obras del conde Pocci, que aún se representan por todas partes.
Hubo un gran titiritero llamado Schwiegerling. Yo mismo pude ver aún en el año 1918, en Berna, una función de su teatro de marionetas; después de aquello, ya nunca más volví a oír ni leer nada acerca de él. Era la cosa más hermosa que imaginarse pueda. Schwiegerling inventó los títeres transformables, también llamados metamorfosis. Su teatrín, más que otra cosa, era un gabinete de magia. Sólo daba una obra cada velada; pero antes entraban en acción sus títeres artísticos. Todavía me acuerdo de dos de los números. En el primero, Kasperle entra bailando con una bella dama; de repente, justo cuando la música se hace más meliflua, la dama sufre una transformación que la lleva hacia el cielo convertida en globo; el enamorado Kasperle intenta retenerlo y se ve arrastrado hacia la altura. La escena permanece vacía por espacio de un minuto; luego, Kasperle se desploma con formidable estrépito. El otro número era triste. Una muchacha, con aspecto de ser una princesa encantada, toca el organillo. Súbitamente el organillo se abre y doce minúsculas palomas salen volando de él. En esto, la princesa, muda y con los brazos alzados, se hunde en el suelo. Y mientras os cuento estos episodios, me viene a la memoria otro, protagonizado por un payaso larguirucho. El payaso se alza en el escenario, hace una reverencia y empieza a bailar. Durante la danza se saca de la manga a otro payaso enano, vestido, como el grande, con motivos florales rojos y amarillos; y cada doce pasos de vals aparece un nuevo enano. Hasta que, al final, doce enanos o bebés-payaso idénticos bailan en círculo en torno al grande. Ya sé que esto suena increíble, pero es la pura verdad. En otro escenario de marionetas, la atracción principal era un soldado fumador que echaba el humo por la boca. Un competidor hamburgués de Schwiegerling representaba la "Pública decapitación de la doncella Dorothea". Si tras la ejecución había aplausos, la cabeza desprendida volvía a ocupar su lugar sobre el torso del muñeco y éste era de nuevo decapitado. Este mismo titiritero de Hamburgo hacía acompañar siempre a su Kasperle por una paloma, de la misma manera que antiguamente aparecían en escena un conejo con el Wurstl vienés y un gato con el Guignol francés (que así se llama el Kasperle en ese país).
Pero volvamos a Berlín. En otra ocasión os seguiré contando cosas de muñecos; mientras tanto, podéis leer el "Pole Poppenspaler" de Theodor Storm donde se describe a uno de esos grandes titiriteros excéntricos. Hablaremos ahora de otra función de marionetas, por cierto, muda, que se llevaba acabo en Berlín por las fiestas navideñas. En realidad se trataba de una réplica berlinesa y mundana a los piadosos pesebres del Sur de Alemania, y se llamaba "Theatrum mundi". En filas paralelas, separadas por elementos escénicos móviles, iban desfilando en continuo movimiento sobre unos rodillos invisibles toda clase de escenas de la vida cotidiana. Animales perseguidos por cazadores y jaurías; carruajes, jinetes y peatones; ganado pastando; barcos de vapor o de vela; un tren; chavales peleándose: todo iba apareciendo sucesivamente, a intervalos regulares. Era una especie de precursor mecánico del cine actual.
Y por último escenas reales, pero representadas por muñecos. Por ejemplo: "Los tres varones en el horno ardiendo", o "El terremoto de Lisboa", o "La batalla de Zorndorf', o "El casino de Baden-Baden", o "El descubrimiento de América".
Y ahora, como colofón, escuchemos al hombre que hay delante del teatrin -un berlinés de pura cepa, por supuesto-, explicando a los niños de Berlín lo siguiente: " Aquí se muestra a ustedes un grupo muy Interesante: El canto de los tres varones en el horno ardiendo. Es cosa extraordinariamente hermosa, y las llamas son muy reales. En medio del horno están tres hombres, que se maravillan de ver que ni siquiera sudan; al margen de la escena, en una esquina, está el malvado rey Nabucodonosor , que manda tirar al horno una espuerta de turba, gritando: 'De ahí no salís hasta que estéis bien cocidos'. Los tres varones no le hacen ni caso, y cantan: 'Sé siempre fiel y honrado hasta la fría tumba'. Este descaro enfurece al rey; y, para irritarlo aún más, uno de ellos asoma la cabeza y grita con ardorosa voz: 'Tenga usted la bondad de cerrar la portezuela'
O el descubrimiento de América: "Para empezar, aparecerá ante ustedes Cristóbal Colón, al que sorprendemos ocupado en el descubrimiento de América. El cielo, como ustedes tendrán la bondad de apreciar, está bastante turbio, pero el mar está tranquilo y se mantiene a la expectativa de lo que pase. Algunos de los marineros de Colón corren por la cubierta, gritando "¡Tierra"!; otros se abrazan; otros se tiran a los pies del almirante. Este, por su parte, está tranquilamente apoyado en el mástil; al cabo de unos instantes, estira el brazo y dice, con voz grave: '¡Esto es América!'. Más allá, detrás de la niebla, se aprecia una franja de tierra verde, puntiaguda, donde rompen las olas, y, encima de ella, un hombre en cueros, vestido sólo con una hoja de parra. Se trata de un vigía de los americanos. En cuanto advierte la presencia de la gran nave, grita en su lengua materna: '¿Quién va?' A la cual responde Colón: 'Buen hombre, me llamo Colón.' '¿ y qué anda buscando por aquí?', pregunta el indígena del Nuevo Mundo. 'Pues mire, venía a descubrirlos' '¿Sólo eso', dice al aborigen, y saluda tocándose la cabeza con dos dedos, para añadir: ' Acérquese, hombre, ya hacía tiempo que teníamos ganas de que nos descubrieran.' De esta guisa fue descubierta América, que es una república que, por motivos diversos, no puedo recomendarles a ustedes. Tan pronto como esta república tenga un rey, se convertirá en una monarquía, lo cual es bien comprensible."
Con este primoroso parlamento acabamos por hoy. Espero que la próxima vez podamos empezar con otro igual de hermoso.


ELBERLIN DEMONICO
Empezaré hoy con un recuerdo de mis catorce años. Yo era alumno de un internado. Como es costumbre en tales establecimientos, varias veces por semana, niños y profesores nos reuníamos y hacíamos música, o alguien daba una conferencia, o se leían fragmentos de algún escritor. Una noche le tocó presidir la Kapelle, como llamábamos a estas asambleas vespertinas, al profesor de música. Era un hombrecillo extraño, de mirada grave e inolvidable expresión, y dotado de la calva más reluciente que jamás he visto, rodeada por una corona semicerrada de cabellos rizados y oscuros, intensamente ensortijados. Su nombre no es desconocido para los amantes de la música alemanes: se llamaba August Halm. Este August Halm acudió, pues, a la Kapelle para leernos unas historias de E.T.A. Hoffmann, que es precisamente el escritor del que hoy quiero hablaros. Aunque ya no recuerdo qué nos leyó -y tampoco importa demasiado-, tengo grabada en mi mente con toda exactitud una única frase de la introducción que precedió a su lectura. Había dedicado unos minutos a caracterizar las creaciones de Hoffman y su predilección por lo extraordinario, lo extravagante, lo espectral, lo inexplicable; todo lo que había estado diciendo resultaba muy adecuado para estimular nuestro interés adolescente por las historias que vendrían a continuación. y entonces concluyó su introducción con esta frase, que hasta ahora no he olvidado: "Para qué se escriben historias como éstas, es algo que os explicaré próximamente". Sigo esperando ese "próximamente", y como aquel buen hombre, entretanto, ya ha fallecido, la explicación ( sólo podría llegarme -si es que todavía hubiera de hacerlo- por canales más bien inquietantes. Por ello prefiero salirle al paso e intentar hoy cumpliros a vosotros una promesa que hace años me fue hecha a mí.
Si quisiera hacer un poco de trampa, podría ponerme las cosas fáciles. Me bastaría con sustituir el "para qué" por un "por qué", y la respuesta sería bien sencilla. ¿Por qué escriben los escritores? Por mil razones. Porque les apetece fantasear sobre algo; o porque estas fantasías se apoderan de su espíritu de tal manera que sólo pueden tranquilizarlo pasándolas al papel; o porque en los destinos de los seres imaginados por ellos encuentran una especie de solución aciertas cuestiones o dudas que les preocupan; 0, simplemente, porque saben escribir, o -y esto es, por desgracia, moneda corriente- porque no saben hacer nada en absoluto. No es difícil averiguar por qué escribía Hoffmann. Era uno de esos escritores que se ven poseídos por sus personajes. Mientras escribía acerca de sosías fantasmales y espantos de toda clase, los veía realmente a su alrededor. No era raro que viera fantasmas, y no sólo cuando escribía, sino a veces en medio de la más inocente sobremesa vespertina, frente al vaso de vino o de ponche. Más de una vez interrumpió a uno u otro de sus contertulios con palabras como éstas: "Disculpe, querido amigo, que le deje con la palabra en la boca; pero ¿acaso no ha reparado usted en ese malhadado enano que intenta laboriosamente abrirse paso entre los tablones del entarimado, allá en el rincón de la derecha? Fíjese en las cabriolas que llega a hacer el condenado. Mire, mire, ¡ya no está! Oh, por favor, no le dé a usted vergüenza, apreciadísimo enano, tenga la bondad de quedarse con nosotros... sea tan amable de escuchar nuestras amenísimas charlas... no puede usted imaginarse lo mucho que nos complacería su agradable compañía... ah, ya vuelve usted a estar ahí... ¿haría usted el favor de acercársenos un poco... ? ¿Cómo... ? ¿Desea usted tomar algo... ? ¿Qué quiere usted decir... ? Pero ¿cómo... ? ¿Nos abandona ? Quedo a su entera disposición." Etcétera. Y, apenas había acabado de soltar semejante galimatías, volvía a su posición normal, con la mirada clavada en el rincón de donde procedía la visión, y rogaba a sus contertulios que siguieran adelante con toda tranquilidad. Así nos han pintado a Hoffmann sus amigos. Y nosotros mismos nos sentimos partícipes de su manera de ser cuando leemos historias como "La casa desierta", "El mayorazgo", "El doble" o "El puchero de oro". Si la lectura se realiza en medio de una serie de circunstancias favorables, el efecto de estas historias de fantasmas puede llegar a ser asombroso. Yo mismo soy testigo de ello. La circunstancia favorable que se dio en mi caso fue el hecho de que mis padres me habían prohibido semejantes lecturas. Cuando era pequeño, sólo podía leer a Hoffmann a escondidas, por la noche, cuando mis padres habían salido de casa. y me recuerdo en una de esas noches de lectura, sentado a la enorme mesa del comedor, bajo la lámpara del techo; era en la Carmerstrasse. No se oía un solo ruido en toda la casa; y, mientras leía "Las minas de Falun", todos los seres horribles iban arremolinándose lentamente, en medio de la oscuridad que me rodeaba, alrededor de la mesa, por lo que mis ojos se aferraban, como a una tabla de salvación, a las páginas del libro, de las que precisamente iban surgiendo todos esos seres. Y otra vez, muy temprano por la mañana... Todavía me recuerdo leyendo "El mayorazgo", de pie junto a las puertas entornadas de la librería, presto a lanzar el volumen en su interior al menor ruido, con los pelos de punta y bajo los efectos de un doble terror, causado, por una parte, por los horrores del libro, y por la otra, por el peligro de ser sorprendido. No llegué a entender ni una sola palabra de toda la historia. Ni el propio diablo -dijo Heinrich Heine refiriéndose alas obras de Hoffmann- sería capaz de describir cosas tan diabólicas." Algo de eso hay: junto a lo fantasmal, lo espectral, lo siniestro, algo satánico recorre estos escritos. Y cuando intentamos seguirle el rastro, pasamos de la respuesta al por qué de las historias de Hoffmann a la respuesta a su misterioso para qué. Como es sabido, el diablo posee, entre otras muchas particularidades, las de la sagacidad y el saber. Bien, pues quien conozca mínimamente las historias de Hoffmann me entenderá en seguida si afirmo que en estas historias la figura del narrador es encarnada siempre por un sujeto muy suspicaz y dotado de un finísimo olfato, que detecta a los espíritus tras sus disfraces más sofisticados. Este narrador insiste con una cierta obstinación en afirmar que todos esos honorables archiveros, consejeros médicos, estudiantes, verduleras, músicos e hijas de buena familia no son lo que aparentan, por lo menos en tan gran medida como él mismo, Hoffmann, tampoco era solamente el pedante y minucioso funcionario de Justicia en cuya calidad se ganaba. el pan. Y esto, en otras palabras, significa que todas esas figuras (fantasmales y espectrales que pueblan las historias de Hoffmann no se las inventó el narrador a solas en su tranquila habitación. Cuántos grandes escritores han pasado por la experiencia de hallar lo extraordinario no flotando libremente en alguna parte del espacio, sino encarnado en personas, cosas, casas, objetos y calles muy concretos. Como quizás habréis oído alguna vez, hay personas que, a través del rostro, o la manera de andar, o las manos, o la forma de la cabeza, son capaces de averiguar el carácter , la profesión o incluso el destino de otras personas; se les conoce como fisiognómicos. Hoffmann no era, pues, tanto un vidente como un lector de rostros. Esta es la traducción correcta de fisiognómico. Y objeto principal de sus observaciones era Berlín, la ciudad y las personas que en ella vivían. En su introducción a "La casa desierta" -que fue una casa real del paseo Under den Linden- nos habla, con cierto amargo sentido del humor, del sexto sentido que le había sido dado, del don de contemplar en todo fenómeno, ya fuera persona, acción o suceso, el aspecto insospechado del que nosotros, en nuestra vida cotidiana, no tenemos la menor noticia. Su pasión era errar solo por las calles, contemplar las figuras que le salían al paso, a veces incluso hacerse mentalmente su propio horóscopo. Corre durante días enteros detrás de personas para él desconocidas pero en cuya manera de andar o de vestir, en cuya voz o mirada reside algo asombroso. Se siente en interrumpido contacto con lo sobrenatural, y no es tanto que él persiga al mundo de los espíritus, sino que éste lo persigue a él, le sigue los pasos en medio de este razonable Berlín a plena luz del día, anda detrás de él entre el bullicio de la Konigstrasse y le acompaña hasta los pocos restos medievales existentes en la ciudad, en las inmediaciones de la antigua casa consistorial, entonces en ruinas, le hace detectar en la Grünstrasse un misterioso aroma de rosas y claveles y le hechiza el elegante lugar de reunión del público distinguido, el paseo Under den Linden. Podría considerarse a Hoffmann el padre de la novela berlinesa, cuyo rastro se perdió más tarde en generalidades, cuando se empezó a llamar a Berlín "la capital", al Tiergarten "el parque" y al Spree "el río", hasta nuestros días, en que ha cobrado nuevas fuerzas (hasta pensar en "Berlin Alexander- platz" de Doblin). Uno de los personajes de Hoffmann le dice a otro, bajo el cual se oculta el propio autor: "Tenías tus motivos para trasladar la escena a Berlín y nombrar calles y plazas. En cualquier caso, a mi modo de ver, nada tiene de malo en general el determinar con exactitud el escenario de la acción, pues gracias a ello el conjunto adquiere una pátina de veracidad histórica que siempre puede socorrer a una imaginación perezosa, y también gana en vivacidad y frescura, en especial a los ojos de aquellos que están familiarizados con el lugar de la acción".
Podría enumeraros ahora las muchas historias en las que Hoffmann se revela como fisiognómico de Berlín, podría especificar las muchas casas que aparecen en su obra, empezando por su propia residencia, en la Charlottenstrase esquina Taubenstrasse, hasta llegar a El Aguila de Oro en la Donhoffplatz, Luther und Wegener en la Charlottenstrasse, etc.; pero creo más provechoso analizar la manera en que Hoffmann estudiaba Berlín y la huella que dejó en sus narraciones. El autor nunca fue muy amante de la soledad ni de la plena naturaleza. Lo que le interesaba antes que nada era el ser humano, la comunicación con él, sus observaciones, la simple contemplación de seres humanos. Cuando salía a pasear en verano -lo cual, si el tiempo no lo impedía, sucedía cada día hacia el atardecer- era sólo para dejarse caer por lugares públicos donde hubiera gente; incluso a lo largo de estos recorridos no habría sido fácil encontrar una taberna o una pastelería donde él no hubiera entrado para cerciorarse de si había gente, y de qué tipo. No se trataba sólo de que Hoffmann acudiera a tales lugares en la captura de nuevos rostros que le inspirasen ocurrencias extrañas; antes bien, la taberna era para él una especie de laboratorio literario, una sala de experimentación en la que cada noche ponía aprueba ante sus amigos los arabescos y los golpes de efecto de sus historias. Hoffmann no fue un novelista, sino un contador de historias; muchas, si no la mayoría de las historias que escribió son puestas en la boca de un narrador. Básicamente se puede afirmar que ese narrador no era otro que el propio Hoffmann, sentado con sus amigos en torno a una mesa, en aquellas reuniones en las que cada uno, por turno, contaba algo. Uno de los amigos de Hoffmann nos dice expresivamente que el autor jamás estaba ocioso en la taberna, como tantos otros a los que vemos sentados, sin hacer nada mejor que pegar sorbos y bostezar. Al contrario, Hoffmann se dedicaba a examinar el entorno con sus ojos de halcón; y todo aquello que le llamaba la atención por su ridiculez o su extravagancia le servía como material de estudio para su actividad literaria, o como modelo para los dibujos que, con gran facilidad y trazo seguro, solía realizar. Pero ¡ay, si la concurrencia que se daba cita en la taberna no era de su agrado, si se veía importunado por la presencia en torno a la mesa de espíritus limitados y pacatos! Se afirma que en tales casos sabía ser absolutamente insoportable y hacía un uso arrasador de sus facultades caricaturescas y de su facilidad para abochornar y alarmar a las buenas gentes. Pero lo que le causaba más horror eran los llamados tés estéticos, que por aquel entonces estaban de moda en Berlín; se trataba de reuniones de personas amantes de lo bello pero completamente ignorantes y carentes de la más mínima comprensión de las cosas del arte y la literatura, pese a lo cual alardeaban de su apasionado interés por ellas. Hoffmann describió con punzante sarcasmo una de estas sociedades en sus "Piezas fantásticas".
Ahora que estamos llegando al final, que nadie crea que hemos olvidado la cuestión del "para qué". Estamos tan lejos de haberla olvidado,. que, de hecho, a estas alturas ya le hemos dado respuesta inadvertidamente. ¿Para que escribió Hoffmann sus historias? Sin duda, no impuso conscientemente ningún fin a su labor. Ello, sin embargo, no nos impide leerlas como si se lo hubiera impuesto. Y este fin no puede ser de otra naturaleza que la fisiognómica. Hoffmann escribió con la intención de mostrar que ese Berlín sencillo, sensato, liberal y razonable no se halla solo en sus rincones medievales, en sus calles apartadas o en sus casas desiertas, sino también en sus industriosos habitantes de toda condición, y en los barrios repletos de todas aquellas cosas que pueden estimular aun narrador, y cuyo rastro sólo puede seguir aquel que se detenga a leer en ellas. Y como si Hoffmann hubiese realmente pretendido ofrecer con sus obras esta enseñanza a sus lectores, una de sus últimas historias, dictada ya en su lecho de muerte, muestra simple y llanamente este proceso de aprendizaje de la contemplación fisiognómica. La historia se llama "La ventana del primo". El primo es el propio Hoffmann, y la ventana es la ventana rinconera de su casa, que daba al Gendarmenmarkt. La historia consiste básicamente en un diálogo. Hoffmann, postrado por la enfermedad, está sentado en una poltrona, observando el mercado semanal abajo en la calle, y va indicando a su primo, que ha venido a visitarlo, la manera en que, a partir de las vestiduras, el ritmo de los movimientos y los gestos de las vendedoras y sus clientes, se puede no sólo detectar gran cantidad de cosas ocultas, sino también enriquecerlas con todo lujo de detalles y sacarse de la manga otras muchas.
Para acabar este pequeño homenaje al genio de Hoffmann, señalaremos un hecho del que la mayor parte de los berlineses no tiene ni idea: él ha sido el único escritor que ha contribuido al renombre de Berlín más allá de nuestras fronteras; los franceses la leían y tenían en gran estima en una época en que nadie en toda Alemania, ni siquiera en Berlín, daba una perra chica por él. Ahora esto ha cambiado, y existe una gran cantidad de ediciones muy asequibles. y también, a diferencia de la que ocurría en mis tiempos, empieza a haber bastantes padres que no prohíben a sus hijos leer a Hoffmann.

UN PILLUELO BERLINES
Creo que si pensáis un momento recordaréis haber visto alguna vez armarios que mostraban en sus puertas abigarrados dibujos, paisajes o retratos, flores, frutos o cosas semejantes grabados en la madera. Eso se llama trabajo de marquetería. Pues bien, hoy os quiero mostrar imágenes y escenas parecidas, pero no grabadas en un armario, sino a través de la palabra. Os voy a hablar de la infancia de un berlinés que fue niño hace unos ciento veinte años, y os explicaré cómo este niño veía Berlín, y qué tipo de juegos infantiles y travesuras eran corrientes por aquel entonces. Pero en medio de todo ello iré haciendo digresiones que no tendrán nada que ver con nuestro tema, antes bien, resaltarán en medio de la historia de la infancia de Ludwig Rellstab con tanta viveza y colorido, espero, como los trabajos de marquetería sobre la madera en la que están grabados.
No tenéis por qué avergonzaros de no haber oído nunca hasta ahora el nombre de Ludwig Rellstab. No preguntéis tampoco, por el amor de Dios, a vuestros padres, que, como tampoco lo han oído nunca, no sabrán qué responderos. El caso es que este Rellstab no fue ningún hombre célebre. Para ser más exactos, en sus tiempos fue una de las personas más conocidas de Berlín, pero, en pocas palabras: de él ha quedado bien poca cosa, y hoy en día ni siquiera se conoce lo mejor que hizo: su autobiografía. De ella os leeré más adelante algunos pasajes.
Nada tiene de extraño que esta autobiografía sea tan bella y, sin embargo, poco o nada se pueda relatar acerca del hombre que la escribió. Lo cierto es que, con mucha frecuencia, las personas que conservan el más hondo amor y la más honda memoria de su infancia no son precisamente las de mayor celebridad y talento. Por lo demás, estos sentimientos son mucho más infrecuentes en la gente de la gran ciudad que en las personas que han crecido en el campo. Raros son los niños que crecen en una gran ciudad con tanta felicidad y armonía que después, ya hombres maduros, puedan evocar con alegría aquella vida infantil. Pero Rellstab sentía esa alegría; lo notamos a lo largo de todo el libro, y lo notaríamos igual aunque él mismo no hubiera señala- do explícitamente allí el hecho de que su infancia fue particularmente feliz.
y ahora sumerjámonos en esa historia infantil. ¿Qué os parece lo que allí se lee acerca de que su padre "se instalaba cada verano, con toda la familia, en una residencia en el campo"? ¿Sabéis dónde estaba esa residencia? Pues nada menos que en el Tiergarten[3]. Os voy a leer la descripción que él mismo hace del parque, para que os hagáis una idea de cómo era éste en una época en que era posible instalarse allí en una residencia veraniega: "Hasta donde alcanzan mis recuerdos, me veo en pleno verano en medio del verdor del Tiergarten, que por aquel entonces poseía un carácter mucho más campestre que hoy en día. Ha seguido siendo el más bello escenario de mis recuerdos más remotos y también de otros muy posteriores. Por lo demás, entonces era mucho más apropiado para jugar que ahora. Grandes fragmentos del bosque estaban abandonados al estilo silvestre. Excepto la carretera de Charlottenburg, no existía aún ningún camino pavimentado; sólo caminos de tierra cruzaban la región. Por eso, incluso en las mayores avenidas, se veían relativamente pocos coches, y éstos rodaban lenta y pesadamente. Cuando ahora contemplo el parque, casi me parece increíble el hecho de que en tiempos existieran en su recinto tierras totalmente silvestres, húmedas praderas donde las matas de frambuesas crecían entre arbustos desmochados y podían dejar madurar sus abundantes frutos para nosotros, los habitantes de la zona. También los fresales nos proporcionaban una rica cosecha. Aquello nos parecía tan lejano de los hombres y tan solitario como la selva virgen. y tomamos formalmente posesión de aquellas tierras. Cada uno de los camaradas que jugábamos allí, eligió su rincón y lo hizo suyo. Nos instalábamos en las praderas, acomodábamos cualquier matorral como vivienda campestre, fijábamos tablillas entre las ramas para sentarnos, delimitábamos una zona con pequeñas ramitas clavadas a modo de verja, en fin: campábamos por allí como si fuera nuestra propiedad. Podían pasar semanas sin que visitáramos aquella pequeña colonia en la espesura, y sin embargo siempre hallábamos intacto nuestro campamento; tan solitario era entonces este bosque ahora lleno de ruidos y de gente, o, mejor dicho, el jardín en que se ha convertido."
Así describía un berlinés el Tiergarten de 1815. Esta descripción me parece muy bella. Pero ahora quiero abrir un paréntesis. Quisiera mostraros cómo un amigo mío, que nació ochenta años más tarde que Rellstab, describe su Tiergarten infantil. y aunque el parque ya había cambiado mucho, esta descripción muestra que el berlinés de verdad no ha dejado de amarlo. Este nuevo berlinés de verdad es mi amigo Franz Hessel; escuchemos lo que escribe en "Paseos por Berlín":
"Con todo, en el crepúsculo evocador de tiempos pasados, sigue siendo hoy en día tan frondoso e inextricable como treinta o cuarenta años atrás, antes de que el último emperador convirtiera aquel parque natural en un lugar presentable y de fácil orientación. A sus órdenes se aclaró la maleza, se ensancharon multitud de caminos y se arreglaron los céspedes; pero con ello el Tiergarten perdió muchas de sus bellezas, su gracioso desorden, el crujir de las ramas y el crepitar en las veredas de los montones de hojas que no se recogían enseguida. No obstante se dejaron pequeñas porciones en estado silvestre, que se conservaron hasta los días de nuestra infancia. Lo que más me recuerda a aquella época son los minúsculos puentes que se arquean sobre los arroyuelos, en muchos casos custodiados por atentos leones de bronce que sostienen con sus fauces las cadenas del pretil." Y a continuación Hessel describe todo el Tiergarten hasta donde limita con el puente de Comelius. ¡Cuánto podría añadirse a esto, si tuviéramos tiempo! Podríamos hablar, por ejemplo, de ese puente que aún conserva su aire íntimo, casi campestre, a pesar de que ha pasado de ser uno de los menos transitados y más remotos a ser aquel en el que desemboca en dirección Oeste todo el tráfico rodado procedente del centro de la ciudad. Pensándolo bien, el destino de un puente puede ser tan singular como el de muchos hombres.
Pero volvamos a Rellstab. A lo largo de todo el relato de su infancia hallamos una cosa de la que se queja una y otra vez y que parece no haber superado nunca. Se trata de las clases de música que su padre le obligaba a tomar. Estas clases le esperaban cuando salía de la escuela y eran para él la parte más aciaga del día, y él nos cuenta lo desgraciado que se sentía cuando ellas le obligaban a alejarse de los juegos y las travesuras en los que solían demorarse sus compañeros de clase en el camino de vuelta a casa. Algunos de esos juegos eran bien curiosos, y se nos cuenta que los preparativos ya se emprendían con todo es- mero durante las clases. "Pues, dice Rellstab, durante un tiempo adoptamos la costumbre de confeccionar, aún en la escuela, en la última hora de clase, barquitos de papel o de corteza de árbol, que después -cosa especialmente emocionante cuando había llovido con intensidad- hacíamos flotar por lo canalillos hasta que en la esquina de la Mohrenstrasse y la Markgrafenstrasse desaparecían engullidos por la corriente que allí se precipitaba en la canalización subterránea. Nada había más interesante que seguir el recorrido de uno de aquellos barquitos; se nos cortaba el aliento al verlo desaparecer bajo una de las largas losas que, a modo de puentecillos, cubrían el canal, y cuando finalmente aparecía por el otro lado lo saludábamos con júbilo. Yo me resistía interiormente a abandonar todo aquello y emprender en solitario el triste camino de vuelta a casa para la lección de piano." Ya os podéis imaginar que tal cosa no le resultaba nada fácil cuando se jugaba a cierto juego que él mismo califica de indeciblemente mágico. Gracias a Dios él mismo nos explica en qué consistía, porque de otro modo podríamos pasamos años intentando averiguar en vano de qué se trataba. Cierto número de muchachos, cuantos más mejor, se subían a una carreta vacía , de las que en aquella época solían estacionarse ante los portales de las casas; y uno de ellos, elegido a suertes, se dedicaba a correr alrededor de la carreta, tratando de golpear con la mano alguno de los pies que colgaban por encima de su cabeza. Aquel que recibiera un golpe debía apearse y hacer lo mismo.
El padre de este Rellstab debió ser un hombre bastante extravagante. Era redactor de la "Vossische Zeitung"[4]. Un día había de asistir a una velada protagonizada por un prestidigitador, a fin de escribir para el diario una crónica sobre ella. Pero, fuera por falta de ganas o por falta de tiempo, el caso es que envió allí a su hijo, que en aquel tiempo contaba sólo doce años, y, de vuelta a casa, le hizo pasar al papel sus impresiones, corrigió un poco la redacción y la envió a la "Vossische Zeitung". Este fue el primer trabajo publicado de Rellstab. Y además aquella velada tuvo una singular consecuencia. Una vez concluida la función, el prestidigitador explicó algunos de sus trucos a los pocos que se habían quedado. El pequeño Rellstab escuchó aquellas explicaciones, y durante semanas y semanas no pensó en otra cosa que en la magia. Descubrió en Berlín una tienda en donde se vendían artículos de magia, aparatos con alguna mecánica oculta, cajas con doble fondo, naipes con marcas disimuladas. Además se procuró toda clase de libros a fin de estudiar a fondo la magia como ciencia.
No llegó muy lejos en este campo, él mismo lo dice. Pero quién sabe si no habría llegado a ser un famoso mago, si por aquel entonces ya hubiera existido el estupendo libro del que ahora quiero hablaros en este segundo excurso. Pues creo que muchos niños siguen interesándose por la magia a pesar de que estamos en la era de la técnica, el automóvil, la dínamo, la radio, etc. Sin duda la época floreciente de la magia ya ha pasado, aquella época en que cada verano los magos más famosos del mundo, los Bellachini, los Houdini, etc., hacían gala de su arte ante las salas repletas de espectadores de todos los grandes lugares turísticos. Pero precisamente por ello es ahora más necesaria que nunca la aparición de un libro que es un compendio minucioso de la magia con sus cientos de artes y que explica todas las cuestiones, hasta las más inconcebibles y sorprendentes, con toda claridad. Se titula "El prodigioso libro de la magia" y su autor es Ottokar Fischer, quien se autodenomina "antiguo artista en ejercicio y director que fue del teatro mágico Kratky-Raschki de Viena". Echando una ojeada al índice, se hace uno cruces de la variedad de trucos de magia que existen. y no debéis temer que, al conocer todos sus secretos, las funciones de magia dejen de divertiros. Al contrario: sólo cuando uno sabe observar con toda exactitud, no dejándose enredar por la diestra palabrería del prestidigitador, y no pierde de vista lo principal, sólo entonces está uno en condiciones de seguir los pasos a su increíble habilidad y darse cuenta de que esa celeridad, fruto de tanta práctica y empeño, a veces sí que es cosa de brujería. Seguramente alguna vez hablaremos aquí con exhaustividad acerca de la magia, y por eso hoy me limito a leeros los títulos de algunos apartados de nuestro libro: "La ponchera inagotable", "La diana del Diablo", "La reina de los aires", "La campana de Schiller", "El cordón indestructible", "El reloj de Swami, el vidente", "Damas quemadas, perforadas y aserradas", "El famoso número de Ren Alj Rey", "La desaparición de doce personas del público", etc.
Ya es algo tarde, y Rellstab vuelve a pedir la palabra, porque aún quiere explicar unas cuantas travesuras.
"Las otras muchas maldades que llevé a cabo con mis camaradas del Tiergarten, por ejemplo, ciertas osadas incursiones contra árboles frutales y almacenes de fruta, o gastar una broma pesada a una vendedora de fruta mediante la conocida argucia de atar a la campanilla del jardín un hueso con algo de carne, de modo que pasara desapercibido tras la verja, y que cada perro que pasase hiciese sonar la campanilla; o, por la noche, atar un cordón a lo ancho del camino, junto a una taberna cuyos clientes a menudo salían a la calle un poco tambaleantes, hasta que un grupo de ellos iba a dar de bruces en la hierba húmeda, y salir luego, tan pronto como habíamos desatado los cordones, a inquirir candorosamente la causa del tropezón; en fin, no quiero extenderme excesivamente sobre todo ello, sino sólo mencionarlo brevemente para mostrar que en este aspecto no fui mejor que los otros, sino más bien peor."
Ya veis, pues, que el que cuenta todas estas cosas anduvo retozando desde muy pequeño por la ciudad como un auténtico pilluelo berlinés. A Rellstab le sucedió lo que nos suele suceder a todos cuando llegamos a la madurez: las cosas que nos salen bien son aquellas que ya desde el principio amábamos y proyectábamos. Lo mejor que hizo no son las críticas musicales de las que vivió más tarde, sino todo aquello que tenía que ver directamente con Berlín. Y, junto a esos recuerdos de infancia, hay un libro que se titula simplemente "Berlín". Es una descripción de la ciudad y sus alrededores, acompañada de bellos grabados. En la portada hay un grabado que representa el monumento a Federico Guillermo III que se alza en el Tiergarten. El lugar donde se esconde ese monumento es para mí el más entrañable de todos los rincones del Tiergarten. De muy pequeño iba allí a jugar, y hasta hoy no he olvidado lo emocionante que me resultaba aventurarme por el enrevesado sendero que conducía al monumento a la reina Luisa, aún más oculto entre las matas y separado del del rey por una pequeña corriente de agua. La zona que rodea a ambos monumentos fue el primer laberinto que conocí, mucho antes de empezar a dibujar laberintos en el papel secante o en el pupitre, durante las horas de clase. Creo que esto no ha cambiado, y vuestros secantes deben ofrecer un aspecto no muy distinto del mío por aquel entonces. En cualquier caso, para aquellos a quienes les gusten los laberintos, haré para concluir una digresión sobre este asunto. Voy a revelarles dónde pueden verse, precisamente ahora, los más hermosos laberintos que jamás me ha sido dado contemplar. Se trata de la librería de Paul Graupe, que ha acondicionado toda una sala de su espaciosa y hermosa casa para albergar los curiosos laberintos urbanos, forestales, de montañas, de valles, de castillos y puentes que el pintor muniqués Hirth garabateó para sí mismo con trazos increíblemente limpios de su pluma, y en los que podréis pasear la vista un buen rato. Pero antes limpiaos bien las botas, que la casa de Paul Grape es muy distinguida. Y si cuando estéis allí alzáis un momento la vista de las panorámicas urbanas, los mapas y los planos que allí encontraréis, y echáis una mirada por la ventana, lo que tendréis ante vuestros ojos será precisamente el Tiergarten. y así hemos hecho hoy un paseo laberíntico y hemos llegado, sin apenas darnos cuenta, al lugar de donde salimos hace veinticinco minutos.

RONDA DE JUGUETES EN BERLIN - I
¿Quién de vosotros conoce el libro de cuentos de Godin ? Quizá ni uno sólo de todos los niños que están escuchando. Sin embargo, en los últimos treinta años del siglo pasado se veía en muchos cuartos de los niños. Entre otros, también en el cuarto de quien ahora os habla. La editorial lo reeditaba una y otra vez, y cada vez era distinto, porque las ilustraciones en color iban cambiando a tenor de la moda. En cualquier caso, una gran cantidad de las ilustraciones en blanco y negro siguieron en su lugar a lo largo de todas las ediciones, de la primera ala última. Empezaremos con un cuento que se halla en este libro: "La hermana Tinchen". Ya en la segunda página de este cuento hay una de esas ilustraciones en blanco y negro que permanecieron en todas las ediciones. En ella se ven cinco niños echados lastimosamente en el suelo, junto a una cabaña medio deshecha. Están muy, pero que muy tristes. Por la mañana ha muerto su madre, y además hace mucho tiempo que tampoco tienen padre. Se trata de cuatro niños y una niña. Y la niña se llama Tinchen. Pero bueno, todo esto no es más que el primer plano. En el segundo plano hay un hada dulce y amuñecada, con un tallo de azucena, que se llama Concordia. Les dice a los niños que los protegerá si siempre se llevan bien los unos con los otros. Tan pronto como el malvado hechicero, enemigo del hada, se entera de esto, se presenta allí con un montón de regalos y los arroja entre los niños para que se peleen. Los niños, ni cortos ni perezosos, empiezan a reñir en seguida. y sólo la niña se mantiene aparte. Por eso los demonios no pueden meterla en el saco, tal como hacen de inmediato con los niños. Hasta aquí, diréis, es una historia bastante tonta. y lo mismo opino yo. Así pues, aún habrá de pasar algo. Y así ocurre. Ahora, como es lógico, a la niña le toca liberar a sus hermanos, sacándolos de la infame morada hechicera adonde los han llevado los demonios. y aquí, a la buena mujer que ideó este cuento -y que, por lo demás, no destacó especialmente como escritora- se le ocurrió algo muy bello. Ya sabéis cómo suelen ser las pruebas que han de superar los que hacen el papel de libertador en los cuentos infantiles. Por ejemplo, han de pasar por una puerta ante la que monta guardia dos hombres terribles con cachiporras, como los que adornaban antiguamente la portada de la "Vossische Zeitung". Y luego llegan a una sala pulcramente encerada donde resoplan dos lustrosos dragones, y han de pasar por en medio de ellos. Y, finalmente, en la última estancia hallan un sapo o cualquier espantajo semejante, y tienen que besarlo para que se convierta en una princesa. En el caso de la hermanita Tinchen, que al fin y al cabo no es más que una niña pequeña, a quien nadie puede exigirle actos excesivamente heroicos, todo queda dentro de un marco mucho más civilizado. Es decir, no tiene que hacer nada en absoluto; simplemente, si quiere salvar a sus hermanos, no debe demorarse ni un instante de camino hacia el país del malvado hechicero, hasta llegar a la guarida de éste. Y el hechicero, por supuesto, se propone hacérselo imposible y para ello trata de retenerla por medio de una serie de ilusiones. En cuanto la niña diga, aunque sea una sola vez: "Aquí quiero quedarme", el hechicero la tendrá en su poder. Ahora os voy a leer en voz alta un trozo para que veáis de qué añagazas se sirve:
"Tinchen cruzó confiada la frontera del País de la Magia, pensando sólo en sus hermanos. Al principio no vio nada interesante. Pero pronto el camino la llevó a atravesar una amplia estancia, toda ella repleta de juguetes. Había como pequeñas paradas de mercado provistas de todo lo imaginable, tiovivos con caballitos y coches, columpios y caballos de balancín, pero sobre todo extraordinarias casitas de muñecas. Alrededor de una mesita arreglada había grandes muñecas sentadas en mecedoras, y la más grande y bonita de ellas se levantó al ver a Tinchen, le hizo una graciosa reverencia y le dijo con una vocecita maravillosamente delicada:
-Te hemos estado esperando mucho tiempo, querida Tinchen, ven a comer con nosotras.
Mientras ésta hablaba, se levantaron también las restantes muñecas, incluso las muñequitas envueltas en pañales que yacían en sus camitas alzaron sus cabecitas, y Tinchen, maravillada, se sentó en la pequeña mecedora dispuesta para ella en la mesa de las muñecas. La mesa estaba provista de cosas muy buenas; Tinchen comió de ellas con apetito, y cuando, concluido el almuerzo, todas aquellas muñecas se pusieron a bailar ya rondar entre los otros juguetes, Tinchen no cabía en sí de gozo, hasta el punto que empezó a palmotear ya dar gritos de júbilo:
-¡Oh, qué bonito es todo esto! Aquí quiero..."
¿Qué debía de querer decir? Está claro; quería decir: "Aquí quiero quedarme". Pero si quería salvar a sus hermanos no debía decirlo. y para eso se acerca en ese momento un pajarillo azul, se pone en su hombro y le refresca la memoria con estos ver- sitos:
"Tinchen, mi querida Tinchen,
¡acuérdate de tus hermanos!"
y así va cruzando los reinos más dispares. El pajarillo siempre aparece en el momento justo. Podríamos dedicarnos a seguir a Tinchen por doquier si no fuera porque estamos en el programa radiofónico dedicado a Berlín y no hubiéramos de regresar a la ciudad por misteriosos caminos subterráneos, mientras Tinchen anda por el País de la Magia. El caso es que Tinchen también llega allí, y, al quedarse parada delante de una de las casitas hechas de pasteles, se abre la puerta y salen dos personitas marrones, que se le acercan con graciosas reverencias y le dicen: " Bienvenida a nuestro país". " ¿Quién sois y cómo se llama vuestro país?", pregunta la niña, llena de curiosidad. "¡Vaya! ¿No conoces el País de Jauja?", dicen las dos personitas al mismo tiempo. "Somos hombrecitos y mujercitas de bizcocho. Yo quiero regalarte mi hermoso y gran corazón", dice amablemente el hombrecito, desprendiéndose del pecho un corazón que estaba rodeado de almendras. "Y yo te doy mi hermosa flor blanca", dice la mujercita, y le alcanza el tulipán que lleva en la mano. En ese momento empieza a acudir una multitud de gentuza de esa de bizcocho y chocolate, y todos tratan de persuadirla de que se quede. "¡Oh, cómo me gustaría...!" Pero entonces vuelve a aparecer el pájaro y se encarga de que a Tinchen no se le vaya el santo al cielo.
Quizás os acordéis de este cuento cuando, más adelante, en los cursos superiores, oigáis hablar de la principal obra teatral de Goethe, es decir, el "Fausto". Como es sabido, Fausto hace un pacto con el diablo. El diablo debe hacer todo lo que él le pida, pero a cambio de esto se llevará su alma. La cuestión es en qué momento podrá hacerlo. y no podrá hacerlo antes de que Fausto se sienta por fin completamente satisfecho y feliz y desee que todo permanezca tal como está. Para su desgracia, no hay en esa historia ningún pajarito azul, y Fausto cae muerto cuando, un buen día -ya muy, pero que muy anciano, eso sí-, exclama:
"Quisiera decirle a este instante: Detente, ¡eres tan hermoso...!"
Este hombre no llegará nunca a Berlín, debéis estar pensando. Pero es que aquí pasa como en el cuento de la carrera que hicieron la liebre y el erizo: como sabéis, el erizo se sienta en un surco de arado y, cuando la liebre llega, ya sin aliento, le grita: "¡Ya estoy aquí!". En efecto, ya hace un buen rato que estoy en Berlín, que es adonde vosotros queréis llegar. Pues, igual que he descrito la galería mágica por donde la pequeña tiene que pasar con entereza, sin detenerse, también podría describir más de una galería berlinesa por la que todos vosotros os habéis paseado también alguna vez con entereza, sin deteneros. O quizá, si vuestras madres tenían tiempo de sobras para hacer la compra, sí que os habréis detenido. Y ahora, por fin, ya adivináis a dónde quiero ir a parar, y dónde están, en la vida real, en pleno Berlín, esas largas galerías de juguetes sin hadas ni magos. En los grandes almacenes.
Me he dicho: los adultos tienen en la radio toda clase de charlas especializadas sobre temas que les interesan mucho, a pesar de que, o precisamente porque del tema del que se trata entienden, como mínimo, tanto como el hombre que les habla. ¿ Y por qué no se pueden hacer esas charlas especializadas también para los niños? Por ejemplo, sobre juguetes, a pesar de que, o precisamente porque ellos entienden de juguetes como mínimo tanto como el hombre que os habla. Por eso un día, al mediodía, que es cuando los almacenes están más vacíos, me paseé de mesa en mesa, lentamente, como no pude ni se me permitió hacerlo de pequeño; lo contemplé todo con gran atención, los juguetes nuevos que hay, lo que ha cambiado en aquellos que existían cuando yo era pequeño, y finalmente cuáles han desaparecido por completo. y precisamente voy a empezar con esos que han desaparecido. Bueno, hoy no pasaremos del principio, o sea que la continuación de mi paseo podréis escuchármela, si os apetece, la semana que viene.
Bueno, pues por ejemplo pregunté en todas partes por un viejo juego de sociedad que se llamaba "El pescador de fortuna". Al parecer, realmente ya no existe. Me lo regalaron una vez por mi cumpleaños; y es tan bonito que quiero describíroslo. En primer lugar, hay en la caja cuatro paredes de cartón sujetas las unas a las otras con cola. Se sacan de la caja y se ponen sobre la mesa. Estas paredes están revestidas de un brillante papel estampado que representa plantas acuáticas, peces, moluscos y algas, nadando en el agua o descansando en el fondo marino. En otro compartimiento de la caja hay unos veinte o treinta peces, todos diferentes, con un aro pasado por el hocico. ¿ y por qué un aro? Al fin y al cabo, eso es privilegio de los camellos. Pues es por lo siguiente: el aro es de metal; y después están las cañas de pescar, cinco o seis graciosas varitas con un cordón rojo en cuyo extremo cuelga, en vez de una lombriz de tierra, un pequeño imán muy lindo; gana el que al final ha pescado más peces. y como la pesca, naturalmente, tiene sus reglas, y los peces de aquellas aguas llevan todos números distintos, acabada la pesca tiene lugar, en vez de una comida a base de pescado, una serie de cálculos. Pues esto, por ejemplo, ha desaparecido. Pero, al parecer, ha desaparecido también otra cosa aún más bonita: un tipo especial de cajas de música. Muchos de vosotros quizá no hayáis visto jamás ninguna. Se trata de unas cajas que tienen dentro un mecanismo musical, en un lado una manivela y en la parte de arriba algún paisaje o una ciudad en donde, cuando se gira la manivela, algo se mueve al compás de la música. En mi ronda de inspección vi toda clase de cajas de música, por ejemplo una en la que se ordeñan vacas, o un perro da un salto, o un pastor de los Alpes sale de su cabaña y regresa a ella. Es bonito, pero ni mucho menos tan curioso y emocionante como aquella caja de música que me viene a la memoria, aunque nunca la poseí, sino que una vez, cuando era pequeño, la vi en una tienda. Al dar la vuelta a la manivela sonaba una hermosa música de batalla; se abrían las pesadas puertas de cartón de una sombría fortaleza, cuyo interior no se podía ver desde arriba, y entonces una compañía de soldados salía en formación, describía una curva sobre la verde hierba mientras la música sonaba, volvía a entrar en la fortaleza por una puerta trasera que se había abierto mientras tanto, y permanecía unos instantes en el oscuro interior sin que la música cesase de sonar. Sabe Dios lo que debía suceder con ellos hasta que volvían a salir ordenadamente. En vano he buscado algo parecido. Tampoco he podido encontrar aquellos libritos que se vendían en la librería escolar y con cuya adquisición nos endulzábamos la compra de cuadernos de aritmética -una compra que me resultaba aún más antipática, si cabe, que las clases de aritmética una por una, ya que el cuaderno contenía en sus cuadros vacíos la espantosa suma de todas aquellas clases-; aquellos libritos, los libros veloces, o como quiera que se llamasen, consistían en series de diminutas fotografías en las que aparecía representado en todas sus fases un combate de boxeo o un partido de fútbol ; había que pasar rápidamente las páginas con el pulgar para que las imágenes discurrieran en rápida sucesión una tras la otra. Con semejantes libros en la palma de la mano se podía transformar fácilmente una clase de aritmética en una sesión de cine. En cualquier caso, lo que sigue existiendo es el voluminoso juguete que lleva el bonito nombre de rueda de la vida[5]. Se basa exactamente en el mismo truco, si bien las imágenes no están sujetas en las páginas de un libro, sino montadas sobre un disco, de pie y con el anverso hacia dentro. Alrededor del conjunto hay una pared circular provista de unas rendijas. y cuando se hace girar rápidamente el disco -la pared no se mueve- y se mira a través de cualquiera de las rendijas, se ve, como en aquellos libros, seres humanos en movimiento, aparentemente dotados de vida. Por eso se llama rueda de la vida. Esto lo vi en la sección "Juegos".
Pero antes de entrar en más detalles, os voy a describir la galería en su conjunto. Por casualidad empecé por el reino de las muñecas, del cual ya os hablaré la próxima vez. A continuación se halla la avenida de los animales, que no se dejan tomar el pelo por ningún hechicero. No podría enumerar la cantidad de especies animales que encontré allí. Perros azules y rosa, caballos que de lejos parecían figuras hechas de mondaduras de naranja, del amarillo tan intenso que tenían, monos y conejos de color tan artificioso como los tulipanes que venden las floristas en la postdamer Platz. Por no hablar del Gato Félix, del que había montones de ejemplares, y de los bibabos, que uno puede calzarse en los dedos como si fueran guantes, y con los que una simpática dependienta me hizo los más extraordinarios juegos de manos hasta que comprendió que yo, de todas maneras, no iba a comprar nada. O por lo menos eso pensaba yo cuando aún estaba en la galería de los animales. Luego no pude resistir la tentación y compré una cosa. Se trata de un juego muy curioso, creo que totalmente nuevo; en todo caso, jamás había oído hablar de él. No es más que un pequeño estuche con quince o veinte sellos de goma distintos en su interior. En estos sellos hay fragmentos de paisajes, casas, pequeñas figuras, dirigibles, auto- móviles, barcos, puentes, etc., etc. A esto se añade un tampón
de tinta. Se coge una hoja grande de papel y uno puede pasarse horas grabando sobre ella con los sellos distintos paisajes, comarcas, acontecimientos e historias. Pero esto ya estaba en la sección de "Juegos de sociedad", que viene a continuación de la galería de los animales. Casi me olvido de hacer mención de los conejos de pascua que ya empieza a haber en gran cantidad en la galería de animales. Los grandes almacenes son plazas estratégicas, y por eso son las primeras que ocupan los conejos de pascua cuando pasan al ataque.
y ahora dejad de escuchar por un momento; lo que voy a decir ahora no es para los niños. La próxima vez os acabaré de contar este paseo. Pero mucho me temo que entre tanto lluevan cartas diciendo más o menos esto: "¿Qué, se ha vuelto usted loco ? Piense que los niños ya dan bastante la lata de la mañana a la noche, todo el santo día, sin necesidad de que usted les meta en la cabeza esas cosas y les hable de cientos de juguetes de los que hasta ahora, gracias a Dios, no sabían nada, y que ahora querrán tener, y encima incluso de cosas que ya ni siquiera existen." ¿Qué puedo responder a esto? No me costaría nada poner- me las cosas fáciles y pediros que no digáis ni una palabra de todo este asunto, que nadie note nada, y así podremos seguir tranquilamente dentro de una semana. Pero esto sería una bajeza. Así que no me queda otro remedio que decir sin más lo que realmente pienso: cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay de una determinada categoría -sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas, comprárselas o hacérselas regalar. Aquellos de vosotros que, aunque no debíais, me habéis escuchado hasta el final, tenéis que explicarles esto a vuestros padres.

RONDA DE JUGUETES EN BERLIN -II
Más de uno .querrá saber dónde se hallan todas esas tiendas de juguetes, esas galerías de muñecas, animales, trenes y juegos de sociedad por las que os conduje la última vez y os seguiré conduciendo ahora. Nada más fácil que decíroslo. Pero en la radio no está permitido hacer propaganda, y, cuidado, tampoco propaganda encubierta; por eso no puedo deciros el nombre. ¿Qué hacemos, pues? Habrá niños que querrán comprobar si es cierto todo lo que he dicho. y como es cierto, me parece pero que muy bien. Así que tendré que echar mano de un ardid y os revelaré lo siguiente: que estuve en unos grandes almacenes, debéis haberlo deducido ya. Ahora echad un vistazo a vuestro alrededor y buscad dónde se halla, colocada encima de una mesa, una enorme reproducción metálica a escala del vapor "Bremen". Es tan grande que se ve ya desde lejos. Está totalmente montada con el juego de mecano "Stabil". Quizá alguno de vosotros quiera copiarla. Para ello se necesita la serie de estas cajas de construcciones. Es la mayor y cuesta ciento cincuenta y cinco marcos. ¿Habéis oído mencionar alguna vez la Exposición Universal de París, de la que se habló en toda Europa en el año 1900? En todas las postales que se hicieron por aquel entonces con motivo de la Exposición se ve, al fondo de la ciudad de París, una gran rueda mecánica con quizá dieciséis cabinas sobre bisagras móviles. Esta rueda giraba lentamente, la gente se sentaba en las cabinas y contemplaba a sus pies la ciudad, el Sena y la Exposición hasta que se mareaban debido al doble movimiento, la oscilación de las cabinas dentro de las bisagras y el giro de la rueda. La maqueta de esta rueda la encontraréis también en un juego de construcción mecánica. Es también móvil, y las pequeñas cabinas oscilan como lo hacían hace treinta años las auténticas, en las que quizá se sentaron vuestros abuelos.
Esto está en la sección de "Juegos de sociedad". Pero no voy a hablaros demasiado de los juegos que vi allí. Todos conocéis, sin duda, los juegos de cartas, con sus innumerables variantes, un bonito entretenimiento con el que se aprende a ser astuto, malicioso y cortés al mismo tiempo, y tampoco os son desconocidos los juegos de dados sobre grandes tableros, el "Juego de la Oca", "La vuelta al mundo", "La feria de Schroppstedt", como se llamaban antes, y "En el zepelín", el "Viaje a las tierras boreales" o "El buen policía", como se llaman actualmente. Vale más la pena que os hable del juego eléctrico de preguntas y respuestas. Tienes una pila, una bombilla y dos clavijas; una de ellas la enchufas en una de las tablillas sobre las que están colocadas las preguntas. Junto a cada pregunta hay una pequeña varilla metálica. Entonces buscas la respuesta en una de las otras tarjetas. Por ejemplo, enchufas una clavija en la pregunta "¿Qué río pasa por Roma?"; luego buscas con la otra clavija la respuesta correcta, y cuando llegas a ella se enciende la bombilla. Está claro que se trata de un juguete nada inocente, en el que el maestro se ha transformado astutamente en bombilla. No es éste el único juguete en el que la escuela se infiltra insidiosamente. El que más me ha gustado es uno muy nuevo, pensado para niños de seis años que acaban de empezar a hacer cuentas. Se trata de una hermosa manzana de madera pulida que incluso huele, aunque no a manzana reineta ni de ningún otro tipo, sino a madera, claro. Examinándola más de cerca se descubre que puede dividirse en seis elementos distintos, hábilmente encajados, con ayuda de los cuales se puede facilitar en gran medida a los de noveno curso el aprendizaje del cálculo. Si además tuvieran pepitas, quizá se podrían utilizar incluso para los cursos superiores. Pero ¿se puede llamar juguete a eso? ¿Hasta qué punto se puede calificar de juguetes a los llamados juegos de ocupación, esas cuentas que se han de enfilar en un cordel, esos patrones para tejer usa- dos en los parvularios que encontramos por aquí aliado? ¿y las calcomanías? ¿ Y, especialmente, los cromos? No lo sé. Pero, en todo caso, de los cromos sí que querría hablaros. No sólo porque de pequeño me gustaban mucho, sino también porque he reunido con el tiempo una preciosa colección de cromos, algunos de los cuales pertenecieron a mi madre, en la que hay cosas que ya no encontraríais hoy en día en ninguna papelería. Por ejemplo, cuentos enteros, como Pulgarcito o Blancanieves, en series de cromos en colores, Aladino y la lámpara maravillosa, Robinson, etc. No sé a qué será debido, pero lo cierto es que todas esas diminutas imágenes, que han sido plasmadas en las ilustraciones de tantos libros infantiles, como cuando el temible genio aparece regañando los dientes ante un Aladino que se tambalea de espanto, o cuando Robinson casi deja caer al suelo, de terror, su sombrilla, al descubrir en la isla los primeros huesos humanos roídos, todos esos momentos sólo me los puedo representar de la forma en que aun los veo cuando hojeo mis álbumes de cromos. Esto supone un buen contraste frente a la multitud de tórtolas dándose el pico, capullos de rosa, floripondios y ángeles de plumaje esponjoso que hay que recortar pacientemente de las tiras de papel en las que vienen, y en las que está impreso, en letritas rojas, el nombre del fabricante UX798 o cualquier otro enigmático galimatías comercial. Pero no hay nada como los juguetes de papel. Empezando por los barquitos o los sombreros de papel, que fueron casi lo primero que conocimos, y acabando por ciertos libros de los que voy a hablaros un poco. Imaginaos un libro de ilustraciones con pocas páginas. En la primera hay quizá una habitación, en la segunda un paisaje con montañas, plazas y casas. Ahora examinadlo más de cerca. En cada una de esas ilustraciones descubriréis un sinnúmero de ranuras, rendijas entre la ventaja y el antepecho, entre el dintel y la puerta, entre la fuente y el pavimento, entre el asiento y el respaldo, entre la orilla y el río, etc. Y estos libros llevan detrás una bolsita con toda clase de personas, muebles, vehículos, barcos, manjares y plantas que se sujetan en las rendijas por medio de unas pestañas. De este modo, uno puede amueblar la habitación de cien maneras distintas, adornar el paisaje con cien flores y animales diferentes, disponer la ciudad para un día de mercado o para un domingo, y, si a uno le divierte, incluso hacer pasear ciervos y ardillas por el adoquinado. Bueno, esos libros ya no existen. Pero volverán a existir antes de que pase mucho tiempo, y ya ahora podéis encontrar algunos tan bonitos como ellos. Pedid que os regalen por ejemplo, el barco mágico construido por Tom Seidmann-Freud, y que se basa en el mismo sistema que los libros de los que os he hablado.
Quizás estéis diciendo: "Todo eso está muy bien, pero ¿qué tiene que ver con Berlín?" y yo os rogaría que pensaseis atentamente un momento, y, a mi vez, os preguntaría: ¿En qué otro lugar de Alemania, si no es en unos grandes almacenes de Berlín, es posible emprender semejante paseo por el reino de los juguetes? No quiero decir con esto que no existan otras jugueterías en las que se puedan encontrar tantas cosas como ahí. La gran diferencia está en que los grandes almacenes disponen de mucho espacio y pueden colocarlo todo en grandes mostradores, de modo que nada quede oculto y todo aquel que tenga ojos pueda ver todo lo que en otros casos suele estar, en su mayor parte, guardado en armarios y cajas. Desde luego, han tenido que pasar muchos años antes de que se llegara a estas galerías por las que nos paseamos hoy. Sobre todo, no os penséis que los juguetes han sido desde el principio una invención de los fabricantes de juguetería. Antes bien, fueron surgiendo poco a poco de los tallistas, de los estañeros, etc. Al principio los artesanos sólo fabricaban juguetes para niños como trabajo complementario; tenían que reproducir en miniatura toda clase de objetos de la vida cotidiana. El carpintero fabricaba por encargo pequeños muebles para las cocinas de juguete, el alfarero pequeños recipientes de fango; en pocas palabras: a cada artesano se le asignaba su parte en la elaboración de ese tipo de miniaturas. Una auténtica fabricación de juguetes, sin embargo, no podía existir, debido alas estrictas barreras gremiales que, como es sabido, delimitaban en la Edad Media las actividades artesanales. Cada maestro artesano podía fabricar sólo aquello que atañía a su taller. Al carpintero le estaba prohibido pintar él mismo sus muñequitas de madera, para ello tenía que cedérselas al llamado pintor de bismuto; a su vez, el cerero tenía que dirigirse al carpintero si quería poner en la mano de sus muñecos o ángeles de cera algún objeto de madera, por ejemplo una palmatoria. Ya podéis imaginaros lo increíblemente prolijo que debía resultar en aquella época-que duró hasta bien entrado el siglo XIX- fabricar, por ejemplo, una casa de muñecas, si en ello tenían que participar tantos gremios artesanos distintos. A ello era debido también su alto precio. En los primeros tiempos sólo estaban al alcance de los bolsillos de los soberanos, y llegaban como objetos suntuosos a las estancias infantiles de los palacios, cuando no se mostraban al público en las ferias previo pago de una entrada. Tenemos constancia de una exposición semejante. Hace ahora unos trescientos años, una buena señorita solterona de Nuremberg concibió una manera de ganar dinero explicando a los niños, mediante una casa de muñecas en la que todo estaba fielmente reproducido, los principios básicos de la economía doméstica. Los padres de aquellos niños sucumbieron posiblemente a los argumentos de la señorita y le enviaron a sus hijas pequeñas. Sin embargo, los niños debieron sacar de ello más placer que provecho. Por lo demás, la disposición de aquellas casas no era en absoluto fiel a la realidad: se alineaban habitaciones sin ton ni son, para mejor mostrarlos a los ojos de los espectadores. En la mayoría de las casas de muñecas no hay ni siquiera una escalera que una las habitaciones inferiores con las superiores.
Sin duda conocéis, aunque sólo sea por vuestra Arca de Noé, los llamados juguetes de Nuremberg, esos minúsculos animalitos y hombrecillos lacados. Para mi sorpresa, pude constatar durante mi paseo que este mundo bíblico o campestre de juguetes se ha ampliado con una buena porción de elementos urbanos. Ahora, junto al Arca de Noé, hay casas de vecindad, estaciones de ferrocarril, casas de baños, incluso los autobuses "Berolina" que hacen la ronda de Berlín, llenos de muñecos-turistas. Ya os explicaré luego por qué esos pequeños juguetes se llaman "de Nuremberg". En realidad, hoy en día provienen en su mayor parte del Erzgebirge o de Turingia. Allí se producen estos juguetes desde hace ya varios siglos, y la historia de cómo llegaron a fabricarlos muestra nuevamente en qué gran medida la elaboración y la venta de juguetes fueron en sus inicios distintas alas actuales. No en vano los pueblos de los que proceden estos juguetes se hallan en lo más profundo de los bosques de Turingia y Bohemia. En los largos días de invierno, en los que el tránsito quedaba paralizado por las nieves que cubrían las carreteras o los hielos que cerraban los puertos de montaña, los campesinos y los artesanos, que en las mejores épocas del año vivían de ese tránsito, se veían forzados a dedicarse a otras ocupaciones. Como abundaba la madera, pronto se aficionaron a la talla. Al principio eran sólo cucharas de madera, utensilios de cocina, sencillos alfileteros y cosas por el estilo. Pero esto no satisfizo a los más dotados, que pronto empezaron a tomarle la medida a la talla de pequeñas muñecas, cochecitos o animales como los que veían cada día en su entorno. En verano, los viajantes de paso por allí les compraban gustosos esas pequeñas, graciosas y baratas obras de arte y se las llevaban a casa para regalárselas a sus hijos. La fácil ganancia estimuló a los tallistas, que buscaron otras posibilidades de venta aparte de la ocasional, cargando sus mercancías en canastos y saliendo por el país para venderlas. En seguida los empresarios empezaron a comprar estos juguetes en grandes cantidades ya comercializarlos a su vez por todo el mundo. De este modo las muñequitas llegaron hasta Astracán y Arcángel, hasta Petersburgo y Cádiz, incluso hasta África y las Indias Occidentales, pues los marineros se llevaban con mucho gusto aquellos hombrecillos de colores para cambiárselos a los negros por piedras preciosas, perlas, bronces y cosas similares. "Qué ronda de juguetes más rara, pensaréis; pronto llegaremos al final y todavía no ha dicho una palabra ni de muñecas ni de soldados." y tendréis razón. Pero a quien os habla le ha dado hoy por las cosas raras y extravagantes, y me temo que seguirá por ahí hasta el final. y ahora os revelará qué es lo que más le sorprendió durante esa ronda, y no porque fuera cosa nueva para él, sino simplemente porque encontró algo de lo que no se había vuelto a acordar durante muchísimo tiempo. Vio entre blandos algodones esos escamosos animales de bañeras, patos, peces, y en medio de todo un barco, también escamoso, con policromas velas metálicas, y también el pequeño imán con el que el niño trata de conducir el barco mientras su madre le lava la cabeza. y encima del conjunto había un revestimiento de celuloide, que hacía que los peces, los barcos y los patos parecieran sepultados en un bloque de hielo. Esto me recordó al más pequeño de los mundos de juguete, inaprensible porque está al otro lado de un cristal. Me recordó a los barcos, crucifijos y minas encerrados dentro de botellas lacradas. ¿Habéis visto alguna vez tales botellas? ¿Os habéis calentado alguna vez los cascos pensando cómo esos objetos pueden haber llegado allí dentro? Yo sí, durante años. Muchos años pasaron hasta que me enteré de cómo se hacía, de cómo se las arreglan los marineros que, después de largos viajes, traen esas cosas a casa. No es cosa de brujas, sino cuestión de paciencia. Tanta paciencia como la que sólo un marinero puede tener, en medio de la soledad de las aguas, sin prisa por llegar a ninguna parte. Todas las piezas de esos barcos o crucifixiones están atadas con hilos, son móviles y están ajustadas de manera que pasan por el cuello de la botella. Cuando por fin están en el interior de ésta, todos los elementos y las articulaciones son estirados por medio de largas agujas y pinzas, hasta que el barco, la cruz o lo que sea adquiera su forma natural. Acto seguido se vierte gota a gota lacre coloreado para imitar las olas o los escollos, y en el cual se enganchan casitas o figuras de colores. Esas botellas recuerdan al pequeño país maravilloso de Vadutz, del que el poeta Clemens Brentano explicaba: "Todas las montañas maravillosas de la historia y del mundo de los cuentos y las fábulas, el Himalaya, el Meru, el Albordi, el Qaf, el Ida, el Olimpo y la montaña de cristal las había situado yo en mi pequeño país de Vadutz." Este Brentano unió en su fantasía todos los juguetes que amaba y los instaló en un país al que llamó Vadutz. De él nos habla en la introducción al más hermoso de sus cuentos: "Gockel, Hinkel y Gackeleia"[6]. Acabada nuestra ronda de juguetes, podéis pensar qué pediréis para vuestro cumpleaños. y lo que yo os pediría a vosotros es que cuando, más adelante, leáis el cuento de Gockel, Hinkel y Gackeleia, os acordéis de nuestro paseo.

LA CASA DE VECINDAD
No hace falta que os explique qué relación tiene con Berlín el tema del que hoyos hablaré. y me temo que tampoco hace falta que os explique lo que es una casa de vecindad. Todos las conocéis. y la mayoría las conocéis también por dentro. Al decir por dentro, no me estoy refiriendo sólo a las viviendas y las habitaciones, sino también a los patios, a los tres, cuatro, cinco, incluso seis patios interiores que tienen las casas de vecindad berlinesas. Berlín es la ciudad que más casas de vecindad tiene en toda la tierra. y cómo, para nuestra desgracia, llegó poco a poco a serio, es lo que hoy voy a intentar explicaros. Aguzad bien el oído, porque lo que ahora vais a oír es difícil que os lo expliquen ni en clase de alemán ni en clase de geografía ni en clase de formación cívica, a pesar de que alguna vez puede ser importante para vosotros, Pues conviene que entendáis los motivos de la gran lucha que el Gran Berlín mantiene contra la casa de vecindad desde el año 1925.
Siempre se dice que los berlineses son muy críticos. Es cierto, qué duda cabe. Son respondones, no se dejan dar gato por liebre, son lúcidos. Pero por lo que respecta a las casas y las viviendas donde habitan, hay que decir que durante siglos han estado pasando por el tubo. Y, si al principio podían echarle las culpas a la autoridad, al rey absoluto que ordenaba: "Aquí se construye así y asao", más adelante, cuando el gobierno de la ciudad quedó en sus propias manos, la cosa no mejoró en lo más mínimo; al contrario, empeoró. y quizá si a veces han dado tantas alas a su ingenio y entendimiento críticos, ha sido sólo porque muy raramente se les ha ocurrido aplicarlos en la práctica.. y lo peor de todo es que, a pesar de que en el resto del país se mira con ojos bastante críticos a los berlineses y, desde hace tiempo, no se considera modélico todo lo que hay en Berlín, las casas de vecindad berlinesas han sido copiadas en toda Alemania.
"Casa de vecindad". Suena tan militar... [7] y no se trata de que simplemente se haya tomado la expresión del léxico militar: en realidad el origen de las casas de vecindad está estrechamente ligado a la milicia. Desde loS Hohenzollern, Berlín ha sido siempre una ciudad de militares, y ha habido épocas en que los sol- dados y sus familias formaban hasta una tercera parte de la población de la ciudad. Mientras el ejército prusiano no fue demasiado grande, los soldados se alojaron con sus familias en las casas de los ciudadanos. Cuando, hace catorce días, os hablé un poco acerca de la urbanización de Berlín durante el reinado de Federico Guillermo I, ya os expliqué que cada ciudadano estaba obligado a alojar a cierto número de soldados según las dimensiones de su vivienda. Esto era así aún bajo Federico Guillermo I. Para los ciudadanos resultaba muy molesto, pero el ejército era aún muy reducido, y se construía tanto que no podía hablarse de escasez de vivienda. Al morir Federico GuillermoI, Berlín contaba con una guarnición de aproximadamente diecinueve mil hombres. Pero en 1786, a la muerte de Federico el Grande, la guarnición ascendía ya a treinta y seis mil hombres. Estas numerosas tropas ya no podían ser alojadas ala antigua usanza, y por este motivo Federico el Grande edificó gran número de cuarteles, hasta ocho en los últimos cuatro años de su reinado. En estos cuarteles no vivían sólo los soldados sino también sus familias. Hoy nos parece gracioso eso de que los soldados hubieran de alojarse en cuarteles con mujeres y niños. Pero la razón de ser de esto no era nada graciosa. Era la terrible crueldad de la disciplina militar prusiana, motivo de que muchos desertaran a la primera ocasión. Si les hubieran permitido irse a casa con sus familias cada noche o algunos días por semana, con seguridad a la mañana siguiente la mitad no se habrían reincorporado. Por eso se les retenía con sus familias en los cuarteles, de donde muy de vez en cuando un permiso les permitía salir. Este remedio a la escasez de vivienda mediante la cuartelización lo impuso más tarde Federico el Grande también a la población civil de Berlín. En lugar de ensanchar la ciudad en sentido horizontal, tal como había hecho su padre, la amplió en sentido vertical, hacia el cielo en vez de sobre el plano. Para ello tomó como modelo a París. Pero esto era injustificado. París era una plaza fuerte, la ciudad no podía extenderse más allá de la zona de los fuertes y los bastiones, y puesto que, como ciudad más grande de Europa, contaba ya entonces con ciento cincuenta mil habitantes, los parisinos no tuvieron más remedio que construir edificios de varias plantas. Berlín, en cambio, estaba bajo Federico el Grande tan poco fortificada como ahora. Así pues, se podría haber dejado que la ciudad se extendiera tranquilamente a lo ancho. Cuando se le mostraron por primera vez al emperador de China imágenes de aquellas casas tan extraordinariamente altas, exclamó despreciativo: "Europa debe ser un país muy pequeño para que los hombres no puedan vivir sobre el suelo y tengan que irse a vivir por los aires." Para la salud de los berlineses habría sido mucho mejor, desde luego, seguir con el antiguo estilo de construcción, en vez de encerrar, como sucedió, la mayor cantidad posible de personas en casas lo más altas posibles. Pero aún más penosas que los perjuicios causados a la salud fue- ron las consecuencias económicas de este estilo de construcción. A partir de Federico el Grande, ya nadie se preocupó de urbanizar los terrenos baratos situados en los límites de la ciudad, sino que se siguió construyendo sobre los antiguos solares ya edificados, alzando en ellos casas altas, casas de vecindad, en vez de las antiguas casas unifamiliares de uno o dos pisos. Como estas casas de vecindad, debido a los muchos inquilinos que las habitaban, reportaban al propietario beneficios muy superiores a los que proporcionaban las antiguas casas pequeñas, el terreno sobre el cual se alzaban fue haciéndose cada vez más caro. Esto repercutió, naturalmente, muy pronto sobre los precios de los terrenos por edificar, que aún abundaban en la ciudad. Cuando se vendía uno de esos solares, los propietarios exigían unos precios que los compradores sólo podían pagar si, siguiendo el modelo de las casas de vecindad, amontonaban un buen número de viviendas en poco espacio, a fin de amortizar mediante los alquileres los altos precios del suelo.
A través de una descripción de Berlín datada en el año de la muerte de Federico el Grande podemos hacernos una idea de lo mal que estaban las cosas ya entonces. En aquella época, sin embargo, era difícil, salvo en casos raros, adivinar las consecuencias y el carácter nocivo de este estilo de construcción, y así no es de extrañar que el hombre a quien debemos esta descripción, el escritor Nicolai, berlinés de nacimiento, esté bien orgulloso de que casi la mitad de las casas tengan pabellones laterales e interiores, habitados, en algunas zonas de la ciudad, casi por más inquilinos que los que dan a la calle. Nos habla de casas en las que viven hasta dieciséis familias, y de que muy pocas ciudades habrá que reúnan ciento cuarenta y cinco mil habitantes en apenas seis mil quinientas casas, lo que hace un promedio de veintidós inquilinos por casa. ¡Qué ingenuo nos parece esto hoy, cuando tenemos en Berlín casas habitadas por más de quinientas personas! Ciento veinte años después del informe de Nicolai, había una casa en la Ackerstrasse en la que se contaban más de mil personas. Está en la finca número 132. Podéis ir a mirarla. Cuando desde fuera se echa un vistazo al pasillo alrededor del cual se alinean los patios, parece que se esté mirando el interior de un túnel. Cuando Nicolai hizo su descripción de Berlín, la industrialización de la ciudad estaba todavía en mantillas. El verdadero desastre no se produjo hasta mucho más tarde, cuando todos los intentos del barón von Stein de favorecer a los berlineses mediante la ordenación municipal prusiana acabaron fracasando y se llevó acabo, en 1858, el terrible plan de urbanización que significó el triunfo de la casa de vecindad. Para entender el Berlín de nuestros días hay que examinar ese plan. Según él, la casa de vecindad había de tener, por término medio, tres patios. Cada uno de esos patios había de tener unas dimensiones -suena increíble, pero es la pura verdad- de algo más de cinco metros cuadrados. Así, una casa de vecindad de veinte metros de fachada llegaba a tener cincuenta y seis de fondo. Si una de esas casas tenía las habituales siete plantas, podían embutirse en ella hasta seiscientas cincuenta personas. No puede uno menos de maravillarse de que unas ordenanzas tan mal hechas y perjudiciales fueran posibles. Y, realmente, los motivos que las inspiraron eran tan intrincados y malsanos como las casas que nacieron de ellos. El punto de partida era muy inofensivo. Había que tomarse en serio de una vez por todas la elaboración de un gran plan de urbanización que contemplara toda la ciudad en una perspectiva de muchas décadas. El plan se confeccionó en la Jefatura Superior de Policía. En seguida se advirtió que muchas de las calles proyectadas atravesaban terrenos que estaban en manos de propietarios privados. El Estado, que era el promotor del plan de urbanización, habría tenido que compensar a esos propietarios. Esto habría costado enormes sumas de dinero, tanto más cuanto que por aquel entonces no existía aún una ley que previera la expropiación de terrenos de interés público previo pago de una indemnización. Así pues, si el Estado pretendía trazar sus calles sin tener que hacer grandes gastos, tenía que intentar granjearse el favor de los terratenientes. Entonces unos cuantos funcionarios se dijeron con picardía: lo que hay que hacer es permitir ala gente que edifique en sus solares de manera que pueda ganar mucho más dinero- con los alquileres, que el que nos sacarían a nosotros vendiéndonos los terrenillos que necesitamos para trazar las calles. En esta astuta idea estaba el germen del peor de los desastres. Pero no habría de bastar con eso. El plan no se llevó a cabo tal como había sido concebido. En realidad sólo contemplaba las grandes arterias y debía complementarse con un gran número de calles secundarias que habrían dado paso al aire ya la luz. Pero luego se lo volvieron a pensar y decidieron ahorrarse el dinero destinado a las nuevas calles; en fin, el caso es que enormes solares, atravesados por unas pocas calles, acabaron cubiertos de gigantescas casas de vecindad. Lo peor vino al cabo de veinte años, cuando, tras la victoria" sobre Francia en 1871, dio inicio la llamada "época fundacional", durante la cual todo el mundo en Alemania perdió la cabeza y se puso a especular sin ton ni son. Por aquel entonces las autoridades berlinesas fueron presas de un delirio de grandeza. Se elaboró un monstruoso plan de urbanización que había de ser válido durante siglos y que abarcaba un territorio que, en el transcurso de los años, habría podido albergar a no menos de veintiún millones de habitantes. La salvaje fiebre especulatoria que conmovió a Berlín en la época fundacional y que, como es sabido, tocó a su fin con el famoso "crack" de 1873, fue en buena parte consecuencia de esos desmesurados planes de ampliación. De la noche al día, terrenos agrícolas aún sembrados de trigo o patatas se convertían en solares edificables, y en pocos meses las tierras arenosas de la Marca de Brandenburgo se habían transformado para sus propietarios en poco menos que terrenos auríferos ala californiana. Campesinos que en muchos casos habían nacido aún en el estado servil se vieron convertidos, a principios de la década de los setenta, en hombres ricos, ya veces en millonarios, sin el menor esfuerzo ni mérito alguno. Por eso en la época fundacional se acuñó la expresión "millonario rural". Por todas partes se fundaban sociedades y se compraban y acaparaban terrenos, pero casi nunca se edificaba. Para la gente de aquel tiempo nada era lo bastante caro y bueno. Allá donde se edificaba, sólo había dos preocupaciones: la primera, amontonar bajo un mismo techo la mayor cantidad posible de habitáculos, y la segunda, dotar a la construcción de la mayor suntuosidad externa. Sobre todo en las zonas residenciales de la periferia se trazaban de una punta a la otra del vecindario esplendorosas avenidas que simplemente iban a dar a un arenal o a una calle secundaria. También se estilaba que los chalets allí construidos no fueran más que casas de vecindad enmascaradas, con viviendas en el sótano, estrechas alcobas y raquíticos espacios habitables. En cambio, las salas de estar eran espaciosas y ostentosas y daban a la calle, sin importar para nada el hecho de que a lo mejor la calle miraba hacia el Norte y de este modo jamás entraba un rayo de sol en las habitaciones. Hasta la guerra mundial, el egoísmo, la estrechez de miras y la arrogancia de los que nació, como habéis visto, la casa de vecindad, estuvieron a la orden del día casi en todo Berlín. Sin embargo, todos sabréis, por poco que os hayáis paseado por la periferia de Berlín, que desde entonces las cosas han cambiado mucho. y no sólo en los elegantes barrios residenciales del Oeste, como Dahlem o Lichterfelde, sino también en Frohnau, junto al ferrocarril de Stettin, o en Rüdershof, o, más cerca de Berlín, en Britz 0 Tempelhof. Tempelhof es un ejemplo especialmente modélico de cómo ha mejorado Berlín desde la Revolución. Sólo tenéis que comparar las casas que se construyeron allí de 1912 a 1914 sobre el antiguo campo de maniobras con las que hoy se alzan en la ciudad-jardín situada en los campos de Tempelhof, cada una con su trocito de verde. Quizá quien contemple el terreno en fotografías tomadas a vista de pájaro pueda darse más cuenta de esto, que quien lo mire de cerca. Es así como mejor se aprecia el aspecto encarnizado, duro, siniestro y marcial que ofrecen las casas de vecindad frente a las casas de la ciudad- jardín, tan pacíficas y armónicamente unidas. Y se entiende por qué Adolf Behne, que tanto ha hecho por este nuevo Berlín, ha calificado a la casa de vecindad de último castillo feudal. Pues, como él dice, ha surgido de la lucha egoísta y brutal que los terratenientes particulares han mantenido por el suelo, que en esta lucha quedó desmenuzado y desmembrado. Y, justamente por ello, tiene la forma de una fortaleza belicosa y guerrera en sus patios rodeados de muros. Cada propietario se aísla, hostil. de los otros. Y tan aislados como esos propietarios habitan los inquilinos en los centenares de pisos que forman esos bloques.
Pedid que os enseñen el número de abril de "Uhu"[8]. En él veréis reproducido un tipo absolutamente nuevo de rascacielos americano. Es una especie de largo bloque de viviendas que, colocado sobre uno de sus extremos, se alza verticalmente hacia el cielo, y, apoyado sobre su lado más ancho, se extiende como una única y larga hilera de casas. Pienso para mis adentros que esto debe de ser una inocentada del "Uhu". Pero esta broma nos deja ver claramente cómo ha sido superada la casa de vecindad: a través del abandono de la construcción en piedra, de esa solemne y monumental arquitectura que persiste inamovible e invariable durante siglos. En lugar de la piedra tenemos ahora esos delgados armazones de hormigón y acero, en lugar de las macizas e impenetrables paredes surgen enormes superficies de cristal, en lugar de las cuatro paredes idénticas surgen escaleras, plataformas, azoteas ajardinadas. Las personas, cada vez más numerosas, que habitarán en tales casas, serán transformadas progresivamente por ellas. Serán más libres, menos temerosas, pero también menos belicosas. Podrán entusiasmarse por la futura imagen de una ciudad por lo menos de la misma manera que hoy en día las gentes se entusiasman por los dirigibles, los automóviles o los transatlánticos. Y estarán entonces agradecidos a aquellos que emprendieron la guerra de liberación contra la antigua ciudad cuartelera y siniestra. Uno de los más importantes luchadores de esta clase que tiene Berlín es Wemer Hegemann, quien en interés del nuevo Berlín ha escrito la historia de lo que hoy os he relatado, titulada "El Berlín de piedra", y en la que vosotros y yo hemos aprendido cosas que ya no olvidaremos acerca de la casa de vecindad.



LOS PROCESOS DE BRUJERIA
La primera vez que oísteis hablar de brujas fue en el cuento de Hansel y Gretel. ¿Qué os imaginasteis? Una malvada y peligrosa mujer que vive solitaria en el bosque y en cuyas manos es mejor no caer. Seguramente no os habréis calentado los cascos preguntándoos cómo se lleva la bruja con el diablo o con Dios, o de dónde sale, qué hace y qué no hace. y durante siglos los hombres han pensado lo mismo que vosotros respecto a las brujas. La mayoría creía en las brujas de la misma manera que los niños pequeños se creen los cuentos. Pero igual que los niños, por pequeños que sean, no viven con arreglo a lo que cuentan las fábulas, los hombres tampoco han asumido, en todos esos siglos, la creencia en las brujas en su vida diaria. Se han contentado con protegerse de ellas mediante sencillos símbolos, con una herradura sobre la puerta, una estampa religiosa o, a lo sumo, con un conjuro colgado sobre el pecho, bajo la camisa. Así era en la antigüedad; cuando llegó el cristianismo, la cosa no cambió mucho, por lo menos no cambió para mal. Pues el cristianismo salió al paso de la creencia en el poder del Mal. Cristo había derrotado al diablo y lo había enviado a los infiernos, y sus seguidores no tenían nada que temer de los poderes maléficos. Esa era, al menos, la primitiva fe cristiana; en aquella época se conocían también, sin duda, mujeres de mala reputación, pero eran ante todo sacerdotisas y diosas paganas, y nadie creía demasiado en sus poderes mágicos. Más bien inspiraban compasión, porque el diablo las había engañado hasta el punto de hacerlas creerse dotadas de poderes sobrenaturales. Nadie os podrá explicar con absoluta claridad la manera en que esta situación cambió del todo, inadvertidamente, en unas pocas décadas, aproximadamente por el año 1300 después de Cristo. Pero los hechos no admiten dudas: tras muchos siglos en los cuales la creencia en brujas había persistido como una superstición más, sin causar ni menos ni más daños que las otras, de repente, a mediados del siglo XIV se empezó a ver por doquier brujas y brujerías y a desatar en seguida, casi en todas partes, persecuciones contra ellas. De la noche a la mañana surgió una auténtica ciencia de la brujería. De improviso, todo el mundo afirmaba saber con exactitud qué hacían en sus asambleas, de qué poderes mágicos disponían y contra quién pretendían utilizarlos. Como os he dicho, quizá nunca podrá saberse con precisión cómo se llegó a ese punto. Tanto más sorprendente es, a cambio, lo poco que sabemos acerca de los orígenes de este fenómeno.
Todos entendemos la superstición como una cosa que está extendida y arraigada sobre todo entre las gentes sencillas. Pues bien, la historia de la creencia en las brujas abunda en ejemplos que nos muestran que esto no siempre fue así. Precisamente el siglo XIV, en el cual estas creencias mostraron su vertiente más rígida y peligrosa, fue una época de gran progreso para las ciencias. Habían dado comienzo las cruzadas, y con ellas habían llegado a Europa las más novedosas doctrinas cien- tíficas, especialmente en el campo de las ciencias naturales, en las que Arabia, por aquel entonces, aventajaba en gran medida a las demás naciones. Y, por increíble que parezca, estas nuevas ciencias naturales fomentaron poderosamente la creencia en las brujas. Sucedió del siguiente modo: en la Edad Media, las ciencias naturales puramente especulativas o descriptivas, que actual- mente llamamos teóricas, no estaban aún separadas de las ciencias aplicadas, como por ejemplo la técnica. Por su parte, estas ciencias naturales aplicadas y la magia eran en aquel tiempo una misma cosa, o, por lo menos, estaban estrechamente emparentadas. Al fin y al cabo, muy poco era lo que se sabía acerca de la naturaleza. La investigación y el aprovechamiento de sus fuerzas ocultas eran considerados hechicería. Con todo, esa hechicería estaba permitida siempre que no tuviera fines perversos, y para diferenciarla de la nigromancia se la denominaba simplemente blanca: la magia blanca. Así pues, todo lo que por aquel entonces se descubría acerca de la naturaleza redundaba directa o indirectamente en un reforzamiento de la creencia en la magia, o de la creencia en la influencia de las estrellas, en el arte de hacer oro y cosas por el estilo. y con el interés por la magia blanca aumentaba también el interés por la magia negra.
No obstante, las ciencias naturales no eran las únicas que contribuían a fomentar aquellas terribles creencias. De la creencia en la magia negra y de su estudio se siguieron para los filósofos de la época -que por aquel entonces eran exclusivamente clérigos- una larga serie de cuestiones que hoy en día no podemos entender fácilmente y ante las cuales, cuando finalmente las comprendemos, se nos ponen los pelos de punta. Ante todo se quería, por ejemplo, aclarar de una vez por todas en qué consistía la diferencia entre la magia que practicaban las brujas y la propia de otras malas artes hechiceras. Que todos los nigromantes, sin excepción, eran herejes -es decir, no creían en Dios o no lo hacían de la manera correcta- era algo que estaba claro para todos desde hacía mucho tiempo; los papas habían aleccionado en este sentido. Pero se quería averiguar qué era lo que distinguía a las brujas y los hechiceros del resto de nigromantes. A tal fin, los sabios se entregaron a disquisiciones que, más que temibles, habrían resultado disparatadas y curiosas de no ser porque, pasados cien años, cuando los procesos de brujas alcanzaron su apogeo, aparecieron dos hombres que se tomaron muy en serio todas estas quimeras, las compilaron, las cotejaron, extrajeron de ellas una serie de consecuencias y las utilizaron como fundamento de un método para identificar con pelos y señales a aquellos que habrían de ser acusados de brujería. De esto salió un libro llamado "Malleus maleficarum" o "Martillo de brujas"; pocas cosas impresas habrán traído a la humanidad tanto infortunio como esos tres grandes volúmenes. ¿En qué consistía, según esos sabios, la singularidad de las brujas? Ante todo en el hecho de que habían pactado una alianza formal con el demonio. Habían abjurado de Dios y habían prometido al demonio cumplir siempre su voluntad. A su vez, el demonio les había prometido darles todo lo que deseasen ( en la vida terrenal, claro) ; pero, como era un embustero, casi nunca había mantenido su palabra ni lo haría en el futuro. A partir de ahí, hablaban y no acababan de todo aquello que obraban las brujas gracias al poder demoníaco, y de qué medios se servían para sus fines, y qué ritos estaban obligadas a cumplir. Algunos de vosotros habréis visto el lugar donde bailaban las brujas cerca de Thale, con el salón de la noche de Walpurgis; otros habréis tenido en las manos un volumen de leyendas del Harz, y ya sabréis mucho de estas cosas; así que no voy a hablaros del Blocksberg, la montaña donde cada primero de mayo habían de reunirse las brujas, ni de sus cabalgadas a lomo de la escoba con la que salen volando por la chimenea, sino de unas cuantas cosas aún más raras, que quizá no hayáis leído nunca en vuestros libros de leyendas. Cosas curiosas para nosotros, claro. Pues hace trescientos años no había para la gente nada más natural que creer que una bruja podía hacer caer una granizada sobre los trigales con sólo salir al campo y alzar una mano hacia el cielo, o embrujar a las vacas con una sola mirada, de manera que de las ubres saliera sangre en vez de leche, o, practicando un corte en un sauce, hacer que de la corteza manara leche o vino, o transformarse a sí misma en un gato, un lobo o un cuervo. Cuando alguien se hallaba bajo la sospecha de brujería, ya no había nada, hiciese lo que hiciese esa persona, que no contribuyese a fomentar tal sospecha; ni en su casa ni en sus campos, ni en sus palabras ni en sus hechos, ni en su comportamiento durante la misa o durante el juego, no había nada que gentes malintencionadas, mentecatas o dementes no pudieran relacionar con la brujería. y aun hoy, palabras como mantequilla de bruja (nombre que se da alas huevas de rana), anillo de las brujas (que se aplica a los círculos que a veces forman las setas), liquen de bruja, harina de bruja, etc., dan testimonio de la asociación de las cosas más sencillas de la naturaleza con estas creencias. Si queréis leer un breve compendio, en cierta medida una especie de guía a través del mundo de las brujas, tenéis que pedir que os dejen la obra teatral "Macbeth" de Shakespeare. Veréis también allí cómo las gentes se imaginaban al diablo bajo la figura de un amo severo a quien cada bruja había de rendir cuentas de las malas acciones o incluso crímenes que había cometido en su honor. En aquella época cualquier hombre sencillo sabía acerca de las brujas tanto como se lee en "Macbeth". Los filósofos, por supuesto, sabían mucho más. Podían aducir pruebas de la existencia de las brujas, tan faltas de lógica que hoy en día no se tolerarían en una redacción escolar de un alumno de primero de bachillerato. En el año 1660, uno de esos filósofos escribió: "Aquel que niega la existencia de las brujas, niega también la existencia de los espíritus, pues las brujas son espíritus. Ahora bien, aquel que niega la existencia de los espíritus, niega también la existencia de Dios, pues Dios es un espíritu. Así pues, quien niega a las brujas, niega también a Dios."
El disparate y el absurdo ya son bastante malos por sí mismos; pero cuando se los quiere aplicar con rigor y consecuencia resultan realmente peligrosos. Así sucedió con la creencia en las brujas, y por ello la intransigencia de los sabios fue causa de males mucho mayores que la superstición. De los científicos y de los filósofos ya hemos hablado. y ahora les toca a los peores: los juristas. y con ello llegamos a los procesos de brujería, que fueron la plaga más terrible de la época, al margen de la peste. En efecto, estos procesos se propagaron como una plaga, pasaron de un país a otro, alcanzaron su apogeo para menguar después temporalmente, no se detenían ni ante los niños ni ante los ancianos, ni ante los ricos ni ante los pobres, ni ante los juristas ni ante los alcaldes, no respetaban a los médicos ni a los alcaldes o los canónigos; toda clase de ministros de la iglesia hubieron de subir a la hoguera junto a los encantadores de serpientes o los cómicos de feria, por no hablar del número infinitamente mayor de mujeres de todas las edades y condiciones. Actualmente ya no es posible verificar en cifras la cantidad de personas que murieron en Europa acusadas de ser brujas o hechiceros; pero es seguro que fueron por lo menos cien mil, o quizá varias veces esta cifra. Ya he mencionado aquel libro atroz llamado "Malleus maleficarum", que apareció en el año 1487 y fue reimpreso muchísimas veces. Estaba escrito en latín; era un manual para inquisidores. Se llamaba inquisidores (literalmente, los que preguntan) a unos monjes dotados, por el Papa, en persona, de plenos poderes para combatir la herejía. Y como las brujas eran consideradas herejes, los inquisidores habían de ocuparse de ellas. Pero lo cierto es que no todo el mundo se resignó, sin celos, a dejar esa horrible tarea en manos de los inquisidores; antes bien, hubo muchas otras jurisdicciones que se desvivían por poder dedicarse a la lucha contra las brujas. Se trataba de la jurisdicción ordinaria de la Iglesia y de la justicia ordinaria civil. De estas dos, la peor fue la segunda, pues el antiguo derecho canónico no contemplaba la figura de la quema de brujas, y por eso durante mucho tiempo las únicas penas aplicadas a las brujas fueron la excomunión y la prisión. Hasta que en 1532 Carlos V instituyó su nuevo código penal, la llama- da "Carolina" o "Código de enjuiciamiento criminal", que prescribía la muerte en la hoguera como castigo a la brujería. De todos modos, aún existía una reserva: para condenar a alguien por ese delito, hacía falta probar que había causado daños rea- les. Esta legislación, sin embargo, resultaba demasiado suave para muchos juristas y soberanos, y muchos prefirieron guiarse por el derecho territorial sajón, según el cual cualquier hechicero y cualquier bruja podían ser quemados aunque no se pudiera probar que hubieran causado daño alguno. Estas múltiples jurisdicciones dieron lugar a una confusión tan tremenda que palabras como orden y derecho dejaron de tener sentido. A esto se añadía el hecho de que la gente se imaginaba a las brujas como posesas en las que habitaba el demonio, y por la tanto se creía estar luchando cara a cara con el Maligno, la cual justificaba el empleo de todos los métodos. Nada podía haber tan terrible e insensato que los juristas de la época no se atrevieran a colgar- le algún latinajo. y así, se calificó a la brujería de crimen exceptum, es decir, un crimen fuera de lo común, la que significaba que el acusado apenas estaba en condiciones de defenderse. Por ejemplo, ya desde el principio se le trataba como culpable. Si tenía un defensor, éste no podía tampoco hacer gran cosa, pues se consideraba que quien defendiera con excesivo celo a los acusados de brujería se hacía, a su vez, sospechoso del mismo delito. Los juristas contemplaban los asuntos de brujería como una materia especial que sólo ellos, como profesionales, estaban capa- citados para juzgar. y el más peligroso de sus principios era aquel según el cual en el delito de brujería bastaba con la confesión del reo, aun cuando no se pudieran aducir otras pruebas. Cualquiera que sepa que en los procesos de brujería la tortura estaba a la orden del día, ya se hará cargo del valor real que podían tener tales confesiones. Realmente, una de las cosas más asombrosas que hallamos en la historia es el hecho de que hubieran de pasar doscientos años antes de que los juristas llegaran a la conclusión de que las confesiones arrancadas mediante tortura no pueden ser consideradas válidas. Quizá si les costó tanto llegar atan sencillas conclusiones fue debido al tropel de increíbles y escalofriantes sutilezas que atiborraba sus libros. Incluso creían haber desenmascarado al diablo. Por ejemplo, cuando una acusada se obstinaba en callar -porque sabía que cualquier palabra, aun la más inocente, no haría sino agravar todavía más su desgraciada situación los juristas veían en ello los efectos de la "mordaza diabólica", lo cual significaba que el Maligno había embrujado a la inculpada impidiéndole hablar. Igual de eficaces resultaban las llamadas pruebas de brujería, con las cuales se pretendía a veces acortar el sumario. Existía, por ejemplo, la prueba de las lágrimas. Si alguien, durante la tortura, no lloraba de dolor, se consideraba probado que el diablo le socorría en el trance; y de nuevo hubieron de pasar doscientos años hasta que los médicos hicieron, u osaron decir en voz alta, la sencilla observación de que el hombre, bajo el efecto de dolores muy fuertes, no llora.
La lucha contra los procesos de brujería ha sido una de las mayores luchas de liberación de la humanidad. Comenzó en el siglo XVII y su triunfo se hizo esperar cien años, en algunos países más. Como suele suceder con estas cosas, no nació de una idea, sino de la necesidad. Como bajo la tortura todo el mundo acusaba a su vecino, algunos soberanos vieron sus países devastados en pocos años. Un proceso podía traer consigo cien más, que tardaban años y años en cerrarse. Así, ciertos soberanos empezaron simplemente a prohibir tales procesos. y entonces los hombres fueron poco a poco osando reflexionar. Los clérigos y los filósofos descubrieron que la creencia en brujas no había existido en absoluto en los primeros tiempos de la Iglesia, y que Dios no podía haber dotado al diablo de un poder tan grande sobre los hombres. Los juristas llegaron a comprender que ya no podían seguir considerándose válidas las calumnias y las confesiones arrancadas mediante la tortura. Los médicos tomaron la palabra para explicar que había enfermedades a consecuencia de las cuales una persona podía creerse un hechicero o una bruja sin serio en absoluto. y finalmente el sano entendimiento humano se hizo notar y señaló las innumerables contradicciones existentes en las actas de cada uno de los procesos de brujería y en la propia creencia en las brujas. De todos los libros que en aquel tiempo se escribieron contra los procesos, sólo uno llegó a ser famoso. Es el del jesuita Friedrich von Spee. Este hombre había sido en su juventud confesor de las brujas condenadas a muerte. Cuando un día un amigo le preguntó por qué el cabello se le había encanecido tan pronto, le contestó: "Por los muchos inocentes que he tenido que acompañar a la hoguera." Su libro "Advertencia sobre los procesos de brujería" nada tiene de subversivo. Friedrich von Spee creía incluso en la existencia de las brujas. Pero en lo que no creía en absoluto era en las horribles y alambicadas disquisiciones eruditas gracias a las cuales durante siglos se pudo tachar arbitrariamente a cualquier persona de bruja o hechicero. A la escalofriante jerigonza, mezcla de latín y alemán, de decenas de miles de actas supo oponer una obra en la que la cólera y la emoción irrumpen por doquier. y con esta obra y su resonancia demostró hasta qué punto es necesario dar siempre a la humanidad la primacía ante la erudición y la agudeza intelectual.


LAS CUADRILLAS DE BANDOLEROS EN LA ALEMANIA DE ANTAÑO
Aun cuando los bandoleros no aventajasen en nada al resto de los criminales, no por eso dejarían de ser los más distinguidos de todos, pues son los únicos que tienen historia. La historia de las cuadrillas de bandoleros es una parte de la historia de la civilización de Alemania, e incluso de toda Europa. Pero no se trata sólo de que tengan una historia, sino que -al menos durante largo tiempo- también poseyeron el orgullo y la conciencia de formar una casta diferenciada cuyo origen se remontaba a antiquísimas tradiciones. No se puede hacer la historia de los ladrones o los estafadores o los asesinos, pues siempre se ha tratado de casos aislados; como mucho, en alguna familia el oficio de ladrón puede haber pasado de padres a hijos. Pero con los bandoleros sucede algo muy distinto. No sólo ha habido grandes familias de bandoleros que se han extendido a lo largo de generaciones ya lo ancho del país, emparentándose entre sí como las casas reales; no sólo ha habido bandas que, contando a menudo más de un centenar de miembros, se han mantenido unidas hasta cincuenta años, sino que, por encima de todo, entre los bandoleros ha habido antiguos usos y costumbres, una lengua común, el rotwelsch[9], y una concepción particular del honor y de la propia casta que han ido pasando de generación
en generación a lo largo de los siglos. Hoy tengo pensado contaros algo acerca de todo esto, de la manera de pensar, las costumbres, las convicciones de los bandoleros. Pues es imposible hacerse una idea exacta de las cuadrillas de bandoleros si se limita uno a yuxtaponer las historias espeluznantes de Schinderhannes, o de Lipps Tullian, de Oemian Hessel o como quiera que se llamen. Al contrario, lo que voy a contaros es cómo nacieron esas cuadrillas, por qué leyes internas se regían, cómo fue la lucha que mantuvieron contra el emperador, los príncipes y los burgueses y después contra la policía y la justicia. Sin embargo, habré de pasar por alto hoy uno de los secretos más hermosos y más importantes de los bandoleros, sobre el cual hablaremos más adelante. Se trata de la lengua de los bandoleros y de la escritura secreta mediante la que se transmitían diversos mensajes. Esta lengua, el rotwelsch, revela por sí misma bastantes cosas sobre el origen de los bandoleros. Pues en el rotwelsch hay, junto a palabras alemanas, una gran cantidad de hebreas. Esto indica la estrecha relación que ya de antiguo tuvieron los bandoleros con los judíos. Más tarde, en los siglos XVI y XVII, hubo , bastantes temibles capitanes que eran judíos. En los primeros tiempos su relación con las bandas debió ser más bien en función de cómplices que compraban a los bandoleros las mercancías robadas. Puesto que en la Edad Media a los judíos les estaba prohibido ejercer cualquier profesión honrada, nada tiene de extraño que llegaran a eso. Junto a los judíos, el papel más destacado en el nacimiento de las cuadrillas de bandoleros lo jugaron los gitanos. Los maleantes aprendieron de ellos la astucia y la destreza que les caracteriza, además de un sinnúmero de desvergonzadas y temerarias fechorías; de ellos aprendieron a hacer del delito una manera de ganarse la vida, y por último adoptaron en el rotwelsch una cantidad de sus expresiones características. De ambos, judíos y gitanos, tomaron también los maleantes y los bandoleros una gran porción de rudas supersticiones, así como centenares de remedios y recetas de magia negra.
En la Alta Edad Media la actividad principal de las grandes cuadrillas de bandoleros era el asalto. Debido a la impotencia de los soberanos, que se veían incapaces de garantizar la seguridad de los caminos dentro de sus territorios, la actividad de los salteadores de caminos se convirtió, en determinadas circunstancias, en un oficio en toda regla, como vemos también en el caso de los caballeros salteadores, con los que a menudo las grandes
caravanas de comerciantes habían de negociar a fin de asegurarse, previo pago de un determinado peaje, la libre circulación a través de las comarcas que aquellos asolaban. Así, nada tiene de extraño que las cuadrillas de bandoleros adoptaran ya desde sus inicios una especie de principios caballerescos o guerreros. Os voy a leer un auténtico juramento de bandoleros del siglo XVII, que dice lo siguiente:
"Primero: Juro por la cabeza y el alma de nuestro capitán que prestaré obediencia a todas sus órdenes;
Segundo: que seré fiel a mis camaradas en todos sus proyectos y empresas;
Tercero: que acudiré siempre a las reuniones que el capitán convoque aquí o en otros lugares, a menos que él mismo decida lo contrario.
Cuarto: que estaré siempre dispuesto a acudir a todos los requerimientos y llamadas, a todas horas, día y noche; Quinto: que nunca abandonaré a mis camaradas en el peligro, y seguiré a su lado hasta la última gota de sangre;
Sexto: que nunca emprenderé la huida ante un número igual de enemigos, sino que pelearé valientemente y daré mi vida si es necesario;
Séptimo: que en caso de prisión, enfermedad o cualquier otra desgracia nos brindaremos los unos a los otros auxilio y protección;
Octavo: que nunca dejaré en manos del enemigo a ningún camarada herido o muerto si puedo sacarlo de tal trance;
Noveno: que Si he de caer prisionero no confesare nada, y mucho menos revelaré la situación o el campamento de mis camaradas, aunque me cueste la vida. y si rompo este juramento, caigan sobre mí los peores males y los más crueles castigos en este mundo y en el otro."
Semejantes juramentos caballerescos están en consonancia con el hecho de que, según sabemos, otras bandas poseían una jurisdicción propia, el llamado plattenrecht,. en Viena, hoy en día, todavía se llama a los maleantes plattenbrüder[10]. Se sabe que algunas bandas poseían incluso todo un orden jerárquico. Había en ellas consejeros áulicos, altos funcionarios, consejeros de gobierno; los capitanes concedían incluso títulos de nobleza. En la célebre banda de los Países Bajos, los cabecillas llevaban en las manos durante los asaltos una palanca como distintivo de su rango. Si los miembros de una misma banda estaban estrechamente unidos entre sí, no sucedía lo propio entre las diversas bandas, que a veces podían jugarse muy malas pasadas. Uno de los casos más curiosos es la jugada que los bandoleros Fetzer y Simon le hicieron a Langleisen y sus compañeros porque éste no quiso dejarles tomar parte en un robo planeado aun banquero de Westfalia. A fin de vengarse, Fetzer y Simon, con sus compañeros, emprendieron una retahíla de audaces robos por toda la región, poniendo así de inmediato a la población sobre aviso, lo que hizo imposible llevar a cabo el planeado asalto al banquero. El delito más grave que un bandolero podía cometer era la traición. A menudo el poder de los capitanes era tan grande que los camaradas que habían alzado alguna acusación contra ellos se retractaban en cuanto los tenían delante. "En mis interrogatorios, cuenta un famoso policía, he tenido ocasión de comprobar con la mayor de las sorpresas la increíble violencia que la simple aparición, el simple respiro de un bandolero es capaz de ejercer sobre alguno de sus camaradas dispuesto a confesar." A pesar de todo, siempre ha habido, por supuesto, bandoleros que han vendido a sus compañeros para ganarse el perdón. El más singular ofrecimiento de esta clase procede de un famoso bandolero, Hans el bohemio, que prometió a cambio de su liberación escribir un libro sobre el mundo del hampa, que en el futuro habría de servir para evitar todos los engaños. No se accedió a esa amable propuesta. Por aquel entonces ya existían bastantes libros en esa línea. El más famoso fue el "Liber vagatorum", que apareció por primera vez en 1509 y para el cual Lutero escribió un prólogo del cual os voy a leer un fragmento:
"Este librillo sobre las picardías de los mendigos lo escribió uno que no quiso dar a conocer su nombre y se llamó a sí mismo simplemente un conocedor de las artes del engaño. Y el mismo librillo ya lo demuestra, sin necesidad de que él lo diga. Muy bien me parece que semejante libro se haya imprimido, es más, que haya cogido fama por doquier, para que vean todos el poder que el demonio tiene en este mundo, y para que la gente abra los ojos y se ponga en guardia de una vez por todas. El rotwelsch , que aparece en el libro proviene de los judíos, pues hay en él
muchas palabras hebreas. Aquellos que conozcan el hebreo no dejarán de notarlo." Lutero prosigue explicando otra de las enseñanzas que hay que extraer del libro: a saber, que más vale combatir la mendicidad dando limosna y mostrándose compasivos que dejar que los mendigos nos arrebaten con sus picardías cinco o diez veces más dinero que el que les daríamos voluntariamente. Desde luego, los mendigos de los que constantemente habla el libro no eran mendigos auténticos tal como nos los imaginamos hoy en día. Antes bien, se trataba de individuos muy peligrosos que se abalanzaban en hordas sobre las ciudades, como nubes de langostas, y cuyas enfermedades y achaques solían ser fingidos. Por algo las ciudades de la Edad Media disponían de los llamados alcaides de mendigos, cuyo único cometido era vigilar la constante afluencia de mendigos vagabundos e intentar conducirlos de manera que causaran los menores perjuicios posibles a la ciudad. Había muchos menos mendigos sedentarios que vagabundos, venidos de otras comarcas, ya menudo era tan difícil distinguirlos de los bandoleros como a éstos de muchos comerciantes. Pues también entre los vendedores ambulantes había muchos que sólo llevaban su género para aparentar, a fin de que la gente no adivinase la auténtica naturaleza de sus actividades, es decir, el robo. El mundo del hampa, ya lo hemos comentado, ha ido cambiando con el transcurso de los tiempos. La astuta simulación de enfermedades, cosa muy corriente en la Edad Media, fue desapareciendo con el tiempo, al debilitarse la influencia de la Iglesia y hacerse con ello menos frecuente la limosna. Hoy en día no podemos hacernos una idea auténtica del sinnúmero de artimañas con las que en aquellos tiempos algunos sacaban provecho de la compasión de sus semejantes. Esos falsos achaques tenían además la ventaja de conferir a los más peligrosos ladrones y asesinos una apariencia de indefensión. Había gente que concurría a las Iglesias durante la misa, y cuando el sacerdote daba la bendición, se metían un pedazo de jabón en la boca y formaban espuma, y para que todo el mundo se acabase de creer que eran víctimas de convulsiones, se tiraban al suelo ante los ojos de todos los presentes. Así podían estar seguros de recibir limosnas de los piadosos. Los escalones de delante de los templos estaban llenos a rebosar de semejante gentuza; había hombres que enseñaban los brazos, en los que con gran destreza pictórica habían simulado señales de cadenas; contaban a la gente que en el curso de una cruzada habían caído en manos de los infieles y habían languidecido durante años como forzados en una galera; otros se hacían tonsurar y explicaban luego a la gente que eran religiosos en peregrinación a quienes los bandoleros habían robado todos sus bienes. Aún había otros que iban haciendo sonar cascabeles, como hacían los leprosos, para que la gente no se les acercara y les dejase las limosnas a una cierta distancia. Para hacerse una idea aproximada de lo que eran esas peligrosas muchedumbres, lo mejor es pensar en el apartado lugar en que en aquella época solía reunirse esa gentuza en París. Era un patio abandonado y vacío que en boca del pueblo recibía el nombre de corte de los milagros, porque en él los vagabundos ciegos recobraban la vista, los paralíticos el movimiento, los sordos el oído y los mudos el habla. Sería infinitamente largo enumerar todas sus astucias. Junto a la sordera aparente, que permitía a los maleantes enterarse , con toda facilidad de dónde había algo que robar, una de las simulaciones más apreciadas era la de la imbecilidad. Cuando uno de estos pícaros tenía la mala suerte de ser sorprendido espiando, se hacía el imbécil y fingía no saber ni él mismo cómo había ido aparar allí y qué estaba haciendo.
Pero volvamos un momento a lo que dice Lutero en su prólogo al libro de los maleantes. Allí leemos que gracias al libro todos podían reconocer el poder que el demonio tiene en este mundo; y esto hay que entenderlo en un sentido mucho más literal de lo que hoy en día creeríamos. En la Edad Media se divulgaba rápidamente la creencia de que los más hábiles y temerarios capitanes de bandoleros eran gente que había hecho un pacto con el demonio. y esta terrible quimera, casi siempre mortal para ellos, se veía reforzada por todo tipo de supuestas pruebas. Una de las más importantes era la absurda superstición que reinaba entre los propios bandoleros. Todas las personas que tienen un oficio inestable y dependiente de incontables casualidades tienden a la superstición, y aún doblemente si se trata de una actividad peligrosa. Creían poseer cientos de recetas mágicas para hacerse invisibles durante el hurto, para hacer dormir ala gente en cuya casa se quería robar, para ponerse a salvo de las balas de los perseguidores, para encontrarse grandes riquezas allí donde se pensaba robar. Todo esto se vio intensificado por las migajas incomprensibles de hebreo que los bandoleros tomaron de los judíos, y también por los llamados sellos demoníacos, pequeños garabatos y rayotes que se pintaban en un pergamino para ganarse el favor de los malos espíritus durante la comisión de algún delito. Al fin y al cabo, la mayoría de estos bandoleros, pese a su intrepidez y sus picardías, eran pobres hombres ignorantes, la mayor parte de origen campesino. Los que sabían leer y escribir eran los menos, y los misteriosos signos cabalísticos que hallamos en las cartas de Schinderhannes demuestran que ello tampoco protegía de las supersticiones. Muchos no sabían de su religión más que de matemáticas; hay una conmovedora declaración de un pobre bandolero preso que debía recibir la asistencia de un sacerdote, y le dio a éste por respuesta lo siguiente: "Dicen que Nuestro Señor y la Santa Madre de Dios son grandes auxiliadores e intercesores; pero hasta ahora nunca nos han conducido a alguna alquería, alguna posada o algún palacio donde haya mucho dinero." Así puede haber habido incluso bandoleros que hayan creído ser hechiceros y estar aliados con el diablo. Además, habéis de tener en cuenta que por aquel entonces todavía existía la tortura, bajo la cual aquella pobre gente confesaba cosas de las que no había oído hablar en su vida.
En el siglo XVIII se abolió la tortura, y con el tiempo fueron apareciendo personas que intentaron relacionarse con los bandoleros presos de una manera más humana, no sólo tratando de corregirlos con frases edificantes o amenazándolos con las penas del infierno, sino tratando de comprenderlos. Una de estas personas escribió una exhaustiva historia de las cuadrillas de bandoleros llamadas Vogelsberger y Wetterauer, en la que hizo un detallado retrato de cada uno de esos bandidos. ¿Quién querría creer que el hombre que describe con las siguientes palabras fue uno de los más peligrosos cabecillas? "Es recto, amante de la verdad, valeroso, despreocupado, ardoroso, se entusiasma rápidamente, pero es perseverante cuando ha tomado una decisión. Agradecido, colérico, vengativo, dotado de una viva imaginación, así como de buena memoria y, por lo general, buen humor. De mente lúcida, ingenuo, a veces ocurrente, un poco vanidoso e incluso dotado de instinto musical." Aquellos de vosotros que hayáis leído "Los bandidos" de Schiller, pensaréis quizá, oyendo esta descripción, en Karl Moor[11]. Es cierto, pues, que existieron bandoleros realmente nobles. Esto se descubrió, por supuesto, cuando los bandoleros empezaban ya a extinguirse. ¿O quizá empezaron a extinguirse a consecuencia de este descubrimiento? Pues la inhumanidad con la que hasta entonces habían sido perseguidos y castigados, a menudo ejecutados a causa de simples hurtos, había hecho imposible que de un bandolero pudiera llegar a convertirse en un pacífico ciudadano. La inhumanidad del antiguo código penal jugó un papel tan importante en el nacimiento del bandolerismo como la humanidad del nuevo en su desaparición.
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LOS GITANOS
¿Alguno de vosotros se ha atrevido alguna vez a encaramarse a las ruedas de un carromato de gitanos y echar una mirada por la ventana? Seguramente no, pero todos habréis deseado hacerlo alguna vez, igual que yo lo deseaba, y lo sigo deseando cada vez que, desde lejos, veo uno de esos carros deslizarse por la carretera. Por cierto, ¿sabéis en qué zona de Alemania se ven con más frecuencia esos carromatos? En Prusia Oriental. ¿Por qué? Pues porque toda esa parte está poco poblada, y la gente del campo vive demasiado lejos de las ciudades para ir a ellas en busca de diversiones. La gente de vida ambulante lo sabe muy bien, y por eso se les encuentra muy frecuentemente en esas zonas. No todos ellos son gitanos, por supuesto, pero sí una gran cantidad; de hecho, hoy en día sólo vemos a los gitanos formando esas pequeñas cuadrillas de funámbulos, comefuegos y domadores de osos. Han pasado ya quinientos años desde la época en que, durante el reinado del emperador Segismundo, los gitanos penetraron en Alemania en grandes bandas, casi como un pueblo capaz de presentar batalla; desde entonces, a pesar de la fidelidad a su lengua y sus costumbres, los lazos que los unen entre sí han ido distendiéndose, de manera que hoy en día ya casi no existen grandes bandas de gitanos, sino, fundamentalmente, grandes familias aisladas.
Eso sí, esas familias son muy grandes, pues los gitanos tienen muchísimos hijos. Está claro que no les hace ninguna falta robar niños pequeños de familias extrañas. Lógicamente, semejantes cosas deben haber pasado alguna que otra vez en el transcurso de los siglos; pero a los gitanos se les pueden imputar justamente tantas malas pasadas, que no hay necesidad de echarles la culpa de cosas que no hacen. La verdad es que estas gentes se han ganado a pulso su mala reputación. Cuando traspasaron en grandes hordas las fronteras alemanas, no fueron en absoluto mal recibidos. El emperador Segismundo les concedió un salvoconducto, como los que en aquella época se proporcionaba a los extranjeros. Quizá sepáis que, de vez en cuando, los emperadores alemanes concedían también a los judíos tales salvoconductos. Si esos documentos eran siempre útiles para sus portadores, es otra cuestión. El caso es que, fuera como fuera, el salvoconducto garantizaba una serie de importantes derechos; su portador no podía ser expulsado; estaba bajo la jurisdicción directa del emperador; podía acogerse a su propio sistema jurídico. Tal era el caso de los gitanos. Sus reyes, llamados voivodas, eran los únicos que podían juzgar a su gente, y eran libres de andar por donde quisieran. Pero los gitanos consiguieron todo eso a base de un sinnúmero de astutas patrañas. Por ejemplo, se decían originarios de Egipto. Nada más falso; sin embargo, todo el mundo se lo creyó durante siglos, hasta que, en el siglo diecinueve, un gran lingüista -amigo de los hermanos Grimm, que ya conocéis- decidió ponerse a estudiar la lengua de los gitanos y dedicó a ello muchos años. Llegó a la conclusión de que proceden del Indostán, un país montañoso de extremo Oriente. En tiempos remotos debieron pasarlo pero que muy mal, ya que sus tradiciones prácticamente no recogen nada de aquel pasado. Hasta hoy han conservado un desmesurado orgullo nacional, pero -y esto es muy extraño- se puede decir que carecen de memoria histórica, incluso en forma de leyendas. ¿Y por qué explicaban en Alemania que eran originarios de Egipto? Muy sencillo: porque, según creencia general de los europeos de la época, Egipto era la patria primigenia de la magia. y fue justamente gracias a la magia cómo los gitanos supieron hacerse respetar desde el principio. No hay que olvidar que, a pesar de su apariencia externa, eran un pueblo débil, nada belicoso, y hubieron de hacerse valer por medios distintos a la violencia. Toda su charlatanería mágica no era, pues, una simple manera de ganarse el pan, sino un recurso que su instinto de conservación supo poner en práctica. La secular lucha mantenida contra ellos por la policía alemana no habría sido tan larga ni, en general, tan estéril como lo ha sido si los gitanos no hubieran hallado frecuentemente apoyo entre las gentes poco cultivadas, especialmente los campesinos. Se creía, por ejemplo, que en una casa en la que una gitana hubiera traído al mundo una criatura quedaba a salvo de incendios; cuando los caballos enfermaban y no se hallaba remedio al mal, el dueño se dirigía, a ser posible, a un gitano en demanda de ayuda; el campesino que había oído hablar de la existencia de un tesoro escondido en sus campos, en el bosque cercano o en las ruinas de un castillo, pedía asesoramiento a un gitano, pues se les tenía por los máximos expertos en hallar tesoros. Todo esto, por supuesto, les daba ocasión de llevar a cabo los timos más lucrativos. A veces, cuando llegaban a tierras nuevas para ellos, ponían en práctica una de sus triquiñuelas favoritas, consiste en hacer enfermar a un caballo o a una res por medio de sus malas artes, para después prometer al desolado campesino la inmediata curación del animal a cambio de una buena recompensa. Y como sabían perfectamente dónde residía el mal, lo atajaban en un abrir y cerrar de ojos. Así fue como nació y se consolidó la creencia que les atribuía poderes mágicos. Cuando tenían que tratar con grandes señores acerca de asuntos concernientes a la tribu, actuaban de otra manera. En estos casos mostraban documentos en los que se atestiguaba que antiguamente habían vivido en Egipto en el seno de la fe católica, pero después habían renegado de ella, por la cual el Papa les había impuesto, como penitencia para expiar su culpa, un peregrinaje de siete años. Así justificaban su renuncia a asentarse en lugar alguno. Algunos inventaron cosas aún más estupendas: sus antepasados, contaban, se habían negado a dar cobijo a María durante el viaje a Egipto con el Niño Jesús. Por ello estaban obligados a vagar por el mundo sin hallar jamás reposo. Ya os podéis imaginar lo que había de verdad en su pretendida fe cristiana. Les servía simplemente para despertar la compasión o, en el caso de la historia herodiana, el horror de los europeos. Sin duda, en alguna época los gitanos hubieron de tener una religión. Como debía de ser esta religión es algo que sólo podemos deducir con dificultad de algunas costumbres suyas, y que las leyendas que ellos cuentan apenas dejan entrever, puesto que, mientras que las costumbres se han mantenido más o menos puras y sin mezcla, las leyendas, por el contrario, no son más que fantasías confeccionadas a partir de cosas propias y ajenas. La mejor prueba de su actual carencia de una auténtica religión es el hecho de que allá donde se les ha exigido adaptarse a las pautas locales, no han tenido inconveniente alguno en casarse por la Iglesia y bautizar a sus hijos, sin concederle a todo ello la menor importancia. En antiguos bandos de la policía se llega a exigir la máxima precaución en el bautismo de niños gitanos, pues se había averiguado que con frecuencia hacían cristianar a los niños varias veces por el regalo de bautizo que les daban.
El salvoconducto que el emperador concedió a los gitanos no conservó su validez por mucho tiempo. Empezaban a resultar molestos, y ya en 1497 un decreto de la dieta imperial les ordena abandonar Alemania entre tal y tal fecha; a esto le sigue la advertencia de que todo gitano que, transcurrido el citado plazo, se hallase todavía en territorio alemán, sería considerado proscrito, y cualquiera podría hacer con él la que quisiese, sin temor a ser castigado. Semejantes edictos se han repetido a la largo de los siglos. a veces restringidos a regiones determinadas, a veces extensivos a toda Alemania. Aún el treinta y uno de marzo de 1909 se discutía en la dieta imperial alemana cuál sería el proceso más adecuado en la cuestión gitana. Las amenazas y prohibiciones generales se habían revelado carentes de efecto. Policías, religiosos y educadores reflexionaban sobre la posibilidad de obtener mejores resultados mediante una actitud bondadosa y humana. Alimentaban la esperanza de inducir a los gitanos a establecerse en grupos aislados, bien separados los unos de los otros. Las experiencias mostraron que todo iba bien mientras duraba la fase inicial del proceso educativo. Cuando se crearon las primeras escuelas para gitanos, era casi imposible conseguir que se marchasen de la escuela los gitanos adultos que habían ido allí para llevar a sus niños. Insistían en quedarse en clase y aprender junto a sus hijos. Pero cuando se trataba de adaptarlos a la vida sedentaria en algún lugar, todos los esfuerzos eran en vano. Si se les construía una cabaña, se salían de ella -a menos que reinase un relente especialmente intenso- para instalarse al lado en una tienda. Han persistido siempre, con desmesurada obstinación, en la libertad de vivir dónde y cómo quieren. No son perezosos, en caso de necesidad saben ganarse el pan como caldereros, zapateros o cedaceros; pero no hay manera de hacer que se interesen por la agricultura. A esta conclusión hubo de llegar también el emperador José II de Austria. El fue el primero en emprender la regeneración de los gitanos por medios más humanos. Se sintió impulsado a ello por la terrible persecución a que se vieron sometidos los gitanos en Hungría en los años sesenta del siglo XVIII. Se había generalizado el rumor de que los gitanos practicaban en secreto la antropofagia; muchos de ellos fueron capturados y linchados, hasta que José II intervino. El soberano albergaba grandes proyectos: pretendía convertir a los gitanos en ciudadanos sedentarios, sobre todo en agricultores. Con tal propósito prohibió en todo el Imperio los espectáculos y bufonadas de los gitanos, a menos que tuvieran lugar cuando el mal tiempo impidiera trabajar en los campos. Pero esto no sirvió para nada. Los gitanos persistieron en sus idas y venidas a través del país. El Gobierno tenía razones de peso para verlos con malos ojos, pues en tiempos de guerra se habían revelado como peligrosos espías. Su sentido de la orientación y su extraordinario conocimiento del país les habían hecho convertirse con frecuencia en asesores de generales enemigos. Sobre todo Wallenstein se había servido de ellos durante la guerra de los treinta años. Pero todo siguió como hasta entonces; incluso en invierno, los gitanos preferían cualquier guarida a una casa normal. Por lo general se albergaban en cuevas aisladas del exterior con ayuda de tablones y trapos. Con todo cuidado evitaban la entrada de aire frío en el recinto interior. En medio de la cueva ardía una hoguera, a cuyo alrededor yacían desordenadamente figuras semidesnudas. Ni hablar de lavar, limpiar o zurcir; lo máximo que hacían era cocer sobre las cenizas alguna torta, sin sartén, por supuesto. Sus Únicas ocupaciones eran cocer, freír, comer, fumar, parlotear y dormir. Por lo menos así lo afirma cierto maestro de escuela de Langensalza, que en 1835 escribió un libro muy hostil para con los gitanos, con el propósito de instigar a las autoridades a adoptar medidas más severas. Pero no tenemos por qué tomarnos sus palabras al pie de la letra. Nadie puede entender menos de gitanos que un maestro de escuela chapado a la antigua. Por eso se equivoca también en lo que respecta a su supuesta ociosidad.
No sé si alguna vez un gitano os habrá ofrecido una de esas extrañas piezas de artesanía que fabrican con alambre en el silencio de sus refugios invernales. Ya raramente se ven; pero son pequeños prodigios, que de un solo golpe se transforman de frutero en jaula para pájaros, de jaula en pantalla de lámpara, de pantalla en cesto para el pan, y de cesto nuevamente en frutero. Sin embargo, el arte principal, el arte nacional de los gitanos es la música. Se puede decir que han conquistado países enteros con sus violines. Especialmente en Rusia es imposible imaginarse un gran banquete o una boda sin música gitana, y se ha dado allí el caso de gitanas que han entrado en los más altos círculos sociales al contraer matrimonios con boyardos. Todo gitano es un violinista en acto o en potencia. Sin embargo, para la mayoría de ellos las notas son algo desconocido. Su instinto musical suple todas las carencias teóricas, y se afirma que nadie es capaz de tocar como ellos esas ardientes melodías húngaras. Un gitano nunca se siente más orgulloso que cuando tiene un violín en las manos. Según explica una historia, una vez, en un palacio ducal de Hungría, durante una sesión del consejo, un gitano apareció en la puerta de la sala de juntas y preguntó a los presentes si querían oírlo tocar. Y, pese a la gravedad del asunto que se discutía, la pregunta del gitano sonó tan arrogante y al mismo tiempo tan irresistible que nadie se sintió capaz de echar de allí a aquel hombre. El cronista que relata esta vieja historia afirma que fue justamente durante la interpretación del gitano cuando el duque concibió la idea salvadora que él y sus consejeros habían estado buscando en vano.
La música de los gitanos es fundamentalmente melancólica. De hecho, son un pueblo melancólico. Al parecer, su lengua carece de palabras para expresar el concepto de alegría o alborozo. Es posible que esta melancolía no nazca solamente de los sufrimientos que han pasado en muchos lugares, sino también de la oscura superstición que impregna toda su vida cotidiana. ¿Os habéis fijado alguna vez en las gitanas cuando pasan por la calle? ¿No os ha llamado la atención la manera en que, con ambas manos, se recogen las dos faldas que llevan, apretándolas contra las carnes? Hacen esto porque, según las creencias de los gitanos, todo objeto que entre en contacto con las ropas de una mujer no puede volver a ser usado. Es también la razón de que en sus carromatos los cacharros de cocina no estén guardados en alacenas o sobre alguna mesa, sino colgados bien alto del techo, para evitar roces involuntarios con la ropa. Una superstición similar gira en torno al vasito de plata que es la más preciada posesión de todo gitano y que, según creen ellos, posee poderes mágicos. Este vaso no debe caer jamás al suelo, pues la tierra es sagrada, y si alguna vez el vaso llega a tocarla, queda de inmediato sujeto a su poder, y en la sucesivo no se puede volver a usar. La melancolía que preside la existencia de los gitanos se revela con la mayor claridad en el terreno amoroso, en el que hacen uso de una multitud de signos tácitos o verbales, muy serios, con objeto de comunicarse la más importante. Si, por ejemplo, una pareja está desavenida, y el hombre o la mujer quiere reanudar las relaciones con el otro, lanza al aire en su presencia un naipe o un pedazo de papel cualquiera; si el otro alarga la mano para cogerlo, ya están reconciliados. Si, por el contrario, el otro no hace tal gesto, todo ha acabado entre ellos para siempre. Os podría describir otras muchas costumbres como ésa. Goethe, que de joven, cuando estudiaba en Estrasburgo, sentía un apasionado afecto e interés por los pueblos más extraños y menos cultivados, se ocupó también de los gitanos. De ellos habló en el "Gotzvon Berlichingen". En esa época escribió también el siniestro, triste y bárbaro "Canto de los gitanos" que encontraréis entre sus poemas[12]. Buscad lo vosotros mismos; leído en voz alta sonaría tan escalofriante que prefiero no leéroslo. Ya veréis cómo os hará recordar muchas cosas que os he explicado hoy.
LA BASTILLA, ANTIGUA PRISION ESTATAL FRANCESA
En Francia el día catorce de julio está marcado en rojo en el calendario. Es el gran día de fiesta nacional. En ese día se celebra pronto hará casi ciento cincuenta años, el aniversario del asalto a la Bastilla, que tuvo lugar el catorce de julio de 1789 y que fue el primer gran acto destructivo de la Revolución. A sus asaltantes no les llevó demasiado tiempo tomar el edificio. Era, sin embargo, una potente fortaleza, protegida por imponentes torreones y rodeada por un foso; su construcción se prolongó por espacio de catorce años, de 1369 a 1383. Nos han llegado muchas estampas de ella. Se alzaba, lóbrega y compacta, al borde de la gigantesca metrópoli. Cuando cayeron, sus muros tenían más de cuatrocientos años, y sin embargo, una multitud escasamente armada, aunque enorme, consiguió en un santiamén forzar al comandante a la rendición. Y cuando la multitud se precipitó por los viejos pasadizos y registró la fortaleza desde los sótanos hasta el tejado, más de uno debió de quedar sorprendido al encontrar en aquella casa de los horrores solamente a dieciséis prisioneros. La guarnición militar de la Bastilla también estaba acorde, en el momento del asalto, con tan exiguo número de presos. El gobernador no disponía de más de cuarenta soldados suizos y ochenta del regimiento Invalides. Espero que en una media hora habréis comprendido las razones del odio que, pese a todo, el pueblo de París sentía hacia aquel edificio, un odio tan feroz que los revolucionarios que habían concedido la libre retirada al gobernador fueron incapaces de impedir la muerte de éste a manos del populacho.
En primer lugar hay que hacer notar que la Bastilla no era una cárcel común y corriente. Allí sólo iba a parar la gente que había sido acusada de atentar contra la seguridad del Estado. Dentro de éstos se distinguían dos grupos: los presos de Estado y los presos policiales. Los presos de Estado eran aquellos a quienes se acusaba de presuntas acciones reales, conjuras, insurrecciones o cosas por el estilo. Los presos policiales, mucho más numerosos, eran escritores, libreros, grabadores o incluso encuadernadores de uno y otro sexo, que presunta o realmente tenían alguna relación con libros ofensivos para el rey o sus favoritos. La Bastilla era realmente una cárcel fuera de lo corriente. En los días de fiesta, en especial cuando hacía buen tiempo, se veía a satisfechos parisinos paseando por sus murallas y tras las almenas de sus torreones. Por el puente levadizo pasaban elegantes carruajes que traían visitas para el gobernador, y también músicos que venían a tocar en las cenas de etiqueta que organizaba este gobernador, es decir, en realidad, el alcaide de la prisión. Mientras sucedía esto, en el interior de los imponentes torreones y los oscuros calabozos las cosas eran muy distintas. Pero los que estaban fuera sabían tan poco de los que estaban dentro, como éstos de sus compatriotas en libertad. Delgados toldos -que aun hoy se ven en las cárceles delante de muchas ventanas- impedían que la mayoría de los presos vieran algo más que un pedacito de cielo. Para no hablar de los otros, los que yacían en mazmorras en las que sólo penetraba, a través de una minúscula ranura en la pared, un rayo de sol suficiente para iluminar la multitud de bichos con los que compartían la celda. Quien estaba encerrado en la Bastilla era algo que en la ciudad sólo se sabía por rumores. Las detenciones siempre cogían de . sorpresa al interesado. Los funcionarios aparecían de improviso y metían al detenido en un carruaje que, a fin de no llamar la atención, solía ser un coche de punto corriente. Cuando el carruaje se detenía en el patio de la Bastilla y se hacía salir al arrestado, los guardias habían de taparse el rostro con el sombrero, pues a nadie, aparte del gobernador, le estaba permitido conocer la personalidad de los presos. En el interior de la Bastilla, por supuesto, corría inmediatamente la voz; pero afuera nadie se enteraba. Os voy a contar en seguida la historia del hombre de la máscara de hierro, cuyo nombre hasta ahora nadie ha logrado averiguar .
Estas detenciones eran tan rápidas, que se decía que era una suerte ser arrestado de día, pues de noche apenas le dejaban a uno tiempo para vestirse. Era todo tan rápido, que una vez un criado, viendo a su señor desaparecer en uno de esos carruajes, corrió a acompañarlo sin sospechar nada y hubo de quedarse dos años preso en la Bastilla, simplemente porque su puesta en libertad habría causado complicaciones. El documento necesario para la detención eran las llamadas lettres de cachet, en las que lo único que constaba era el nombre de la persona que había de ser detenida. Con frecuencia, el preso sólo conocía el motivo de su arresto al cabo de unas semanas, a veces al cabo de unos meses, y a veces nunca. Si os digo que algunos favoritos del rey disponían de cartas de detención en blanco, es decir, sin el nombre del detenido, que ellos podían escoger a discreción, os haréis cargo de lo frecuentes que eran los abusos. De la historia del hombre de la máscara de hierro, que os voy a contar a continuación, deduciréis cómo funcionaban, en general, las cosas en la Bastilla.
"El jueves 18 de septiembre de 1689, a las tres de la tarde, ha llegado el gobernador de la Bastilla, señor de Saint-Mars, directamente de la Isla de Santa Margarita ( donde se hallaba otro importante penal). Ha traído con él en su litera a un prisionero cuyo nombre se mantiene en secreto y que va siempre enmascarado. En principio se ha alojado a este prisionero en la torre de la Bassiniere -todos los torreones de la Bastilla tenían un nombre especial-; a las nueve, al anochecer, se me ha ordenado conducirlo al tercer departamento de otro de los torreones, que yo previamente había acondicionado con todo cuidado, dotándolo de todo el mobiliario imaginable." Esto es todo lo que consta por escrito acerca del hombre de la máscara de hierro, hasta la noticia de su muerte, que se halla registrada en el diario del mismo teniente, cinco años más tarde, con fecha de diecinueve de noviembre de 1703. "El prisionero desconocido, que siempre tiene el rostro cubierto con una máscara de terciopelo negro, y que fue traído por el gobernador desde Santa Margarita, hace cinco años, falleció ayer después de una leve indisposición que le acometió al salir de misa. Hasta ese momento no había estado nunca realmente enfermo." Fue enterrado al día siguiente. El teniente registró con todo esmero en su diario el coste de la inhumación: cuarenta francos. Por otra parte, hay constancia de que el cadáver fue sepultado sin cabeza, y que ésta fue cortada y, a fin de hacerla totalmente irreconocible, troceada. Los pedazos fueron luego enterrados en varios lugares distintos: hasta tal punto temían el rey y el gobernador de la Bastilla que, aun después de muerto, el hombre de la máscara de hierro pudiese ser identificado. Incluso se dio orden de quemar absolutamente toda la ropa, los colchones y las camas que éste había utilizado, así como rascar el revestimiento de las paredes de la habitación que había ocupado y encalarlas después; las precauciones se llevaron al extremo de hacer desencajar todos los ladrillos de las paredes y sacarlos uno tras otro para cerciorarse de que el preso no hubiera escondido entre ellos algún pedazo de papel o hubiera hecho alguna señal de cualquier tipo que permitiera identificarle. A pesar del nombre que se dio al desconocido, la máscara no era de hierro, sino de terciopelo negro reforzado con ballenas. Se la habían fijado por la nuca con un candado sellado, y estaba construida de manera que le resultaba imposible quitársela; igualmente, nadie que no tuviera la llave del candado habría conseguido liberarlo. Con todo, podía comer sin excesivas molestias. Había orden de matarlo de inmediato si daba a conocer su nombre. Se le daba todo lo que pedía. Que era hombre de alcurnia es cosa que se deduce no sólo del miramiento con que le trataban, sino también de su predilección por la ropa interior de la mejor calidad y las ropas caras, y de su habilidad en el arte de tañer la cítara, aparte de otros muchos detalles. Su mesa estaba siempre abastecida de los manjares más selectos, y el gobernador raramente osaba tomar asiento en su presencia. Un viejo médico de la Bastilla, que visitaba y examinaba de vez en cuando a este hombre extraño, explicó después que jamás había llegado a verle el rostro. El hombre de la máscara de hierro era de bella apariencia y excelente actitud, y se ganaba a todo el mundo con el simple sonido de su voz. A pesar de toda su aparente humildad y sumisión, se afirma que logró hacer llegar al mundo exterior una señal de su existencia. Según se dice, un día lanzó por la ventana un plato de madera en que se halló, grabado con un cuchillo, el nombre Macmouth. Esta anécdota juega un importante papel entre los incontables intentos que se han hecho de averiguar su personalidad. Desde el principio, los investigadores han estado de acuerdo en que este prisionero de Estado sólo pudo ser hombre del más alto linaje, según todos los indicios miembro de una casa reinante. En aquella época reinaba en Inglaterra Jacobo 11, contra el cual se había alzado un pretendiente, hijo de Carlos II. Este pretendiente, el duque de Monmouth, fue derrotado y se le ejecutó el quince de julio de 1685. Pero muy poco después comenzó a circular el rumor de que el ejecutado había sido un oficial del ejército del duque de Monmouth, que se habría dejado decapitar para salvar la vida a su señor. El auténtico duque, pues, habría huido a Francia, donde Luis XIV lo habría hecho apresar. El hombre de la máscara de hierro sería, según esta versión, el duque de Monmouth. Aunque os he explicado esta historia, debéis saber que con el paso de los siglos ha ido surgiendo una buena cantidad de explicaciones no menos plausibles que ésta. Ninguno de los muchos historiadores que hasta ahora se han ocupado del tema ha podido llegar a la certidumbre.
Ya os he explicado que todo aquel que salía de esta prisión era obligado afirmar un documento por el que se comprometía a no revelar jamás ni una sola palabra de lo que había visto y oído allí dentro. Pero ya se sabe que del dicho al hecho hay mucho trecho, y si esto es así hoy en día con una buena parte de las ordenanzas, imaginaos como sería en aquella época. Gracias a ello sabemos muchas cosas acerca de la Bastilla. Y, de hecho, ¿cómo podríamos saberlas sino a través de los propios presos? Pues las personas que los custodiaban no tenían, sin duda, el menor interés en legar a la posteridad el testimonio de las numerosas iniquidades y servicios que llevaban sobre la conciencia. En cambio, la mayoría de las personas cultivadas y de origen aristocrático que en tan gran número poblaron la Bastilla, publicó más tarde sus memorias o al menos sus recuerdos de los años que pasaron en la institución. No en Francia, claro; lo habitual era hacer llegar ilegalmente los manuscritos al extranjero, normalmente a Holanda, o, si eran impresos en Francia, por lo menos hacer constar como lugar de publicación alguna ciudad holandesa, por lo corriente La Haya. Ahora os voy a leer un fragmento de uno de esos libros de memorias, escrito por Constantin de Renneville, que estuvo preso en la Bastilla bajo Luis XIV, para daros una idea de lo diversos que eran los sistemas de comunicación entre los infelices presos que tenían prohibido todo contacto entre ellos.
"Mi único deseo permanente, escribe el señor de Renneville algún tiempo después de su liberación, era tratar con seres humanos, fueran quienes fuesen. El hombre está hecho para vivir en sociedad; esta aspiración natural se veía agudizada por la soledad de mi encierro. Mis vecinos de abajo jamás me contestaron; en cambio, los de arriba acabaron haciéndome señales. Practicar un agujero por el que hubieran podido pasar pequeños pedazos de papel de un piso al otro hubiera sido muy peligroso, cuando no imposible, pues el techo era tan blanco y plano que el guardia habría advertido el menor arañazo en su superficie. Tras mucho cavilar, hallé un medio de hacer llegar mis inquietudes a los de arriba. Ciertamente era un método lento y que exigía una gran atención, pero por ello mismo encontrábamos en él una manera de estar ocupados largos ratos y un remedio al aburrimiento que nos acometía en el insomnio. Ideé un alfabeto que se transmitía mediante golpes dados en la pared con ayuda de un bastón y la silla. La A era un golpe, la B se representaba por medio de dos, la C por medio de tres, etc. Una pausa breve señalizaba el paso de una letra a la siguiente; una más larga indicaba el final de una palabra. Tras mucho insistir, los de arriba acabaron por captarlo, y sentí la más agradable de las sorpresas cuando un buen día percibí, que por el mismo procedimiento, me interrogaban por mi nombre, el motivo de mi prisión, etc. Cuando algo más tarde se me otorgó el especial privilegio de recibir un compañero de celda, abandoné aquel incómodo entretenimiento. Por espacio de cinco años no volví a saber nada de aquello, y cuál no sería mi sorpresa cuando, algún tiempo más tarde, volví a hablar a otros presos por el mismo sistema, y con la mayor fluidez. Mi invento había sido muy perfeccionado, y ahora se llamaba el arte de hablar con el bastón. Otros, forzados por las circunstancias, inventaban cosas aún más extrañas. Había cierto oficial a quien no se le había reconocido la nobleza que realmente poseía, y que, a fin de hacer valer sus legítimos derechos, había falsificado una patente de nobleza. Ahora estaba preso en la Bastilla, y se comunicaba con sus compañeros de prisión por un método que consistía en escribir con un pedazo de carbón sobre una mesa que había en su celda. Luego acercaba la mesa hasta la ventana y la colocaba de manera que lo escrito fuera visible desde fuera. Las palabras estaban escritas con letras tan gruesas que era posible leerlas desde los torreones más alejados; otros presos le contestaban de la misma manera.
Uno de los gobernadores poseyó durante cierto tiempo un perro, que solía pasearse por el patio de la prisión. Los presos mataban el tiempo enseñando al animal atraer y llevar pedazos de papel que ellos lanzaban al patio y el perro recogía y volvía atraer al punto de origen. Una vez hubieron conseguido acostumbrarlo a depositar los pedazos de papel ante determinadas celdas, empezaron a escribir notas en ellos antes de arrugarlos y lanzarlos por la ventana. De esta manera, el perro les servía como medio de comunicación. Un día, sin embargo, el gobernador descubrió la artimaña, e hizo enrejar las ventanas de manera que fuera imposible arrojar nada por ellas." Pese a la dureza con que se trataba a los presos, una cosa era vista con muy malos ojos: que alguno de los internos muriese en el recinto de la prisión. Era muy infrecuente que alguna de las personas allí encerradas resultase condenada a muerte; cuando, con todo, sucedía tal cosa, se trasladaba al reo a otra cárcel corriente. Pues en la Bastilla regía el principio de que aquello era una casa del rey, en la que no podía permitirse escándalo alguno. Por ello, en el famoso libro de salidas, del que ya os he hablado, se registraba a los condenados a muerte como fallecidos por causas naturales. Cuando alguno de los presos se ponía enfermo de verdad, y en caso de que no se tratase de algún personaje especialmente ilustre, se llamaba al barbero, el cual practicaba una sangría; no se avisaba al médico hasta más tarde, cuando la cosa se ponía fea. El médico, por su parte, no se daba ninguna prisa, primero porque vivía muy lejos, y segundo porque no se le pagaba por cada caso, sino que recibía unos emolumentos generales por su puesto de médico penitenciario. Cuando, finalmente, la salud del preso empeoraba tanto que se temía por su vida, se le ponía en libertad o bien se le enviaba a otro sitio. Las autoridades, como ya he dicho, veían con muy malos ojos la muerte en la Bastilla de personas conocidas. Tales casos solían despertar las peores sospechas. Se sabía que mucha gente inocente cumplía pena allí sólo porque era un estorbo para algún señor importante que, por ejemplo, les debía dinero. Y, con frecuencia, alguno de estos poderosos enemigos no se contentaban con ver a su rival preso en la Bastilla, ya que cualquier día podían dejarlo libre. Por eso había reclusos en aquella casa que temblaban cada día por su vida, ya que nada les garantizaba que su enemigo no iba a sobornar a alguno de los pinches de cocina para que les echase ciertos polvos mortíferos en la comida. Las autoridades también eran sensibles al peligro de semejantes crímenes, hasta el punto de que ordenaron colocar una guardia en la cocina para evitar que alguien se acercase demasiado a los pinches o a los pucheros.
Una de las cosas que hoy nos causan mayor estupefacción son las diferencias que se hacían a la hora de repartir el rancho, según la condición social de los presos. Para monarcas se destinaban cincuenta francos diarios; a partir de aquí, las cantidades descendían rápidamente: para la mesa de un mariscal de Francia se proveían veintiséis francos, para un juez o un clérigo, diez; las comidas de la gente sencilla -obreros, criados, buhoneros- no costaban más de tres francos. Si os leyera toda la lista, veríais hasta qué punto la institución estaba preparada para acoger huéspedes de lo más variopinto. Sin embargo, también allí las diferencias debían de ser mayores sobre el papel que en la realidad. Pues en algo sí que eran iguales todos los presos de la Bastilla: en que todo el mundo, desde el gobernador hasta el más ínfimo carcelero, quería llenarse los bolsillos a costa de ellos. Hay que dar por seguro que las cantidades pagadas por el rey para la manutención de sus prisioneros no eran totalmente dedicadas a este fin. Esto era un secreto a voces. Se conocían con exactitud los beneficios que rendía la administración de la Bastilla; y sólo los ricos podían pagar las sumas que un gobernador debía abonar al otro para ocupar su cargo o ser recomendado por él como sucesor.
No era sólo la irregularidad con que se practicaban las detenciones y los interrogatorios en la Bastilla lo que exasperó los ánimos entre el pueblo hasta convertir la destrucción de esta fortaleza en bandera de los primeros días de la Revolución. Aún más contribuyó a ello la extraordinaria insolencia con que la mayor suntuosidad y la peor de las miserias se daban de la mano tras los muros de la prisión. El jefe de Policía de París debía efectuar dos o tres veces por año una inspección de la Bastilla para asegurarse de que todo estuviese en orden. En realidad, esas inspecciones consistían en un gran banquete ofrecido por el gobernador de la Bastilla en honor del señor jefe de Policía. Una vez que habían corrido los mejores vinos, el café y los licores más selectos, y se tenía la impresión de haber pasado ya suficiente tiempo en la mesa, los comensales se levantaban y emprendían un agradable paseo por las torres, pasando por delante de las celdas, abriendo alguna de éstas de vez en cuando; y en breve se retiraban de nuevo a la sala de recepciones del gobernador.
Todas estas cosas son muestra de que la Bastilla era Únicamente un instrumento del poder, y no un medio de la justicia. Incluso la crueldad y la dureza se pueden soportar más fácilmente si la gente nota que tras ellas hay un ideal, que el rigor no es simple y llanamente el reverso del bienestar de los poderosos. El asalto a la Bastilla no es sólo un punto de inflexión en la historia del Estado francés, sino también en la de la administración de justicia. A lo largo de los siglos, los hombres no siempre han inflingido castigos a sus semejantes con el mismo criterio y las mismas intenciones. La concepción más antigua, la medieval, entendía que toda culpa debía ser expiada no por motivos humanos, sino para el cumplimiento de la justicia divina. Mucho antes de la Revolución Francesa, sin embargo, había cobrado vida en los mejores espíritus una concepción de la justicia que entendía las penas como medio para mejorar a los culpables. Más tarde, en el siglo XIX, esta doctrina fue combatida por los partidarios de la doctrina de la intimidación, que tiene la prevención como principio básico. Según esta teoría, las penas han de servir para hacer desistir del delito a todo aquel que pretenda salirse del buen camino. Las personas que mandaban en la Bastilla jamás se calentaron los cascos con tales cuestiones. Tener razón o no tenerla les era indiferente. Por eso la Revolución los barrió.
CASPAR HAUSER
Hoy me limitaré a contaros simplemente una historia. Vayan por delante tres cosas. Lo primero, que todo lo que en ella se cuenta es verdad. Lo segundo, que resulta tan interesante para los adultos como para los niños, y los niños la entienden tan bien como los adultos. Lo tercero, que, a pesar de que el protagonista muere al final, esta historia carece de un final como es debido. Por ello mismo tiene la gran ventaja de seguir vigente hasta nuestros días. y quizá un buen día todos conozcamos su final. Cuando empiece a contárosla, no quiero que penséis: bah, empieza como cualquier otra historia edificante para la juventud con ilustraciones. Quien empieza a narrar de una manera tan detallada y plácida no soy yo, sino el consejero secreto Anselm von Feuerbach, que, bien lo sabe Dios, no escribió su libro para la juventud sino para los adultos. Fue leído en toda Europa, y espero que vosotros escuchéis la historia durante estos veinte minutos de la misma manera que Europa estuvo pendiente de ella durante cinco años, de 1828 a 1833. Empieza así:
"El segundo día de Pentecostés se dedica en Nuremberg a las más exquisitas diversiones, en las que la mayor parte de los ciudadanos se disemina por el campo y por las localidades vecinas. La ciudad, normalmente ya muy dilatada para su población relativamente escasa, adquiere en ese día, si el buen tiempo primaveral lo permite, un aspecto tan quieto, y se halla tan vacía de seres humanos, que casi cabría compararla antes con una ciudad encantada del Sahara Que con una agitada ciudad industrial y comercial. Especialmente en algunos distritos alejados del centro urbano es muy fácil en ese día que algo que acontezca en plena vía pública quede en el mayor de los secretos. Así sucedió el 26 de mayo, segundo día de Pentecostés de 1828, entre las cuatro y las cinco de la tarde. Un ciudadano, residente en la llamada Plaza del Sebo, pasaba el rato delante de su casa, antes de dirigirse a la llamada Puerta Nueva, cuando, al mirar a su alrededor, se percató de la proximidad de un muchacho vestido de campesino, que estaba de pie en una postura extraordinariamente llamativa y trataba de moverse hacia adelante, de manera parecida a los borrachos, sin conseguir mantenerse en una adecuada postura erecta ni gobernar sus pies. El mencionado ciudadano se acercó al forastero y éste le tendió una carta con el encabezamiento: ' Al muy honorable capitán del cuarto escuadrón del sexto regimiento de Chevaux-Legers de Nuremberg'." Aquí debo interrumpir la historia, no sólo para aclarar que un regimiento de Chevaux-Legers es lo que hoy en día llamamos un regimiento de caballería, sino también para señalar que esa palabra francesa estaba muy mal escrita, simplemente según el sonido. Esto es importante. Pues de la misma manera habéis de imaginaros la ortografía de la carta que Caspar Hauser traía consigo y que os leeré después. Cuando hayáis oído esa carta, os haréis cargo en seguida de por qué el capitán de caballería no retuvo mucho tiempo al muchacho, sino que intentó deshacerse de él de la manera más rápida, es decir, avisando a la policía. Ya sabéis que lo primero que hace la policía cuando alguien acude a ella con un problema es levantar un acta. Y fue en aquel momento, cuando el capitán de caballería llevó a la policía a Caspar Hauser, con el cual no sabía qué hacer, cuando nacieron las primeras actas del caso "Caspar Hauser", que hoy se conservan en la monstruosa cifra de cuarenta y nueve volúmenes en el Archivo Estatal de Munich. Lo que de ellas se desprende claramente es que cuando Caspar Hauser llegó a Nuremberg era un ser completamente salvaje y estúpido, cuyo vocabulario no pasaba de las cincuenta palabras, que no entendía nada de lo que se le decía y que para todas las preguntas sólo tenía dos respuestas: reuta worn y woas nit[13]. ¿Y cómo obtuvo su nombre, "Caspar Hauser"? Eso sí que fue una cosa rara. Cuando el capitán de caballería lo llevó al puesto de guardia, la mayoría de los policías dudaba entre considerarlo un débil mental o un ser semisalvaje. Alguno pensaba que quizá bajo la apariencia de aquel chaval se ocultase un refinado impostor. y esta opinión adquirió, a primera vista, cierta verosimilitud debido al siguiente hecho. Alguien tuvo la ocurrencia de averiguar si sabía escribir, le dieron pluma y un tintero, le pusieron delante una hoja de papel y le pidieron que escribiera. Pareció alegrarse de ello, tomó la pluma con destreza entre sus dedos y, para estupor de todos los presentes, escribió en firmes caracteres, bien legibles, el nombre Caspar Hauser. De inmediato le pidieron que escribiera también el nombre del lugar de donde procedía. Pero entonces no hizo más que soltar nuevamente su reuta worn y su woas nit.
Lo que aquellos probos policías no consiguieron en su momento, no lo ha logrado nadie tampoco hasta el día de hoy; nadie ha averiguado nunca de dónde salió Caspar Hauser. Pero lo que ya en aquel puesto de guardia se insinuó, es decir, que el muchacho no era quizá otra cosa que un redomado impostor, ha seguido afirmándose como rumor o como convicción. De todos modos, no quiero ocultaros, en mi papel de narrador, que considero falta tal opinión. El engaño con el que empezó la historia no hay que buscarlo en el muchacho, sino en un lugar muy distinto. Para esto os he de leer la carta con que Caspar Hauser llegó a Nuremberg.
"Muy honorable señor capitán: Le envío aun mozo que dice que quiere servir lealmente a su rey. Este mozo me lo dejaron -es decir, se lo endosaron de rondón- en 1812, el siete de octubre, y yo mismo, un pobre jornalero, ya tengo diez hijos y ya tengo bastantes trabajos para ir tirando adelante, y no ha habido manera de saber quién es la madre. Tampoco he querido decir nada en la audiencia provincial de que me endosaron la criatura; pensé que debía criarlo como aun hijo. Lo he educado cristianamente y desde 1812 no le he dejado dar un paso fuera de casa, así que no hay nadie en el mundo que sepa dónde ha estado todos estos años, y él tampoco sabe cómo se llama mi casa, y el nombre del pueblo tampoco lo sabe, pregúnteselo si quiere, pero él no lo sabrá decir. Querido señor capitán, no ganaré nada amenazándolo, no sabe el nombre de mi pueblo, me lo he llevado de noche y no sabrá volver a casa. y no lleva dinero ninguno, porque yo tampoco tengo. Si no quiere quedárselo., más vale que lo mate a palos o lo cuelgue de la chimenea."
Junto a esta carta había una pequeña nota que no estaba escrita en caracteres germánicos, como la carta, sino en latinos, y en otra clase de papel. y según parecía, de mano muy distinta. Se suponía que era la carta con la que hacía dieciséis años la madre había abandonado a su pequeño. La nota decía que era una pobre muchacha. No podía mantener a la criatura. El padre era del regimiento Chevaux-Legers de Nuremberg. y que al niño, cuando cumpliera los diecisiete años, había que enviarlo allí. Sin embargo -y aquí topamos por primera vez con la evidencia del engaño que estuvo mezclado en este tremendo asunto-, los análisis químicos pusieron de manifiesto que ambas cartas, la de 1828, del jornalero, y la de 1812, supuestamente de la madre, fueron escritas con la misma tinta. Ya os podéis imaginar que de inmediato se negó el menor crédito a una y otra carta, y se negó la existencia del supuesto jornalero tanto como la de la pobre muchacha.
Entre tanto, metieron a Caspar Hauser en la prisión municipal de Nuremberg. Allí, sin embargo, entró menos como un preso que como una atracción que la convirtió para los forasteros en uno de los puntos de obligada visita de la ciudad. Entre las muchas personas distinguidas que se desplazaron a Nuremberg guiadas por el interés por aquel extraordinario caso, estaba el consejero secreto Anselm von Feuerbach, que trabó conocimiento con Caspar Hauser por aquel entonces, y que más tarde escribiría un libro sobre él, cuyo comienzo os he leído antes. Fue él quien dio a esta historia su giro decisivo. En realidad fue el primero que no se limitó a examinar superficialmente a Caspar Hauser sino que se puso a estudiarlo con el mayor interés. Gracias a ello se dio cuenta sin dilación de la flagrante contra- dicción que existía entre el desvalimiento, la estupidez y la ignorancia del muchacho y sus extraordinarias dotes y noble disposición de carácter. La peculiar naturaleza y superioridad de sus disposiciones, pero también ciertos detalles secundarios, como el hecho de que el chico tenía señales de vacunas -en aquellos tiempos sólo las familias más distinguidas hacían vacunar a sus hijos-, hicieron pensar a Feuerbach por primera vez que el enigmático expósito podía muy bien ser hijo de una familia distinguida, hecho desaparecer criminalmente por parientes en lucha por una herencia. Feuerbach pensó en la familia del Gran Duque de Baden. Los diarios de la época se hicieron eco veladamente de tales suposiciones, las cuales acrecentaron el interés de la opinión pública por aquel sujeto, y es fácil imaginarse el desasosiego de todos aquellos que quizá habían esperado ver desaparecer discretamente a Caspar Hauser en alguna casa de caridad u hospital de Nuremberg. Pero la cosa fue muy distinta. Feuerbach, que, en su calidad de alto funcionario, tomó cartas en el asunto, se ocupó de que el muchacho fuera aparar aun ambiente en el que sus ansias de aprender, despertadas ahora con desmesurada viveza, pudieran verse satisfechas. Y Caspar Hauser fue acogido como un hijo en la familia del profesor Daumer, de Nuremberg. Este era un hombre bondadoso y noble, pero al mismo tiempo un tipo bastante raro. No sólo nos dejó un libro sobre Caspar Hauser, sino también una biblioteca entera llena de extravagantes obras sobre la sabiduría oriental, los misterios de la naturaleza, las curas milagrosas y el magnetismo. Hizo sus experiencias en esa línea con Caspar Hauser, sin duda de manera muy respetuosa y humana; y según las descripciones que le debemos, Caspar Hauser debió ser, durante su estancia en casa de los Daumer, un ser de maravillosa delicadeza de sentimientos, claridad de pensamiento, sobriedad y pureza. Sea como fuere, el caso es que hizo grandes progresos, y pronto llegó a estar en condiciones de emprender una descripción de su propia vida. Fue entonces cuando salió a la luz todo lo que sabemos acerca de la época que precedió a su aparición en Nuremberg. Al parecer, pasó muchos años en una mazmorra subterránea a la que no accedía ni luz ni ningún ser vivo. Dos caballitos de madera y un perro asimismo de madera eran sus únicos compañeros; y su único alimento, pan yagua. Poco antes de ser sacado de aquella prisión, recibió la visita de un desconocido que entró en la celda y, situándose siempre a su espalda, para no ser visto, tomó su mano y, guiándosela, le enseñó a escribir. Es natural que estos relatos, aún más por estar escritos en un alemán vacilante, despierten las mayores dudas. Pero hay otro hecho extraño: en los primeros meses de su estancia en Nuremberg, Caspar Hauser sólo toleraba el pan y el agua, y no podía ingerir ninguna otra cosa, ni tan siquiera leche; esto, al igual que el hecho de que veía en la oscuridad, está suficientemente probado.
Los periódicos no dejaron escapar la ocasión de informar que Caspar Hauser había empezado a trabajar en su autobiografía. Esto estuvo a punto de ser fatal para él ya entonces. Pues poco después de darse a conocer esto, lo hallaron inconsciente, sangrando por una herida en la frente, en el sótano de la casa de los Daumer. Un desconocido, según contó, le había golpeado desde fuera con un hacha mientras él estaba en un cobertizo situado debajo de la escalera. Jamás se descubrió al desconocido. Pero se dice que aproximadamente cuatro días después del suceso, un señor elegante se acercó a una ciudadana de Nuremberg, delante de las puertas de la ciudad, y le preguntó con énfasis si Caspar Hauser vivía o estaba muerto; luego anduvo junto a la mujer hasta la puerta, en donde se había fijado un bando policial referente a las lesiones causadas a Hauser, y, tras leerlo, volvió a alejarse de modo muy sospechoso, sin llegar a poner los pies en la ciudad.
Si tuviéramos todo el tiempo que no sólo a mí, sino, espero, también a vosotros os gustaría tener, podría presentaros aun nuevo y extraño personaje que en ese momento apareció en la vida de Hauser, un señor distinguido que lo adoptó. Pero no es esta la ocasión de aclarar las circunstancias de este punto. Sólo diré que, con la intención de procurar mejor por la seguridad de Hauser, se le trasladó de Nuremberg a Ansbach, donde el propio Anselm von Feuerbach ocupaba el cargo de juez presidente. Esto fue en 1831. Caspar Hauser vivió dos años más; en 1833 fue asesinado. Ahora, para acabar, os explicaré cómo. Entre tanto, se había operado en él una gran transformación. Tan rápidamente como sus facultades intelectuales se habían desarrollado en Nuremberg, tan nobles como se habían manifestado sus disposiciones, se detuvo de pronto, tras algún tiempo, su evolución espiritual, su carácter se ensombreció y, al cabo, al final de su vida -no pasó de los treinta y un años- se convirtió, según se cuenta, en un triste ser totalmente mediocre que se ganaba honradamente el pan como escribiente judicial y con trabajos en cartón, en los que demostraba una gran habilidad; por lo demás, no se distinguió especialmente por una gran aplicación ni por un gran amor a la verdad.
Sucedió entonces lo siguiente. En una mañana de diciembre del año 1833, un hombre se le acercó por la calle y le dijo: "Le traigo un recado del señor jardinero de la corte, dice que si quiere que le enseñe esta tarde el pozo artesiano que hay en el parque. A tal hora." Hacia las cuatro Caspar Hauser se presentó en el jardín. Junto al pozo artesiano no se veía a nadie; caminó unos cien pasos más en la dirección habitual. Entonces salió de los matorrales un hombre, le tendió una bolsa de color violeta y le dijo: "Le obsequio esta bolsa." Apenas Caspar Hauser la había tocado, sintió un pinchazo. El hombre desapareció, Caspar dejó caer la bolsa y se arrastró aún hasta su casa. Pero la herida era mortal. Murió al cabo de tres días. Antes de su muerte prestó declaración. Pero la cuestión de si ese desconocido era el mismo que en Nuremberg, cuatro años antes, había intentado matarlo, ha quedado tan oscura como todo lo demás. Así, esa vez no faltó tampoco quien afirmase que la puñalada se la había dado él mismo. Pero se halló la bolsa. Una bolsa bien rara, por cierto: no contenía otra cosa que un papel doblado en el que se leía, de derecha a izquierda: "Hauser podrá contaros con toda exactitud qué aspecto tengo y de dónde soy. Para ahorrarle la molestia a Hauser, yo mismo os diré de dónde soy. Soy de la frontera bávara. Incluso os voy a decir mi nombre." y a continuación había simplemente tres letras mayúsculas: M.L.O.
Ya os he dicho que en el Archivo Estatal de Munich hay cuarenta y nueve volúmenes de actas. Se dice que el rey Luis I de Baviera, que se interesó mucho por el asunto, las hojeó todas. Tras él vinieron muchos eruditos. La polémica acerca de si Caspar Hauser era o no un príncipe de Baden sigue sin estar resuelta. Cada año sale uno u otro libro en el que se afirma que el enigma ha sido aclarado. Podemos apostar cien contra uno a que cuando vosotros seáis mayores aún habrá gente que no podrá desembarazarse de esta historia. Si os cae entonces algún libro de este tipo entre las manos, quizá queráis leerlo para ver si en él se halla la solución que la radio os ha dejado a deber.
EL DOCTOR FAUSTO
Cuando era pequeño aprendía historia con el Neuebauer, el mismo libro de texto que se utilizaba y, según creo, se sigue utilizando en muchas escuelas, aunque quizá hoy en día tenga un aspecto bastante diferente. En mis tiempos lo más llamativo en este libro era que la mayor parte de las páginas estaban impresas en dos tipos de letra, una grande y otra pequeña. En letra grande figuraban los nombres de los reyes, las guerras, los acuerdos de paz, los tratados, las fechas importantes, etc.; todo esto había que aprendérselo, lo cual no me hacía mucha gracia. La letra pequeña estaba consagrada a la llamada historia de la cultura, que trataba de los usos y costumbres de la gente en tiempos antiguos, de sus convicciones, su arte, su ciencia, sus construcciones, etc. Esto no hacía falta aprendérselo; bastaba con leerlo. Y esto sí que me divertía. No me hubiera importado que esta parte fuera mucho más larga, aun cuando para ello hubiera tenido que figurar en letra mucho más pequeña aún. En clase no llegábamos a oír mucho de todo esto. El profesor de alemán nos decía que esas cosas saldrían en la clase de historia, y el profesor de historia afirmaba que de todo eso se hablaría en la hora de alemán. Yal final, casi nunca se nos hablaba del asunto.
De Fausto, por ejemplo, se nos decía que el gran drama de Goethe de este título estaba basado en una tradición de más de doscientos años de antigüedad, que hablaba de la vida y el pacto con el diablo del nigromante Johann Faust; se nos mencionaba la existencia de unos diez o veinte libros que relatan su vida, todos procedentes de aquellas dos obras primitivas, la primera aparecida en 1587 y la segunda en 1599; y quizás incluso se nos decía que el doctor Johann Faust tuvo una existencia real; pero esto era todo. Nada se nos decía de todo lo que de él contaban los primeros libros, ni de las muchas historias de magia, viajes y aventuras que habían jalonado su existencia. Y, sin embargo, estas cosas no sólo son decisivas para entender en toda su amplitud el "Fausto" de Goethe, sino que además son muy divertidas
Para ir directamente al grano, os voy a explicar a continuación una de las más tremendas historias de magia del doctor Fausto. La he escogido sobre todo porque no se parece en absoluto a lo que he encontrado en todos los libros de leyendas que he leído. Ciertamente, no tiene nada de extraño que un mago sea capaz de cortarle la cabeza a un hombre y volver a ponérsela prodigiosamente en su lugar. Pero bueno, escuchad ahora la historia.
"En cierta ocasión en que Fausto se hallaba en una taberna, agasajado por algunos buenos amigos, éstos le rogaron que llevase a cabo ante ellos la decapitación mágica de un hombre, seguida de la reposición de la cabeza a su lugar primitivo. El criado de la casa se ofreció como sujeto del experimento, y Fausto le cortó la cabeza. Sin embargo, cuando intentó volverla a su lugar, no lo consiguió, de lo cual dedujo que uno de los presentes debía de estar impidiéndoselo por medio de un encantamiento adverso. Fausto advirtió de ello a los presentes, y, puesto que el culpable se negaba a levantar el hechizo, hizo brotar de la mesa un lirio cuya flor cortó con un cuchillo. En ese momento, al huésped que había estado obstaculizando a Fausto con su magia, se le desprendió la cabeza del tronco. Entonces Fausto devolvió al criado su cabeza y abandonó el lugar tranquilamente."
Semejantes hazañas se clasificaban en aquel tiempo bajo la denominación de magia innaturalis, en oposición a la magia naturalis, que no era otra cosa que lo que hoy llamamos física, química y técnica. El Fausto que nos pinta el primero de los li- bros fáusticos practica fundamentalmente la primera clase de magia, una hechicería tremenda y desvergonzada gracias a la cual pretende conseguir dinero a espuertas, darse banquetes, beber los vinos más selectos, viajar a países remotos a lomos de una especie de capote mágico, y cosas por el estilo. En cambio, el Fausto del teatro, incluyendo el del teatro de marionetas, del que después os hablaré un poco, y también el de la obra de Goethe, no es ningún tunante, sino un hombre que pacta con el diablo para hacerse partícipe de los misterios de la naturaleza, es decir, de la magia natural. En efecto, la función de marionetas empieza mostrando al diablo en los infiernos, hablando con su ministro Caronte, al que le dice: "Empieza a ser aburrido esto de que sólo vengan aparar aquí cuatro miserables granujas. Me gustaría echarle el guante a algún gran hombre," De inmediato, el demonio Mefistófeles se pone en camino para tentar a Fausto.
Este tal Johann Faust, para resumir, nació, al parecer, aproximadamente en 1490 en el Sur de Alemania, y más tarde, siendo estudiante, se abrió paso como pudo, con conferencias o con clases, a la usanza de la época; y se doctoró, como muestran los registros de la Universidad de Heidelberg, el 15 de enero de 1509. Después de esto reanudó su vida aventurera. En 1513 llega a Erfurt, donde se presenta como "Fausto, el semidiós de Heidelberg"; luego su camino le llevó a Cracovia, y finalmente, con toda probabilidad, a París, donde entró al servicio del rey Francisco I. También estuvo en Wittenberg; en un pasaje de las "Tertulias" de Lutero se hace mención de él. Acusado de brujería, tuvo que huir de Wittenberg y finalmente, como nos cuenta la crónica de Zimmern, murió en una aldea del territorio de Württemberg.
En esta crónica del conde Christof von Zimmern, en la que se halla la única noticia existente acerca de la muerte de Fausto, encontramos también otra cosa mucho más interesante. Se afirma en ella que, a su muerte, Fausto dejó una biblioteca. Esta habría pasado a manos del conde de Staufen, en cuyas tierras murió Fausto. Más tarde, gran número de personas habrían visitado al conde de Staufen para adquirir a alto precio libros que habían pertenecido a Fausto. Tenemos constancia de un nigromante del siglo XVII que pagó ocho mil florines por uno de los llamados "Libros de conjuros"[14] ¿ y qué es un libro de conjuros? Se trata de una recopilación de las fórmulas y símbolos mágicos por medio de los cuales se creía poder invocar al diablo ya otros espíritus, buenos o malos. Esos símbolos no son ni letras ni números; como máximo recuerdan al alfabeto arábigo o al hebreo, o a retorcidas construcciones matemáticas. El único sentido que poseían era facilitar a los maestros hechiceros el dar una explicación al fracaso de los conjuros formulados por sus aprendices: siempre podían decir que el fiasco era debido a la imprecisión por parte de los alumnos en la reproducción de los símbolos. Sin duda, eso debía ser cierto en la mayoría de los casos, pues las figuras son tan enrevesadas que lo único que se puede hacer es calcarlas. Y las palabras de estos libros de conjuros no son más que una jerigonza compuesta de latín, hebreo y alemán; suenan muy rimbombantes, pero, aparte de esto, carecen del menor sentido.
Como podéis imaginaros, las gentes en aquella época eran de muy distinta opinión. En efecto, los libros de conjuros eran considerados hasta tal punto peligrosos, que el impresor Johann Spiess, de Frankfurt, que publicó en 1587 el primer libro fáustico, señalaba en su prólogo que, tras profunda reflexión, había decidido suprimir cuantos pasajes pudieran dar origen a escándalo, es decir, en especial los conjuros que se había hallado en la biblioteca mágica. Por lo que respecta a las bibliotecas mágicas, debéis imaginároslas no tanto como colecciones de libros, y mucho menos de libros impresos, sino más bien como un montÓn de cuadernillos manuscritos de química o de matemáticas. No andaba errada la gente que consideraba peligrosa la posesión de semejantes cuadernillos: efectivamente, lo era. Pero no precisamente porque el diablo fuera a meterse en la casa por la chimenea, sino porque la Inquisición, cuando tenía noticia de que alguien poseía libros de magia, lo apresaba y lo acusaba de brujería. La historia nos muestra casos comprobados en los que incluso la posesión del Volksbuch[15] del doctor Fausto tuvo consecuencias fatales para más de uno. Otras cosas bien distintas podían tener consecuencias no menos funestas. Cuando, dentro de un tiempo, leáis el "Fausto" de Goethe, hallaréis en él una escena en la que, durante un paseo en Semana Santa, un perro de aguas se acerca corriendo a Fausto ante las puertas de la ciudad. Más tarde, cuando Fausto está estudiando en su cuarto, el perrillo le molesta con su ruidosa actividad; el Fausto goetheano se dirige a él entonces con estas palabras:
"Si hemos de compartir la habitación,
perrillo, cambia de canción,
¡deja ya de aullar y de ladrar!
Tan molesto acompañante
me resulta de lo más irritante.
Uno de nosotros dos deberá decir adiós.
A mi pesar, he de negarte mi hospitalidad:
abro la puerta y te doy la libertad.
Pero ¿qué ven mis ojos?
¿Realidad o trampantojos?
y esto, Natura, ¿cómo puede acaecer?
¡No cesa mi perro de hincharse y crecer!
Se alza con violencia,
no es de perro su apariencia.
¿Qué fantasma metí en mi residencia?
Hipopótamo parece esta criatura;
ojos de fuego tiene, horrible dentadura.
Ah, me es familiar tu catadura...
Para esta infernal aparición
vale la clave de Salomón."
Este perrillo no es sino un demonio transformado, que en los libros de magia recibe el nombre de Praestigea. Los viejos libros relatan que, a las órdenes de Fausto, este perro de aguas podía cambiar de color y volverse blanco, marrón o rojizo; y también, que, al final de sus días, Fausto se lo legó a un abad de Halberstadt, para quien la posesión del perro no significó alegría alguna, al contrario, falleció pronto. Un ejemplo os puede dar idea de hasta qué punto semejantes historias absurdas estaban arraigadas entre el pueblo. Un gran sabio, Agrippa von Nettesheim, hubo de ser expresamente defendido por uno de sus alumnos contra la acusación de brujería, que la gente había basado, entre otras cosas, en el hecho de que siempre se le veía acompañado de un perrillo negro.
En los primeros relatos fáusticos hay una buena porción de episodios que la gente interpretaba de la misma manera que lo hacemos hoy, es decir, como extrañas historias espectrales, a veces escalofriantes, a veces jocosas, pero sobre las cuales, en cualquier caso, nadie se calentaba los cascos. Sin embargo, había otra clase de episodios y otra clase de lectores. Como podéis deducir del propio calificativo de "magia natural", la física y la química no eran consideradas opuestas a la hechicería en el mismo sentido en que hoy día lo son. Así, por ejemplo, en algunas historias Fausto aplica sus artes mágicas en mostrar a soberanos y estudiantes curiosos ciertas imágenes de los antiguos griegos, de Homero, Aquiles, Helena y otros personajes. Para algunos lectores de estas historias, el hecho de que existiera ya la linterna mágica no Suponía en absoluto una invalidación de las artes mágicas de Fausto, sino, al contrario, su confirmación.
Saber hacer uso de la camera obscura, principio en que se basa la linterna mágica, implicaba, a juicio de estas personas, la posesión de poderes sobrenaturales; de ahí el calificativo de linterna mágica; de la misma manera, entre los primeros intentos de vuelo que, con ayuda de globos, se emprendían en aque1la época, y los viajes por los aires de Fausto con su capote mágico no se apreciaba una frontera tan definida como la que trazamos hoy. Con mayor motivo, muchas prescrípciones médicas que hoy en día nos parecen de lo más natural y razonable, estaban en su tiempo envueltas en un hálito mágico.
Así pues, en aque1la época no estaba clara la diferencia entre el mago y el sabio. Como mago se le aborrecía por haber pactado con el diablo; pero como sabio se le contempló, a pesar de todo, como a una naturaleza superior; este hecho tendría más tarde una importancia decisiva para el "Fausto" de Goethe. Pero el teatro de marionetas, a su manera, ha sabido expresar lo mismo. A fin de que los espectadores más simples pudieran captar también el carácter extraordinario de la figura de Fausto, se puso a su lado, como contraste, al Hanswurst[16], que en la obra también ha hecho un pacto con el demonio, a pesar de lo cual sigue tan necio y absurdo como siempre y al final incluso consigue quitarse al diablo de encima. El episodio más hermoso de la función de marionetas, es el que, al final de la vida de Fausto, nos muestra el encuentro del agobiado mago con el estúpido y aburrido Hanswurst, por el cual el diablo ya hace tiempo que no siente ningún interés. En cambio, a Fausto va avenir a buscarlo dentro de dos horas. Os lo leo:
FAUSTO: En parte alguna hallo ya tregua ni reposo. A donde voy, me persigue la imagen de los infiernos. iOh! ¿Por qué no me mantuve firme en mis propósitos, por qué me dejé seducir? El maligno supo atacarme por mi punto débil; estoy irrevocablemente condenado al fuego eterno. Incluso Mefistófeles me ha abandonado, precisamente en esta infortunada hora en que más que nunca necesito distracción. ¡Mefistófeles, Mefistófeles! ¿Dónde estás?"
En ese momento aparece Mefistófeles en forma de diablo.
MEFISTÓFELES: ¿Qué te parezco ahora, Fausto?
FAUSTO: ¿Cómo te atreves? ¿Has olvidado acaso que estás obligado a comparecer ante mí en forma humana?
MEFISTÓFELES: No, ahora ya no, pues tu tiempo ha transcurrido. Dentro de tres horas serás mío.
FAUSTO: ¿Cómo? ¿Qué dices, Mefistófeles? ¿Que mi tiempo ha transcurrido? Estás mintiendo. Sólo han pasado doce años; por lo tanto, todavía habrás de servirme durante otros doce.
MEFISTÓFELES: Te he servido veinticuatro años.
FAUSTO: ¿Cómo es posible? ¿No pretenderás cambiar el calendario a tu gusto?
MEFISTÓFELES: No, eso no puedo hacerlo. Pero ten paciencia y escúchame. Reclamas doce años más...
FAUSTO: Con todo derecho. En nuestro contrato pone veinticuatro años.
MEFISTÓFELES: Tienes toda la razón. Pero lo que no acordamos fue que hubiera de servirte día y noche. Tú, sin embargo, has estado importunándome día y noche, así que no tienes más que añadir las noches y hacer cuentas, y verás que nuestro contrato, efectivamente, ha llegado a su término.
FAUSTO: Oh espíritu falsario, me has engañado...
MEFISTÓFELES: No. Tú te has engañado a ti mismo.
FAUSTO: Déjame un año más de vida...
MEFISTÓFELES: Ni un solo día.
FAUSTO: Sólo un mes...
MEFISTóFELES: Ni una hora más.
FAUSTO: Sólo un día, para despedirme de mis buenos amigos..."
Pero Mefistófeles no accede a nada. Ya ha servido bastante tiempo. Con las palabras: "Nos veremos a las doce", se despide de Fausto.
Y ya os podéis imaginar lo emocionante y excitante que resulta ver aparecer en ese momento sobre el escenario del teatrín al Hanswurst haciendo de sereno, lento y bonachón, y oírlo cantar la hora con toda tranquilidad. Tres veces.
"Se hace saber, señores y señoras, que la campana ha tocado las diez horas"; en fin, la vieja canción de los serenos alemanes.
A Fausto, pues, le quedan dos horas de vida, dos horas hasta las doce, y en el último cuarto de hora se encuentra al Hanswurst. Y para que Fausto no nos dé pena, a pesar de todas sus vilezas, cuando el diablo venga a llevárselo al final, y también para hacer más palpable su desesperación, el autor de la vieja farsa de marionetas hace que Fausto intente salvarse por medio de una triste patraña. Ahora oiréis en qué consiste y cómo fracasa.
El Hanswurst advierte de repente la presencia de Fausto y le dice:
HANSWURST: "Buenas noches, Don Faustino, buenas noches. ¿Tan tarde y aún por la calle?
FAUSTO: Sí, criado mío, en parte alguna hallo reposo, ni en la calle ni en mi casa.
HANSWURST: Os está bien empleado. Mirad, yo también estoy por los suelos, y además todavía me debéis la paga del mes pasado. Tened la bondad de pagármela ya. Es que me hace mucha falta.
FAUSTO: Ay, criado mío, no tengo nada. El diablo me ha dejado tan pobre que ni siquiera yo me pertenezco ya a mí mismo. (Aparte: ) A ver cómo puedo utilizar a este necio para librarme del diablo. (E, intentando engañar a Hanswurst, le dice:) Sí, mi querido criado, es cierto que no tengo dinero, pero no quisiera dejar este mundo sin haberte pagado antes. Mira, podemos hacerlo así: tú te quitas tus ropas y te pones las mías, y así tú quedas pagado y yo liquido mi deuda.
Pero el Hanswurst hace un gesto negativo con la cabeza:
HANSWURST: Oh, no. A saber si al final el diablo se llevaría al que no debe. No, no, antes de que haya un error tan grande, prefiero regalaros el dinero. A cambio podríais hacerme un favor.
FAUSTO: Con mucho gusto. ¿De qué se trata?
HANSWURST: Saludad a mi abuela, que está en el infierno, departamento doce, a la derecha según se entra.
y el Hanswurst toma las de villadiego. Tras el escenario se oye cantar:
"Se hace saber, señores y señoras,
que la campana ha tocado las diez horas.
No dejéis que se apague el fuego del hogar,
que pronto el diablo a Fausto se ha de llevar."
Tocan las doce, y entre truenos, azufre y relámpagos surge de los infiernos todo un batallón de demonios para llevarse a Fausto.
Siendo niño, Goethe presenció esta farsa de marionetas. Empezó a escribir su "Fausto" antes de los treinta años y lo acabó a los ochenta. El Fausto de Goethe también hace un pacto con el diablo y éste también quiere llevárselo al final. Pero en los doscientos cincuenta años transcurridos desde la aparición del primer libro fáustico hasta el día en que Goethe puso punto final a su drama, la humanidad había cambiado. El hombre se daba cuenta cada vez con mayor claridad de lo que había llevado a sus antepasados a practicar la magia no había sido, con frecuencia, la codicia, la maldad o la pereza, sino el ansia de saber y la grandeza de espíritu. Fue esto lo que Goethe quiso mostrar en su "Fausto". Y por ello, al fin de la obra, el diablo no tiene más remedio que retirarse ante la multitud de ángeles que llenan el escenario.
CAGLIOSTRO
Hoy os hablaré de un gran farsante. Con lo de grande no me refiero solamente a que el hombre supiese engañar de la manera más escandalosa y desvergonzada, sino a que lo hacia con una especial perfección. Con sus engaños consiguió no sólo hacerse famoso en toda Europa, sino también ser venerado por miles de personas y ser considerado poco menos que un santo; su retrato, en forma de grabado, pintura o escultura, conoció entre los años 1760-80 una incalculable difusión. Practicó el espiritismo, las curaciones milagrosas, el arte de fabricar oro y las curas de rejuvenecimiento precisamente en pleno auge de la llamada Ilustración, en una época en la que, como sabéis, la gente se mostraba especialmente desconfiada respecto a todas las fabulaciones legadas por la tradición, afirmaba querer regirse exclusivamente por su libre entendimiento y, en pocas palabras, debería haberse guardado mucho de hombres como éste Cagliostro. Antes de acabar intentaré explicaros cómo, a pesar, o quizá precisamente debido a todo esto, fue posible que Cagliostro se saliera tan bien con la suya precisamente entonces.
Hasta hoy no se ha logrado averiguar con exactitud de dónde procedía Cagliostro; pero en cualquier caso, hay algo que no ofrece dudas: no del lugar de donde afirmaba proceder, concretamente de Medina. Aún más, es seguro que no procedía de Oríente, sino originariamente de Italia y, más tarde, quizá de Portugal. De la mocedad de Cagliostro se sabe con certeza que recibió su primera formación en casa de un boticario mientras adquiría por su cuenta toda clase de conocimientos inútiles, como el arte de encontrar tesoros, falsificar escritos, mendigar y cosas por el estilo. Jamás se detuvo mucho tiempo en lugar alguno. Su vida acabó errante, como había empezado. Pero entre todas sus etapas ninguna es más importante que Londres, adonde llegó por primera vez hacia 1750. Allí trabó conocimiento con la masonería y probablemente ingresó en sus filas. Las extrañas y fantásticas pruebas a las que hubo de someterse para ello -algunos de vosotros conoceréis las pruebas de fuego y de agua de "La flauta mágica": son pruebas masónicas-, estas experiencias londinenses, marcaron para siempre sus fantasías y ensueños. La gran meta de la vida de Cagliostro fue representar algo especial en el sentido masónico. Los auténticos masones formaban una sociedad que nada tenía que ver con la magia, sino que tenía unos fines en parte filantrópicos y en parte políticos. Ambos fines iban de la mano, pues la actividad política de los masones se dirigía contra la cruel tiranía de muchos de los gobernantes europeos de la época. Y por otro lado, ciertamente, contra el papa. A Cagliostro no le podía bastar con estos fines relativamente sensatos. El aspiraba a fundar una nueva masonería, la llamada egipcia, una especie de sociedad hechicera cuyas leyes él se sacó limpiamente de la manga. Sus objetivos, desde luego, iban más lejos. Esta masonería egipcia no debía, al contrario que la auténtica, adoptar ante el papado una actitud hostil, sino amistosa. Cagliostro quería reconciliar a los masones con el papa y, como mediador entre ambas instancias, auparse al máximo poder en Europa.
Por más que este hombre extraordinario obtuvo enormes éxitos en toda Europa -a base de engañifas con las que hoy en día nadie llegaría muy lejos-, no pudo evitar toparse de vez en cuando con personas que no se dejaban engañar. No me refiero con ello a los médicos que lo persiguieron con encono en todos los lugares adonde llegaba, pues en ellos había menos conciencia de los engaños de Cagliostro que simple antagonismo profesional. Cagliostro aplicaba siempre el viejo truco de todos los charlatanes: allí donde se instalaba, hacía saber en seguida que a los pobres los trataría gratuitamente. y cumplía al pie de la letra esa promesa. Desde luego, más tarde dejaba entrever discreta mente a las muchas personas ilustres que, por supuesto, también recababan su asistencia médica, las dificultades económicas a las que le llevaba su magnánima filantropía. y las gentes acaudaladas y de alto rango no podían menos de sentirse muy halagadas de que él aceptara sus obsequios. En fin, no es a los médicos a quienes nos referíamos cuando hablábamos de la gente que sabía de qué pie cojeaba Cagliostro. Tampoco se trata de los numerosos hombres de ciencia y filósofos con quienes tropezÓ y que descubrieron sus manejos. No; para poder hablar de Cagliostro sin reservas, con firmeza y dando la cara, más bien hacía falta, probablemente, ser hombre de instinto práctico y maneras sobrias; y, sin duda no es por azar que una de las descripciones más hostiles, pero no por ello menos vigorosa y clara, del aspecto físico y el comportamiento de Cagliostro sea obra de un comerciante que había corrido mucho mundo:
"Jamás me había tropezado, escribe, con un charlatán tan desvergonzado, capaz de pisotear a todo el mundo y andar con la cabeza bien alta. Es un individuo bajo, gordo, muy ancho de espaldas, de pescuezo grueso y tieso y cabeza redonda; tiene el pelo negro, la frente hundida, cejas espesas y finamente curvadas, ojos negros, relucientes, de mirada turbia y jamás quieta, nariz algo arqueada, redondeada, carnosa, labios redondeados, gruesos y separados, mentón redondeado, recio y prominente, quijada redondeada, dura como el hierro; pletórico de energías, moreno, con una voz poderosa y sonora. Este es el santo milagrero, el visionario, el médico y filántropo que desde hace años vive en estas tierras sin que nadie sepa de dónde saca el dinero. No puede uno menos que desear a todos sus fosilizados adoradores la fortuna de que algún día este hombre se encuentre ante ellos con alguien tan desvergonzado como él, con la horma de su zapato, con alguien que lo trate como él los trata a ellos, como si fuera un ser superior. Pronto verían reducido aun papel lamentable a este hueco fanfarrón, que, carente de dotes naturales y de cultura, sería incapaz de plantar cara ni un minuto aun hombre semejante. Este, desde luego, habría de ser de fuerte complexión para, en caso necesario, agarrar a ese niñato con una mano y colgarlo por la ventana y, que si te suelto que si no te suelto, hacerle confesar."
Ya véis que este honrado comerciante no tenía pelos en la lengua. Pero la verdad es que fue demasiado lejos. Pues si Cagliostro no encontró en los primeros cuarenta años de su vida a nadie que le enmendara la plana, no fue por casualidad. Sobre las causas de esta superioridad se han emitido las más dispares hipótesis. Muchos creen que era su mirada; según éstos, ninguna persona a quien Cagliostro mirase fijamente era capaz de sustraerse a su voluntad. A esto hay que añadir el hecho de que la gente, en aquellos tiempos, era en el fondo muy propensa a meterse en estas experiencias. Cuanto menos querían saber de la Iglesia, de los sacerdotes, etc., tanto más se interesaban por el magnetismo, una especie de fuerza mágica natural que por aquel entonces se creía haber detectado en el ser humano y, ante todo, en los animales. Y lo que le faltaba de sabiduría y formación, Cagliostro lo suplía mediante su extraordinario instinto teatral. Basta con leer la descripción de cualquiera de las lecciones magistrales que impartía en todas las ciudades, para comprender la enorme expectación que despertaban:
Vestido con una túnica talar y con un enorme sombrero de ala ancha sobre la cabeza, ocupaba, en la sala casi a oscuras, cuyas paredes habían sido revestidas de terciopelo negro, una especie de trono sobre el cual se extendía un baldaquino de brocado. Pero antes de ocupar su plaza en el trono, cruzaba la llamada senda de acero, que era un pasillo formado por los más distinguidos de sus seguidores colocados en dos filas y cruzando sus espadas por encima de sus cabezas. Los cirios que iluminaban pobremente la sala estaban colocados en grupos de siete o nueve cifras -a las que Cagliostro otorgaba un especial significado- y montados en candelabros. A esto se añadía el olor del incienso, que surgía de unos recipientes de cobre, y el juego de luces en una gran vasija llena de agua en la que Cagliostro leía el futuro o lo hacía profetizar por un niño. La lección propiamente dicha daba comienzo cuando él sacaba un siniestro libro de pergamino y leía en él, en furiosa confusión, una retahila de conjuros, fórmulas para convertir en seda cualquier tela grosera, para transformar pequeñas piedras preciosas en brillantes del tamaño de un huevo de gallina, etc.
Quizás os estéis preguntando: ¿qué pretendía Cagliostro con todo esto ? Que nadie piense que una persona que sólo aspire a vivir bien ya comer y beber opíparamente puede llegar a poseer la energía y la fantasía necesarias para tener en vilo con sus embustes a Europa entera durante veinte años. A lo que Cagliostro aspiraba era a fundar el fabuloso reino de los masones; ansiaba el poder por lo menos tanto como las riquezas. Ya esto hay que añadirle otra cosa: ningún ser humano puede pasarse decenas de años viviendo en la esfera de determinadas ilusiones y pasarse la vida hablando de la eternidad, de la piedra filosofal, del séptimo libro de Moisés y de otros misterios similares pretendidamente fruto de sus investigaciones, sin, al fin y al cabo, creer él mismo un poco en todo ello. O, para decirlo mejor y con más exactitud: sin duda Cagliostro no se creía las cosas que le contaba a la gente, pero seguramente sí creía que su poder de hacer creer a los hombres las más fantásticas mentiras no era menos valioso que la piedra filosofal, la eternidad y el séptimo libro de Moisés juntos. Y es en este punto donde se halla el meollo de sus mentiras. Lo que hacía tremendamente poderoso a Cagliostro era su fe en sí mismo, la fe en su poder de convicción, en su fantasía, en su don de gentes. Esta fe debió cobrar tales fuerzas en él mismo que acabó convirtiéndose en algo parecido a una religión secreta, si bien muy distinta a la que predicaba a sus discípulos. Fue este aspecto el que tan apasionadamente interesÓ a Goethe, hasta el punto de que, como habéis aprendido o aprenderéis en la escuela, escribió una obra de teatro sobre este hombre, titulada "El gran copto". Lo que seguramente no os dirán es que el propio Goethe jugó una vez a ser Cagliostro; no ante el mundo, pero sí ante la familia de Cagliostro. En su "Viaje a Italia" cuenta que, durante una conversación en una posada de Palermo, se hizo mención de Cagliostro y sus parientes pobres; que él, Goethe, expresó el deseo de conocer a la familia de aquel hombre extraordinario; que esto resultó muy difícil, y, al cabo, sólo pudo ser porque Goethe fingió haber tratado a Cagliostro en persona y traer saludos de su parte para los suyos; describe también las esperanzas que este encuentro despertó en la familia y añade que él mismo, debido a esto, se reprochó aquel fingimiento. Cuenta finalmente que, para expiar este sentimiento de culpa, envió a la familia a su regreso a Weimar una fuerte suma de dinero en la que aquella gente creyó reconocer un regalo de Cagliostro.
Os daréis cuenta de que en realidad no os he contado gran cosa acerca de la vida de Cagliostro propiamente dicha. Y así lo pienso dejar; pues cada una de las etapas de su existencia está ligada a tantas y tan complicadas historias, que para contarlas todas haría falta un voluminoso libro. En cualquier caso, esa vida acabó como la historia del cántaro que tantas veces va a la fuente que al final se rompe. Tras treinta años, Cagliostro había llegado a un punto en que por todas partes donde iba se encontraba una suerte de viejas historias muy desagradables que sólo aguardaban a su llegada para salir del letargo en que estaban sumidas y empezar de nuevo acorrer de boca en boca. Sus etapas se fueron haciendo más y más cortas, hasta convertirse en una huida. En este empeoramiento, el gran diario "El Correo de Europa" jugó un papel tan importante y a la vez cómico, que quiero contároslo para c~ncluir: Entre, las múltiple~ sandeces, médica~ y i químlcas que Cagliostro Intento vender al publico había una historia de cerdos. Había publicado en algún sitio que los habitantes de la ciudad de Medina, de donde, como todos sabían, afirmaba ser originario, se protegían de los leones, tigres y leopardos cebando cerdos con arsénico y dejándolos luego sueltos por la selva, donde las fieras los devoraban y morían así envenenadas, Morand, el editor del "Correo de Europa", desempolvó esta historia y se despachó a gusto con ella, Esto enojó mucho a Cagliostro, que le planteó un curioso desafío. El tres de septiembre de 1786 hizo imprimir una hoja volandera en la que invitaba a Morand a comerse con él el nueve de noviembre un cochinillo cebado a la manera de Medina, y apostó cinco mil florines a que Morand pereceria, mientras que él seguiría sano. La verdad es que esperar que alguien muriera y encima hubiese de pagar cinco mil florines por una apuesta perdida era pedir demasiado. Es comprensibleque a Morand no le apeteciese en absoluto. Lo que hizo fue algo bien distinto: emprender, a partir de aquel momento, la publicación en su "Correo de Europa" de todos los hechos probados y rumores que hablaban contra Cagliostro. Finalmente, éste huyó a Roma, aunque, debido a su relación con los masones, no podría haberse encontrado menos seguro en ningún lugar. Algunos amigos le pusieron al corriente a tiempo de que la InquisiciÓn quería encarcelarlo. Pero Cagliostro estaba cansado y se quedó en Roma. En 1789 el papa Pío VI ordenó su detención y su reclusión en el castillo de Sant' Angelo y la apertura por la Inquisición de un proceso contra él. La mayor parte de lo que hoy sabemos de Cagliostro lo debemos a este proceso, que, al parecer, transcurrió con una gran exactitud, si bien con sorprendente clemencia. Era inevitable, sin embargo, que acabase con una sentencia de pena de muerte por herejía. No obstante, en 1791 el papa concedió a Cagliostro la gracia de la prisión perpetua. Más tarde, no se sabe la fecha con exactitud, murió en la cárcel de San Leone, cerca de Urbino.
Muchas enseñanzas se pueden extraer de esta historia, si se quiere. Sin calentarse demasiado la cabeza, es fácil llegar a la conclusión de que si hay algo que abunda en este mundo, son los tontos. Pero si nos miramos el asunto con más atención, aún podremos extraer de la historia de Cagliostro otra importante verdad.
Al principio os he hablado de la Ilustración, una época en la que privaba una actitud muy critica hacia la concepción tradicional del Estado, la religión y la Iglesia, ya la que ciertamente hemos de agradecer grandes avances de la libertad y de la cultura. Fue precisamente en esta era libre y critica de la Ilustración cuando Cagliostro sacó todo el jugo a sus artes. ¿Cómo pudo ser? Respuesta: precisamente porque la gente estaba tan convencida de que todo lo sobrenatural era falso; precisamente por eso no se tomaron en ningún momento la molestia de reflexionar seriamente sobre el asunto, y habían de ser necesariamente víctimas de un hombre como Cagliostro, que con la habilidad de un prestidigitador supo simular lo sobrenatural ante sus ojos. Si hubieran tenido menos convicciones firmes y más capacidad de observación, nunca les habria podido suceder algo así. Esta es, pues, otra de las enseñanzas de esta historia: la capacidad de observación y el conocimiento de la naturaleza humana valen más, en muchos casos, que cualquier punto de vista, por firme y correcto que sea.


EL FRAUDE FILATELICO
Voy a hablaros de un asunto que ni siquiera los filatelistas más expertos y avisados conocen suficientemente: la falsificación. La falsificación de ellos. Desde que en 1840 el gobierno inglés nombró administrador general de correos, ennobleció y otorgó un premio nacional de cuatrocientos mil marcos a Rowland Hill, hasta entonces un simple maestro de escuela, por su invención del sello de correos, esos pedacitos de papel han rendido millones y millones; mucha gente ha amasado su fortuna gracias a los sellos. Ya sabéis por vuestros libros de texto cuánto puede llegar a valer un solo sello en determinadas circunstancias. El más caro de todos no es, como se suele creer, el "Post office" de dos peniques de Mauricio, sino uno de un centavo de la Guayana Inglesa, un sello provisional del año 1856, del cual, según todos los indicios, sólo se conserva un ejemplar. Fue impreso en la imprenta del periódico local, con el mismo tosco cliché que allí se empleaba para los anuncios de las compañías navieras. Este único ejemplar conocido fue hallado hace años por un joven coleccionista de la Guayana entre viejos papeles familiares. Después pasó a la colección La Renotiere, de París, que era la mayor colección de sellos del mundo. No se sabe cuánto pagó el propietario de la colección por este sello; hoy en día su precio de catálogo asciende a cien mil marcos. La colección de la que pasó a formar parte constaba en 1913 de ciento veinte mil ejemplares, y ya entonces se la valoraba en bastante más de diez millones. Por supuesto, sólo un millonario pudo darse el gusto de reunir semejante colección. Pero, fuera o no fuera esa su intención, el caso es que ganó millones con ella. Sus inicios se remontan al año 1778. Los de la filatelia se retrotraen, sin embargo, a quince años antes. En aquella época, claro, coleccionar sellos era más fácil que ahora, no sólo porque había muchos menos, sino también porque aún no se hacían falsificaciones, o al menos no con la intención de confundir a los coleccionistas. Aquellos de vosotros que conozcáis revistas de filatelia, sabréis que en ellas se informa con regularidad de las falsificaciones como de algo completamente ordinario, con lo cual hay que contar. Y no podía ser de otra manera, dada la cantidad de dinero que se puede ganar con los sellos; además el terreno se ha ampliado tanto que ya nadie puede estar totalmente al día en él. Hasta 1914, o sea, antes de que se emitieran los incontables sellos de guerra y de ocupación, se habían contabilizado ya 64.268 valores diferentes.
Vamos a hablar, pues, de las falsificaciones. Ya sabéis que existen falsificaciones en todos los terrenos del coleccionismo, sin excepción, y que aparte de las toscas y pasajeras, que están hechas para los tontos, hay otras ante las cuales incluso los mayores expertos fracasan, y que sólo son detectadas al cabo de décadas enteras, o quizá nunca. Muchos coleccionistas, en especial los bisoños, creen ponerse a salvo de falsificaciones rechazando todos los sellos que no sean usados. La causa primitiva de esto se halla en el hecho de que una serie de estados, especialmente los Estados Pontificios, Cerdeña, Hamburgo, Hannover, Helgoland y Bergedorf emitieron reimpresiones de series que se habían hecho raras, y que ya no fueron destinadas al uso normal, sino puestas directamente a disposición de los coleccionistas. Estas reimpresiones o, si se quiere, falsificaciones, se distinguen, naturalmente, porque no están mataselladas. Pero éste es un caso particular que no se puede generalizar. Pensar: "Este sello es falso porque no está matasellado" es la cosa más tonta que hay. Más exacto sería decir: "Este sello está matasellado porque es falso." Pues, en realidad, son extraordinariamente pocos los sellos falsificados que no llevan matasellos: prácticamente sólo aquellos cuyo falsificador -si se le quiere llamar así- es el Estado, ya que si el falsificador privado se atreve a imitar el sello, que es una pieza de trabajo fino, aún más fácilmente puede falsificar un matasellos, que es una cosa tosca. y cuando termina su falsificación, la examina con toda atención, en busca del punto débil que siempre hay en las imitaciones, y cuando lo halla intenta disimularlo tapándolo con el matasellos. En fin, coleccionar sólo sellos matasellados puede ayudar a evitar unas pocas reimpresiones, pero no protege en absoluto contra la gran mayoría de las falsificaciones. Muy pocos filatelistas saben cuál es el país más importante en el terreno de la falsificación, el que produce las imitaciones más logradas. Se trata de Bélgica. Los belgas, por cierto, no falsifican solamente sus propios sellos de correos -la más famosa falsificación es la del sello belga de cinco francos-, sino, en la misma medida, los de otros países, como por ejemplo el sello alemán de Marruecos por valor de una peseta. Para colocar sus productos, los falsificadores utilizan un truco estupendo que, por un lado, les permite realizar importantes transacciones, y por el otro, les protege de posibles castigos. Consiste en presentar sus falsificaciones como tales. Está claro que, renunciando a vender sus sellos falsificados como auténticos, renuncian también a obtener ganancias extraordinarias. Pero como sucede que sus clientes son, en su mayor parte, gente que pretende hacer justamente eso que ellos no hacen, los falsificadores están en situación de hacerse pagar precios muy respetables por esos sellos presuntamente no falsificados, sino, como afirman, imitados con fines científicos. Algunos pequeños negocios filatélicos reciben ofertas suyas en las que se hace elogio de su impecable imitación de sellos fuera de circulación, de su admirable elaboración según nuevos métodos, de sus copias matemáticamente exactas, de su impresión, sus tintas, su papel, sus filigranas, sus bordes dentados, sin olvidar sus matasellados. Para protegerse de tales productos, los grandes negociantes filatélicos propusieron, para ejemplares especialmente raros, una especie de garantía o timbre de autenticidad, que aseguraría la autenticidad del sello en cuestión, garantizada por una determinada casa filatélica respetable. Otros, sin embargo, replicaron que sería una lástima deteriorar sellos auténticos con un timbre comercial como ese, por pequeño que fuera, y que valdría más marcar, caso por caso, las falsificaciones detectadas de sellos valiosos con un timbre especial, por decirlo así, un estigma. Dicho sea de paso, no todo lo que se anuncia como "imitación" ha sido pensado como falsificación. Por ejemplo, el famoso sello negro inglés de un penique de 1864 fue reimpreso por la fábrica , estatal de moneda y timbre con destino a las colecciones de algunos príncipes ingleses. Si alguno de vosotros sigue, dentro de unos años, coleccionando sellos, ya tendrá bastantes problemas con las falsificaciones, y aprenderá acerca de este tema mucho más de lo que yo puedo explicaros hoy, incluyendo los diversos medios que se emplean en la lucha contra ellas. Hoy sólo os mencionaré uno, pero muy importante: el llamado "Manual de falsificaciones" de Paul Ohrt.
Pero existen otros tipos de fraude al coleccionista, por parte del Estado o por parte de partiGulares; hay otras maneras de abusar del aficionado a la filatelia que no tienen nada que ver con la falsificación. Aquí hay que mencionar, sobre todo, a los países que, por decirlo así, viven de la venta de sellos de correos. Una gran cantidad de estados contaba, sobre todo hace años, con los bolsillos de los coleccionistas de sellos para mejorar su situación financiera. El descubrímiento de esta singular fuente de ingresos cabe atribuírselo aun imaginativo ciudadano de las Islas Cook. Los habitantes de ese archipiélago, en número de diez o doce mil, eran antropófagos hasta no hace demasiado tiempo. Con los prímeros enseres y objetos de consumo de la civilización llegaron también los primeros sellos, cuya fabricación encargaron los nativos a una imprenta neozelandesa. Se trataba de sellos muy sencilIos, pedazos de papel engomado simplemente flanqueado por letras de imprenta. A pesar de ello, las grandes casas filatélicas de América y Europa mostraron un vivo interés por dicha emisión y la pagaron aun alto precio. Nadie se sorprendió tanto de esto como los propios isleños, que de este modo vieron abrirse de repente ante ellos una fácil y caudalosa fuente de ingresos. De inmediato hicieron imprimir en Australia nuevas seríes distintas a la primera en dibujo y color. Historias parecidas podrían contarse de muchos estados sudamericanos, especialmente de Paraguay, así como de los pequeños principados indios de Faridkot, Bengala y Bamra. Con todo, estos gobernantes amantes del dinero fácil eran a veces superados en astucia por particulares como aquel ingeniero que se comprometió a suministrar gratis a Guatemala dos millones de sellos nuevos, exigiendo a cambio de ello que se le entregasen todas las series de sellos viejos que quedaban en la Fábrica nacional de timbres. Ya os podéis imaginar el negociazo que haría después con ellas. Incluso en Alemania, cuando, a finales de la guerra, las cosas iban muy mal, Correos siguió el ejemplo de esos reinos y principados exóticos y puso en venta directamente a coleccionistas privados todas sus existencias de sellos coloniales.
¿Me dejáis explicaros ahora otra historia de fraude muy diferente, y que en realidad no tiene nada que ver directamente con el coleccionismo de sellos? Es una de las estafas más sofisticadas jamás concebidas. y como en ella una colección de sellos juega un papel central, creo que puedo permitirme explicárosla. La cosa pasó en 1912 en Wilhelmshaven. Un acomodado vecino de la ciudad vendió a un señor de Berlín por diecisiete mil marcos una hermosa colección de sellos reunida con el esfuerzo de largos años, y se la envió contra reembolso. Entretanto, el comprador había enviado a Wilhelmshaven, bajo la misma signatura, un paquete que supuestamente contenía libros. Poco después reclamó telegráficamente dicho paquete, que emprendió, pues, el regreso a Berlín. Allí, en fin, llegaron sin novedad ambos paquetes, y el estafador consiguió retirar en la terminal de correos de Berlín el que contenía la colección de sellos, sin pagar reembolso, ya que se hizo pasar por el remitente, que lo había reclamado. El paquete supuestamente lleno de libros resultó contener sólo papeles recortados; el destinatario desapareció para siempre.
Hasta aquí lo que se refiere a los fraudes directamente relacionados con el mundo de los filatelistas. Pues entre los defraudados, especialmente por la falsificación, hay otro muy distinto y mucho más poderoso que los coleccionistas de sellos: el servicio de Correos. Se ha calculado que el consumo anual de sellos en Alemania asciende aproximadamente a seis mil millones, y el mundial a treinta mil millones. Se ha estimado también el valor en dinero de los sellos usados en Alemania en unos cinco mil millones de marcos. Así, Correos produce y consume anualmente unos cinco mil millones de marcos en, por llamarlo así, pequeño papel moneda. Podemos considerar los sellos de correos como pequeños billetes de banco, y de hecho no sólo se usan para franquear la correspondencia, sino frecuentemente también para efectuar pagos hasta una determinada suma. Sólo una cosa los distingue por completo del papel moneda, y es que para imitar billetes de diez o cien marcos hacen falta amplios conocimientos del arte de la impresión e instrumentos caros y complicados, mientras que reproducir sellos es extraordinariamente sencillo; además, cuanto más tosca es la reimpresión de los auténticos, más difícil resulta distinguirlos de los falsificados.
Así, hace varios años, sucedió que unos sellos alemanes de diez pfennig fueron declarados falsos por una serie de filatelistas muy expertos, en tanto que Correos opinaba que eran auténticos. El montante de las falsificaciones de sellos de este tipo -en realidad podría llamárselas "falsificaciones de papel moneda ", y como tales están penadas por la ley- no se puede fijar con seguridad, pues Correos lleva la contabilidad de los millones de marcos en sellos que pone en circulación cada año, pero no de los millones de marcos en sellos que inutiliza anualmente. Algunos afirman que la administración postal sufre cada año estafas por valor de cientos de millones. Esto, como queda dicho, no se puede demostrar, pero si tenemos en cuenta que se la puede defraudar por medios mucho más sencillos que la falsificación, y que hay gente que borra limpiamente el matasellos de los sellos inutilizados, esa afirmación nos ha de dar que pensar. Aseguran incluso que es posible detectar una preferencia por los distintos tipos de fraude según las zonas; por ejemplo, se dice que las falsificaciones masivas mediante impresión se practican fundamentalmente en el Sur de Europa, mientras que en el Norte es más habitual la falsificación al por menor mediante el lavado de los sellos. Todo esto os lo explico porque las intenciones de la gente que afirma estas cosas apuntan a algo que afectaría a todos los aficionados a la filatelia: la desaparición del timbre de papel y su sustitución por el sellado con tinta, aplicado directamente en el sobre. Ya os habréis fijado en que los grandes envíos ya no se franquean hoy en día con sellos de papel, sino de tinta. Los enemigos del timbre postal pretenden imponer este sistema también a los envíos privados, introduciendo, por ejemplo, buzones automatizados. Habría buzones para cinco, ocho, quince, veinticinco pfennig, etc., según el franqueo que hiciera falta pagar por cada carta. Y para que se abriese la ranura, antes habría que depositar en el buzón el importe correspondiente en monedas. Pero ese momento aún no ha llegado, y la cosa presenta todavía una serie de dificultades. Por ejemplo, la Unión Postal Universal sólo reconoce timbres, no sellos de tinta. De todos modos es razonable pensar que en la época de la mecanización y la tecnología nuestros sellos tienen los días contados. Y aquellos de vosotros que quieran estar a la altura de los acontecimientos quizá hagan bien en ir pensando cómo pueden procurarse una colección de sellos de tinta. Hoy en día asistimos a una progresiva diversificación y enriquecimiento de este tipo de sellos; por ejemplo, llevan anuncios formados por imágenes y palabras. Los enemigos del sello de papel ya han prometido, para ganarse las simpatías de los filatelistas, que se adornará los sellos de tinta con paisajes, imágenes históricas, escudos, etc., tan hermosos como los que aún embellecen los sellos de papel.

LOS "BOOTLEGGERS"
Vamos a hablar de los bootleggers; ya veremos luego lo que significa literalmente esa palabra. La revista de la radio ha tenido una buena idea al poner al lado la frase "o los contrabandistas de alcohol americanos", Si no, habríais tenido que preguntarles a vuestros padres. Ellos saben muy bien qué clase de gente son los bootleggers, y justamente en estas semanas han vuelto a leer muchas cosas acerca del famoso Jacques Diamond, el próspero bootlegger que, huyendo de sus enemigos, había llegado a Europa, pero fue detenido en Colonia y enviado de vuelta a América. Quizá más de un adulto de los que se puedan haber perdido en esta "Hora de los chicos" se interesa por esta clase de gente curtida en cien batallas y más lista que el hambre. Ya lo mejor esos adultos también se interesan por otra cosa, concretamente por la pregunta: ¿qué necesidad hay de explicarles a los niños semejantes historias? ¿Hay que hablarles de estafadores y criminales que transgreden las leyes para amasar una fortuna en dólares, y que además suelen conseguirlo? Sí, esas son preguntas que se pueden hacer, y realmente no tendría yo muy buena conciencia si llegase y empezase a soltaros de cualquier manera una historia de bandidos detrás de otra. Antes que nada os voy a hablar un poco de los grandes e importantes propósitos y leyes que están en el fondo de la historia en la que los contrabandistas de alcohol hacen de protagonistas.
No sé si habréis oído hablar del problema del alcohol. Pero seguro que sí habréis visto más de un borracho, y contemplando a uno de esos seres es fácil comprender por qué ha habido hombres que se han preguntado si el Estado no debería prohibir la venta de alcohol. En cualquier caso, así se hizo en los Estados Unidos en el año 1920, por medio de una enmienda a la Constitución. Desde entonces está en vigor la llamada Ley Seca, que prohibe todo suministro de alcohol, excepto con fines medicinales. ¿Cómo se llegó a esta ley? Hubo un montón de motivos para ello, e investigándolos un poco, nos enteramos, de paso, de muchas cosas importantes acerca de los americanos. Hace trescientos años, los primeros colonos europeos, antepasados de los americanos blancos, desembarcaron con el pequeño barco "May- flower", un día de diciembre, en las rocosas costas del actual estado de Massachussets, donde ahora está la ciudad de Plymouth. Hoy se les llama "Ios cien por cien", y con ello se alude a la fidelidad a sus convicciones, a su rigor, a lo inquebrantable de sus principios religiosos y morales. Estos primeros inmigrantes pertenecían a la secta de los puritanos; y su influencia aún se hace notar claramente en la América de hoy en día. Una de las consecuencias de esa mentalidad cristiano-puritana es la Ley Seca. Los americanos la llaman "el noble experimento". Para muchos de ellos, la Ley Seca no es simplemente un asunto sanitario o económico, sino inequívocamente religioso. Llaman a América "la Tierra de Dios", y afirman que el país se debía a sí mismo una ley como ésa. Uno de sus mayores partidarios es Ford, el rey del automóvil. y no porque sea puritano, sino porque dice: si puedo vender baratos mis coches es porque tenemos la Ley Seca. ¿Por qué? Antes, el trabajador medio se gastaba en la taberna una gran parte de su semanada. Ahora, como no puede beberse el dinero, tiene que ahorrar. Yen cuanto ha empezado a ahorrar, se da cuenta de que pronto le alcanzará para comprarse un coche. Así, dice Ford, es como he conseguido multiplicar las ventas de mis coches. y muchos fabricantes americanos piensan como él. Pero no es sólo que, gracias a la prohibición del alcohol, las grandes empresas americanas puedan vender más; es que, además, se abarata la fabricación. Un obrero que no bebe rinde, naturalmente, más que otro que beba con regularidad, aunque no sea mucho. Así, con la misma fuerza de trabajo, se produce más en el mismo tiempo, y no importa que la diferencia a favor sea muy pequeña, porque en la economía global de ese país, ese minúsculo aumento de rendimiento individual se multiplica por la cifra de todos los obreros y todas las horas trabajadas en el transcurso de diez años.
Bien, con esto basta; ahora ya sabéis qué es la Ley Seca; ahora ya sabéis por qué la proclamaron, y ahora vamos a ver qué pasa con los bootleggers. La palabra bootleg significa en inglés la caña de las botas, y esa gente se llama así en recuerdo de la época de los buscadores de oro del Clondyke, cuando cada hombre llevaba la botella de aguardiente escondida en la caña de la bota. Ahora os voy a revelar algunos de los innumerables trucos con los que trabaja esta gente; pero no os penséis por ello que en América es muy fácil conseguir en cualquier parte vino, cerveza o incluso aguardiente. No es así, y sobre todo porque, según la ley americana, no sólo se castiga al vendedor, sino también al consumidor, aunque, por supuesto, las penas que se aplican al primero son más duras. Precisamente, uno de los motivos que esgrimen los adversarios de la Ley Seca es la crueldad de estas penas, la cual tiene por consecuencia que sólo los que forman una especie de élite entre las gentes sin escrúpulos, los más intrépidos y osados se atrevan a ser bootleggers. Vamos a ir tras ellos, en primer lugar, al mar, que es donde inician su actividad. Las leyes determinan que ningún barco que lleve alcohol puede acercarse amenos de catorce millas de las costas americanas. Allí es donde empiezan las llamadas aguas territoriales, y al llegar a ese límite incluso los trasatlánticos normales procedentes de Europa deben cerrar bajo llave y sellar sus provisiones de alcohol. Las grandes casas exportadoras que quieren colocar su alcohol en América no se plantean en absoluto el asumir por su propia cuenta los riesgos del contrabando. Envían sus buques de carga con la orden de echar el ancla fuera de las aguas territoriales. Allí, desde luego, los guardacostas americanos los avistan, pero no pueden hacerles nada. Pero ante todo los avistan los pequeños botes de contrabando de los bootleggers, que recorren día y noche la ruta del ron, así llamada a causa del contrabando de ron que allí se practica. Su misión es distraer la atención de los guardacostas, aprovechando cualquier circunstancia por trivial que sea: la niebla, una noche sin luna, pero igualmente la venalidad de algún funcionario de aduanas, o una marejada especialmente intensa, que dificulta la persecución, para alcanzar con su cargamento algún desembarcadero secreto en tierra firme. En estos episodios, policías y contrabandistas han de intentar constantemente sobrepujarse los unos a los otros en presencia de ánimo y astucia. A continuación os explico dos pequeñas anécdotas, en cada una de las cuales, con un truco similar, se llevaron el gato al agua alternativamente los contrabandistas y los guardacostas. Una fragata de la marina de guerra iba persiguiendo un día a un petrolero cuya carga parecía sospechosa. Cuando ya estaba a punto de alcanzar al barco, cuyos motores no eran muy potentes, los contrabandistas tuvieron una ocurrencia imprevista: tirar por la borda a uno de los suyos. y mientras la fragata se detenía para salvar a aquel hombre, el barco se alejó, veloz como el rayo, sin dejar detrás de sí más que un majestuoso surco. Pero, como os he dicho, no siempre son los aduaneros los que resultan burlados. Está, por ejemplo: la historia del vapor Frederic Bey, de Southampton, que llevaba un cargamento de cien mil cajas de licores y champán, por valor de ciento ochenta millones de francos. Ese barco, con su misterioso capitán, conocido como ]immy, era la obsesión de las noches de insomnio de los funcionarios de aduanas. La administración americana prometió una fuerte recompensa a aquel que consiguiera echarle el guante a ]immy. Un chico muy joven, de nombre Paddy, se lanzó a esa aventura. Partió con unos cuantos dólares y un apretón de manos en nombre de todo el cuerpo de aduanas como bagaje. Algunos días después, un magnífico vapor de mercancías, precisamente el Frederic Bey de Southampton, que andaba vagando por la ruta del ron, vino a chocar con un bote de pescadores. Naturalmente, el vapor recogió a los náufragos, cuatro hombres y un grumete llamado Paddy. Los cuatro pescadores fueron desembarcados, como era su deseo[17]; el grumete, en cambio, pidió y obtuvo autorización para integrarse en la tripulación del vapor. Pero apenas había llegado la segunda noche, el grumete dejó caer una amarra que sirvió como escalera de mano a cuatro enérgicos hombres. Estos, con el revólver en la mano, se apoderaron del timón y del teléfono. Habían ganado la partida. En la sala de máquinas creyeron estar obedeciendo las órdenes del capitán ]immy, yel Frederic Bey de Southampton arribó al puerto de Miami, donde las autoridades aduaneras le dieron la acogida y lanzaron al mar el cargamento de ciento ochenta millones de francos.
.La ruta del ron, que es controlada incesantemente por unas cuatrocientas embarcaciones de guardacostas, sólo es, sin embargo, uno de los frentes en los que se desarrolla la lucha entre el Estado y los bandidos del alcohol. En el interior están, por ejemplo, los Grandes Lagos, en la frontera entre Canadá y Estados Unidos. Allí, por regla general, esto sucede así: supongamos que los aduaneros tienen tres barcos. Pues los contrabandistas ponen doce de los suyos. Aquellos tres pueden, en el menor de los casos, poner en jaque o perseguir a cuatro o cinco barcos de contrabandistas. Si las cosas se ponen feas, los perseguidos dan la vuelta a mitad de camino y regresan tranquilamente hacia Canadá. Mientras tanto, los otros siete u ocho desembarcan sin ser molestados en algún punto de las orillas del estado de Illinois. "Bueno, y entonces ¿por qué los aduaneros no ponen también doce barcos?", le pregunté al amigo americano que me explicó esta historia. Se me quedó mirando, sonrió y me explicó: "Entonces los contrabandistas pondrían treinta y seis." En otras palabras: los beneficios de estas gentes son tan altos, que no se echan atrás ante gasto alguno. Pero por eso no hay que pensarse que lo tienen todo de color de rosa. Si las autoridades aduaneras fuesen sus únicos adversarios, al fin y al cabo no podrían quejarse. Pero los enemigos a los que temen de verdad son otros. Se trata de los hiiackers. Así se llama a una clase de bandidos que, a diferencia de los bootleggers, no sacan de ningún barco el alcohol con el que hacen sus negocios; lo sacan de los propios bootleggers. Pero no lo pagan: lo roban.
Los intereses contrapuestos de bootleggers y ladrones, pues en el fondo de eso se trata, ha presidido durante años el célebre -tristemente célebre- mundo del hampa de Chicago. La mayoría de los asesinatos que tenían lugar allí en plena calle no eran sino la manera que tenían estas dos clases de gentlemen de solucionar sus diferencias privadas. Es también en Chicago donde se localizó la increíble historia que ha contado un periodista americano, un tal Arthur Moss. Estaba apunto de entrar en el local de su club cuando advirtió la presencia de un grupo de pescadores de aspecto limpio y decente que se dedicaba a descargar todo un cargamento de pequeños tiburones de un camión que despedía un fuerte olor a sal marina. Es cierto que las aletas de tiburón son un bocado muy apreciado, pero, con todo, no dejan de ser una cosa bastante peregrina; y el señor Moss no pudo menos de preguntarse con sorpresa desde cuándo aquel artículo gozaba de tanta estimación como para que se necesitasen tamañas provisiones de tiburones. Mientras seguía reflexionando sobre esto, le llamó la atención la delicadeza con que cada uno de los pequeños tiburones era bajado del camión por una plataforma inclinada y acogido por atentas manos. Entonces hizo acto de presencia junto al camión otro señor, de apariencia benigna e inofensiva, que, pese a la cara hosca y de pocos amigos que tenían los Pescadores, insistió en tocar con sus manos uno de los pescados que aquellos hombres trataban con tanta delicadeza. Resultó que aquel señor era policía y que en el interior de cada uno de los pescados había escondida una botella de whisky.
Con tal de salirse con la suya, los bootleggers se las inventan todas, y han llegado a extremos increíbles de imaginación. Disfrazados de policías, cruzan la frontera llevando su cargamento de whisky bajo los cascos. Organizan entierros con la única intención de pasar por la frontera el aguardiente dentro de los ataÚdes. Llevan ropa interior de caucho, llena de licor por dentro. En los restaurantes ponen a la venta muñecas o abanicos que llevan en su interior una botella de licor. Pronto no habrá ningún objeto lo bastante inocente, un paraguas, una cámara fotográfica, una horma de zapatero, como para que la policía de aduanas no pueda sospechar la presencia de una provisión de whisky en su interior. La policía y, al cabo, también los ciudadanos de América. Hay una historia muy buena que tuvo lugar en una estación de ferrocarril en las cercanías de Nueva Orleans, Unos negritos se acercan a un tren que está parado allí y lo recorren de punta a punta; bajo sus ropas ocultan unos recipientes de diversas formas, en los que está escrito con letras grandes el letrero "Té frio". Un pasajero les hace una señal y les compra, por el precio de un traje, uno de los recipientes, que oculta con diligencia. Luego otro, diez, veinte, cincuenta. "Sobre todo, ladies and gentlemen", suplican los negritos "no se beban el té hasta que arranque el tren." Todos se hacen guiños, ya saben lo que significa eso... Se oye un silbato, el tren se pone en marcha, y en un instante todos los pasajeros se llevan los recipientes a los labios, y se quedan con un palmo de narices, pues lo que había en ellos era realmente té y nada más que té.
Hace algunas semanas se celebraron en América las elecciones a la cámara de representantes. y en ellas la Ley Seca jugó también un papel. Las elecciones mostraron que tiene muchos adversarios. Y, por cierto, no sólo entre la gente que tiene ganas de emborracharse, como quizá penséis, sino también entre personas muy inteligentes, sobrias y reflexivas, que están en contra de leyes que transgrede la mitad de los habitantes del país, que convierten a los adultos en niños maleducados, que hacen algo sólo porque está prohibido; leyes, en fin, cuya aplicación le cuesta al Estado sumas inconmensurables de dinero y cuya transgresión cuesta la vida a muchas personas. Los que sí que están totalmente a favor del mantenimiento de estas leyes son los bootleggers, que se han enriquecido con ellas. Nosotros, los europeos, que contemplamos la cosa desde la distancia, hemos de reflexionar y considerar si quizá los suecos, los noruegos y los belgas, que han combatido el consumo de alcohol en sus países de manera menos radical y con leyes mucho más benignas, no han logrado mayores progresos en ese terreno que los americanos con la violencia y el fanatismo.

NAPOLES
Cuando oís la palabra "Nápoles", ¿qué es lo primero que os viene a la mente? Supongo que el Vesubio. ¿Quedaréis muy descontentos si no me oís hablar en absoluto del Vesubio? Ah, si mi mayor deseo hubiese llegado a cumplirse -un deseo nada
bueno, pero el caso es que lo tuve-, el deseo de contemplar una erupción del Vesubio, la cosa sería diferente. Me pasé ocho meses en la zona, esperando y esperando. Incluso subí al Vesubio y eché un vistazo al interior del cráter. Pero lo único emocionante que conseguí ver allí en Nápoles fue un resplandor rojo que a veces, estando yo alguna noche en la terraza de un restaurante, junto al punto más alto de la ciudad, el castillo de San Elmo, temblaba en el cielo. ¿Y durante el día? ¿Pero acaso creéis que a uno en Nápoles le sobra mucho tiempo para echar una mirada al Vesubio? Ya se puede uno dar por satisfecho con salir sano y salvo de aquel trajín de automóviles, coches de punto y motocicletas y de no enfermar de los nervios en medio de aquel barullo de los vendedores ambulantes, las bocinas, las chirriantes campanillas de los tranvías y los prolongados gritos de los vendedores de periódicos. No es nada fácil abrirse paso allí. Cuando llegué a Nápoles por primera vez, acababa precisamente de inaugurarse el Metro. Pensé para mis adentros: qué bien, así podré ir en seguida con mis maletas desde la estación hasta la zona donde está mi hotel. Pero aún no conocía bien Nápoles. Cuando el tren llegó a la estación, había pilluelos napolitanos colgando de todas las ventanas y las puertas, sentados y de pie, ocupando todas las plazas. Esto era para ellos una diversión, ya que sólo hacía dos o tres días que el metro había sido inaugurado. Les daba igual si no había sido pensado para ellos, sino para las personas mayores que habían de acudir a sus quehaceres. Ahorraban los pocos soldi que costaba el billete y se dedicaban a viajar de una estación a otra, llenos de entusiasmo. De este modo, los nuevos trenes, iban abarrotados de gente, sin que aquellos que realmente tenían prISa pudIeran llegar a sus lugares de destino.
Los napolitanos son totalmente incapaces de imaginarse la existencia sin un hervidero de gente. Os pondré un ejemplo: cuando los antiguos pintores alemanes pintaban la Adoración de los Reyes Magos, representaban a Melchor, Gaspar y Baltasar, a lo sumo con su séquito, aproximándose al Niño Jesús con sus ofrendas. Los napolitanos, en cambio, se imaginan la Adoración como una enorme aglomeración de gente. Os hablo de esto porque precisamente este tipo de representaciones se hicieron famosas en todo el mundo. De Nápoles proceden los más hermosos belenes. Desde tiempos inmemoriales se celebra allí el seis de enero, día de Reyes, una amplísima muestra de figurillas, y los belenes expuestos rivalizan en tamaño y en el realismo de sus figuras. Nada tienen que ver con la realidad de los antiguos judíos, por supuesto; lo que les interesa a los napolitanos es la fiel y vívida reproducción de lo que ven en su vida cotidiana, y por eso los belenes, en lo que respecta a la vestimenta y las actividades de las figurillas, son antes imagen de la vida en la ciudad de Nápoles que del Oriente. Desde luego, tanto aquí como allí hay aguadores, buhoneros y funámbulos. Pero los vendedores de maccaroni o de mejillones y los pescadores que hallamos entre las figuras de los belenes son personajes auténticamente napolitanos. No necesito deciros que semejante multitud no la integran solamente ángeles y hombres ejemplares. Pero si queréis saber qué aspecto tiene la gente verdaderamente peligrosa que hay en Nápoles, no debéis pensar en terribles bandidos de barba negra al estilo de Rinaldo Rinaldini [18]No; los peores bribones napolitanos pasan a primera vista por honrados burgueses, ya menudo ejercen un oficio del todo inocente. No son criminales por cuenta propia, sino miembros de una sociedad secreta que sólo cuenta entre sus filas un cierto número de auténticos ladrones y asesinos, y cuyos restantes miembros se dedican solamente a proteger de la policía a los criminales propiamente dichos, a acogerlos en sus casas, a avisarlos cuando les acecha algún peligro ya comunicarles la ocasión de nuevos delitos. A cambio reciben una parte del botín. Esta vasta organización criminal se llama Camorra.
Ya que estamos con el lado malo de los napolitanos, vamos a ver aquello que, con todo, los distingue del resto de los italianos. Existe una vieja tradición que reparte los siete pecados capitales entre las siete ciudades más importantes de Italia. ¿Habéis oído hablar alguna vez de los siete pecados capitales? En seguida oiréis cuáles eran. Los italianos los repartieron por toda Italia. Todas las grandes ciudades recibieron algo en el reparto: se decía que la soberbia vivía en Génova, la codicia en Florencia, la lujuria en Venecia, la ira en Bolonia, la gula en Milán, la envidia en Roma, y en Nápoles, finalmente, la pereza. Realmente, la pereza da en esta ciudad los más curiosos frutos. No se trata simplemente de que la gente que no tiene nada que hacer se pase el día durmiendo al sol y, al despertar, mendigue algunos céntimos en el puerto o en las zonas por donde se mueven los forasteros. También puede pasar, por ejemplo, que alguno de estos pobres tipos obtenga un trabajo. ¿Y qué hace un napolitano en tal caso ? Renuncia a dos terceras partes del sueldo y se busca a otro que haga la tarea por él. Antes que ganar quince liras trabajando, prefiere ganar sólo cinco si con ello puede tumbarse al sol. Quizá sea también la pereza la causa de que en Nápoles el juego de la lotto despierte una pasión tan intensa como casi en ninguna otra parte. Desde luego, no me estoy refiriendo al juego de mesa que en Alemania conocemos como büderlotto[19]; en Italia se llama lotto a lo que nosotros llamamos lotería. Cada sábado, a las cuatro, la gente se amontona ante la casa en donde se extraen los números. Y prueban suerte una y otra vez, por más que, a pesar de todas las profecías de las pitonisas y las diversas supersticiones ligadas a los números, ya se hayan llevado muchos chascos.
Quizá no sea el clima la única causa de la pereza de los napolitanos. Además, sólo se les puede llamar perezosos por lo que respecta al trabajo físico, que no les gusta mucho. En cambio, cuando se trata del comercio y de hacer negocios, se hallan en su elemento. Los napolitanos son grandes comerciantes, y el Banco de Nápoles tiene más de quinientos años, lo que lo convierte en uno de los antiguos de Europa. Pero a lo que iba: si a los napolitanos no les gustan los trabajos físicos, no es sólo porque debido al clima que tienen se podrían pasar sin techo una buena parte del año, ni tampoco sólo porque entre la abundancia de frutas y pescado que se amontona expuesta en las calles siempre se distrae alguna cosilla, sino también porque el trabajo, por lo menos en las fábricas, es especialmente duro. Aún en nuestros días, y a pesar de que la ciudad contará pronto con un millón de habitantes, la industria en Nápoles está muy atrasada. Que nadie se imagine fábricas nuevas, limpias y bien iluminadas como las que abundan en todas las grandes ciudades alemanas. Para entender por qué muchos prefieren la más miserable holgazanería a trabajar en la industria, hace falta haber contemplado las desconsoladoras barracas de Portici, Torre Annunziata, Biscragnano y Nocera, en fin, de cualquiera de los numerosos suburbios; hace falta haber andado bajo un sol de justicia por las interminables calles polvorientas en las que se alinean esas barracas, y haber intentado orientarse por allí. Lo que se fabrica en Nápoles son, sobre todo, productos alimenticios. En primer lugar se elaboran cOnservas de las muchas frutas que maduran en las laderas del Vesubio, y también de tomate. Se fabrica también pasta en todos los tamaños y variedades. Estos productos se envían sobre todo ala India ya América, pues los restantes países del Mediterráneo producen y ofrecen cosas muy semejantes. Además de esto hay, ante todo, grandes fábricas textiles; pero sólo producen telas de las más baratas. Estas industrias no fueron fundadas por napolitanos, sino básicamente por extranjeros. Hay un tipo de artículo que, en cuanto llega uno a Nápoles, se da cuenta de que lo deben fabricar allí mismo, de tantos como se ven por la calle: estoy hablando de los muebles, y, sobre todo, de las camas. Otras mercancías, en cambio, se encuentran agrupadas en calles muy Concretas, en las que hay diez o veinte tiendas que venden el mismo producto. No puede uno menoS de pensar que Con ello los comerciantes se perjudican los unoS a loS otros; pero no debe de ser así, ya que en otras ciudades vemos fenómenos parecidos. Hay, por ejemplo, determinadas calles en las que abundan especialmente las peleterías, y otras en las que, de cada tres tiendas, una es una librería de libros viejos. Yen otras están juntos todoS los relojeroS.
En todas estas tiendas, la mercancía se expone al aire libre: loS libros, por ejemplo, están en pequeños cajones delante de las librerías. Las camas y las mesas están incluso parcialmente sobre la calzada. Las medias y loS vestidos cuelgan en loS zaguanes y en las paredes de las casas. Buena parte del comercio napolitano se las arregla sin tiendas y se contenta Con las calles. Me acuerdo de un hombre que estaba de pie encima de un coche desenganchado, en una esquina. A su alrededor se apiñaba la gente. El pescante estaba abierto, y el comerciante iba sacando de él, entre grandes elogios, una serie de cosas. No pude averiguar de qué se trataba, pues antes de que llegase uno a verlos, loS objetos desaparecían uno tras otro en el interior de envoltorios de papel rosa o verde. LoS alzaba entonces Con la mano, y en un santiamén loS tenía vendidos a cambio de unoS cuantos soldi. Me pregunté si no serían acaso billetes de lotería o pastelillos Con una moneda dentro o esos papelitos en loS que uno lee su suerte. LoS gestos del hombre eran tan misteriosoS como loS de un buhonero de las Mil y una Noches. Pero lo más misterioSO de todo no era, como acabé notando, la mercancía en sí, sino el arte del vendedor que tan rápidamente sabía COlocarla. ¿Qué había en aquellos envoltorioS de colores? ¿Qué envolvía aquel hombre en aquellos papeles de colores? Tan SÓlo pasta de dientes... En otra ocasión, un día que me había levantado temprano, vi llegar aun vendedor ambulante que en seguida empezó a sacar mercancías de su maleta. Aquello era una auténtica representación teatral. Paraguas, tela para camisas, mantillas; iba mostrando a su público cada artículo, pero como Con desconfianza, ¿Como si él mismo hubiera de examinar antes la mercancía; luego, aparentemente admirado y sorprendido de las cosas tan buenas que tenía, empezó a acalorarse, extendió un pañuelo, exigió por él quinientas liras -unoS ochenta marcos-; después volvió a plegarlo, y cada vez que lo plegaba iba bajando el precio; finalmente, se lo colgó del brazo, tan plegado que parecía muy pequeño, e hizo su última oferta: cincuenta liras.
Si esto es así en una esquina cualquiera, ya os podéis imaginar cómo es un mercado en Nápoles. De todos los mercados, el del pescado es el más extraño. Allí se saborean como bocados exquisitos las estrellas de mar, los cangrejos, las sepias, los cara- coles, los calamares y muchos otros bichos cuya simple visión os pondría la carne de gallina. Puedo deciros que no fue para mí nada fácil decidirme a pescar con la cuchara mi primer trozo de calamar, que flotaba en un caldo rojo de pimentón. Es que yo siempre he sido de la opinión de que, en el extranjero, no basta con abrir bien los ojos y hablar con la gente en su lengua, si uno la sabe. Hace falta también intentar adaptarse en lo posible a las costumbres del país por lo que respecta ala vivienda y a la manera de dormir y comer. En cualquier caso, si lleva uno un tiempo intentándolo, acaba por encontrarle al calamar un sabor exquisito. ¿ y por qué no habría de ser así? Los napolitanos son grandes entendidos en el bien comer. Lo que en Alemania sólo se ve en los restaurantes más finos, concretamente que le enseñen a uno la carne, el pescado, etc., antes de prepararlos, lo podéis ver en Nápoles en la taberna más miserable. En todas partes se hallan expuestas en las ventanas las pocas provisiones que el tabernero ha comprado para ese día. El día siete de septiembre hay grandes comilonas. En ese día se celebra en Nápoles la Piedigrotta, una antigua fiesta romana de la fertilidad, que se ha mantenido hasta nuestros días. ¿ y cómo se las apaña la gente pobre para tener ese día, ellos y su familia, algo bueno en el plato? Durante todo el año van pagando al tendero, semana tras semana, un suplemento de veinte o treinta soldi sobre la cuenta semanal. Ese sobrante se suma en el día de la Piedigrotta, ya cambio de él obtienen su poquito de cabrito asado, su queso y su vino. Así como nosotros nos hacemos seguros de vida o de accidente, los napolitanos contratan una especie de seguro de fiesta nacional.
Por lo demás, apenas es posible dar una idea aproximada de lo que es el día de la Piedigrotta. Imaginaos que en una ciudad de un millón de habitantes, todos los chicos y chicas se conchaban para hacer el barullo más infernal a partir del atardecer y correr así calle arriba, calle abajo, por los portales de las casas, por las plazas, bajo puentes y arcadas, sin parar hasta el amanecer. Imaginaos que la mayoría se compra una de las espantosas trompetas de colores que se venden en todas las esquinas por cinco céntimos. y que merodean en pandillas con la única intención de capturar a las buenas gentes, cerrarles el paso y soplarles las trompetas al oído por todas partes hasta que las víctimas caen al suelo medio muertas o consiguen escaparse. Para compensar esto, hay en otras partes, desde luego, sones dulces y agradables para los oídos. Pues en ese día se celebra en Nápoles una especie de concurso de cantores. La mayoría de las canciones, que, acompañadas de acordeones y organillos suenan por las calles durante todo el día, son estrenadas con ocasión de la Piedigrotta, y las más hermoas entre ellas son premiadas por los entendidos. Cantar bien le da auno en Nápoles tanto prestigio como en América ser un buen boxeador.
Sin embargo, no están sólo las grandes festividades. En esta ciudad casi cada día hay algo que celebrar. Cada barrio tiene su santo propio, bajo cuyo amparo se coloca, y cada año se celebra desde bien pronto la onomástica de ese santo. Ya unos días antes se empiezan a erigir postes de los que colgarán bombillas verdes, azules o rojas, y se extienden las guirnaldas de papel de un lado al otro de la calle. En la decoración callejera, el papel, en todos los colores, es el elemento más importante; su brillo, su movilidad y su carácter rápidamente perecedero se adecúan exactamente al temperamento vivamente antojadizo de los napolitanos. Espantamoscas rojos, negros, amarillos y blancos, altares de papel satinado de colores junto a las paredes, rosetas de papel verde junto a sangrientos trozos de carne cruda reclaman por doquier la atención. La gente errabunda, de la que aquí las calles nunca se ven totalmente libres, averigua en seguida en qué barrio hay fiesta en cada momento, y naturalmente se encamina hacia allí con mucho gusto. ¡La de gente rara que me he encontrado en esas ocasiones! Desde el comefuego que instala tranquilamente sus jofainas sobre la acera de una calle ancha, para ir tragando una tras otra las llamaradas que surgen de ellas, hasta el que recorta siluetas, que tiene su cuartel general a la sombra de un portón y hace posar a sus modelos contra la deslumbrante luz de enfrente para, por el precio de una lira, recortar sobre papel negro satinado el correspondiente perfil. No hace falta que os hable de los adivinos ni de los forzudos, pues podéis encontrarlos aquí también en las ferias. Pero sí que os hablaré de un extraño tipo de pintor que jamás he visto fuera de Nápoles. Al principio no pude verlo a él, el pintor, sino únicamente a una multitud en cuyo centro parecía haber un vacío. Me acerqué. En medio del gentío estaba arrodillado un individuo pequeño e insignificante que con tizas de colores pintaba un Cristo sobre el pavimento, y debajo de la efigie de la madonna. No tiene prisa. Se le nota que quiere hacer bien su trabajo; medita en qué lugar debe utilizar la tiza verde, la amarilla o la marrón. Al cabo de un buen rato se levanta y se pone a esperar, silencioso, junto a su obra, un cuarto de hora, media hora, hasta que paulatinamente las extremidades, la cabeza y el tronco de su obra se van viendo cubiertos de las monedas de cobre que, de dos en dos o de tres en tres, le van tirando sus admiradores. Recoge entonces su dinero; y el dibujo desaparece pronto bajo las pisa- das de la gente.
Todas las fiestas se coronan con un castillo de fuegos artificiales sobre el mar. Para ser más exacto, debería decir que se coronaban. En cualquier caso, así era en el año 1924, cuando estuve allí por prímera vez. Más tarde, el gobierno cayó en la cuenta de las sumas enormes que año tras año se iban volando por los aires nocturnos, y se ordenó moderar un poco los fuegos artificiales. Pero en aquellas noches de antes, una sola línea de fuego recorría de julio a septiembre la costa entre Nápoles y Salerno. Las bolas de fuego se alzaban unas veces sobre Sorrento, otras sobre Minori o Praiano, pero, en todo caso, siempre sobre Nápoles. y cada parroquia intentaba dejar con un palmo de narices a las parroquias vecinas con nuevos efectos de luz.
Bueno, pues os he explicado unas cuantas cosas acerca de la vida cotidiana y de los días festivos en Nápoles, y lo más curioso es que ambas cosas se dan allí la mano, que en los días de cada día las calles siempre tienen algo de festivo, llenas como están de músicos callejeros y gente ociosa sobre los cuales ondean como banderolas las coladas puestas a secar; y que los domingos tienen también algo de día laborable, pues todos los pequeños tenderos pueden tener sus tiendas abiertas hasta la noche. Para conocer a fondo la ciudad, seguramente haría falta convertirse por un año en un cartero napolitano. Así conocería uno más cuchitriles, buhardillas, patios traseros y escondrijos que en muchas otras ciudades juntas. Pero ni siquiera un cartero podría llegar a conocer del todo Nápoles. Viven allí muchos miles de personas que no reciben ni una sola carta en un año y que, por no tener, no tienen ni casa. Es grande la miseria en la ciudad y sus alrededores. De allí proceden la mayoría de los emigrantes italianos. Millares de ellos, pasajeros de cubierta en algún vapor de los que van a las Américas, han echado ya la última mirada a su ciudad natal, que en la despedida se les muestra una vez más tan bella con sus escalinatas inacabables, sus patios encadenados, las iglesias que desaparecen en el mar de casas. Con esta visión abandonaremos hoy nosotros también la ciudad.

LA DESTRUCCION DE HERCULANO y POMPEYA
¿Habéis oído hablar alguna vez del Minotauro? Esta criatura abominable moraba en Tebas en el centro de un laberinto en el que cada año, a título de sacrificio, se arrojaba a una doncella; la infortunada no tardaba en extraviarse, incapaz de hallar la salida entre los centenares de engañosos pasillos que se ramificaban y cruzaban sin cesar, y acababa siendo devorada por el monstruo. Esto se acabó cuando la hija del rey de Tebas, que se llamaba Ariadna, entregó un ovillo a Teseo; éste aseguró uno de sus cabos ala entrada del laberinto y se introdujo con él en el recinto, seguro de hallar gracias a esta argucia el camino de regreso; y una vez en el interior, dio muerte al Minotauro.
Pues bien, un hilo como ese de Ariadna sería muy útil para visitar la Pompeya de nuestros días, que es el mayor laberinto del mundo. A todas partes a donde se dirige la mirada halla solamente muros y cielo. Hace mil ochocientos años, antes de que Pompeya quedara sepultada, ya debía ser bien difícil orientarse dentro de la ciudad. La antigua Pompeya, como por ejemplo Karlsruhe en Alemania, estaba formada por una auténtica red de calles que se cruzaban perpendicularmente; los puntos de referencia que en su tiempo servían a la orientación, como por ejemplo tiendas, rótulos de tabernas, templos altos y edificios, han desaparecido. Donde antes había escaleras y paredes que dividían las construcciones, hay ahora brechas en los muros que dejan paso libre en todas las direcciones. Muchas veces, durante mis paseos por la ciudad muerta en compañía de alguno de mis amigos de Nápoles o Capri, he querido llamar la atención de mi acompañante sobre alguna pintura mural casi desvanecida o algún fragmento de mosaico bajo mis pies y, de repente, me he encontrado solo; en esos casos no hay más remedio que llamarse mutuamente a gritos para, transcurridos algunos inquietantes minutos, volver a localizar al otro e ir tras sus pasos. No os penséis que se puede pasear por Pompeya como quien visita un museo de arqueología. No; en medio del bochorno que acostumbra a reinar allí, en las anchas calles uniformes, sin sombras, don- de el oído no percibe sonido alguno y la vista sólo colores mortecinos, el visitante se encuentra pronto sumido en un extraño estado de ánimo. Se estremece al oír pasos o al ver aparecer inesperadamente ante sí a otro paseante solitario. Los vigilantes uniformados, con sus rostros de granujas napolitanos, tampoco contribuyen a hacer más acogedor el lugar. Las casas de los antiguos griegos y romanos casi nunca tenían ventanas; la luz y el aire entraban en ellas por una obertura en el tejado que se prolongaba en un patio interior, en cuyo suelo había una especie de estanque destinado a recoger el agua de lluvia. Los muros sin ventanas, que siempre habían tenido un aire riguroso, confie- ren, ahora que han perdido todo color, un renovado aspecto de severidad a las calles. El Vesubio, sin embargo, con los bosques que rodean su falda y los viñedos en la cumbre, no ofrece, contemplado desde lugar alguno, una imagen más bella que desde aquí, desde los yertos muros o el vano de una de las tres o cuatro puertas que todavía se alzan en Pompeya.
Durante siglos, el volcán tuvo el mismo aspecto encantador y en absoluto temible para los pompeyanos, cuya ciudad había de destruir un día. Había, es cierto, una antigua leyenda según la cual las puertas del infierno se hallaban en la zona de la Campania donde están Pompeya y Herculano. Pero desde que existía la historiografía no se había registrado noticia alguna de una erupción. El Vesubio estuvo en calma durante muchos siglos; los rebaños pastaban en su cráter gris, y allí estuvo oculto con todo su ejército el caudillo de esclavos Espartaco. En la Campania siempre había habido terremotos, pero la gente ya estaba acostumbrada a ello. Además, durante mucho tiempo, según parece, habían sido débiles y habían estado limitados a unos contornos bastante pequeños. La paz secular que la tierra parecía haber acordado allí con los hombres -éstos entre ellos estaban tan lejos de la paz como hoy en día- se vio súbitamente alterada por primera vez en el año 64 a. de C. por un terrible terremoto. Ya entonces Pompeya resultó destruida en gran parte. Y cuando, dieciséis años más tarde, la ciudad desapareció de la faz de la tierra para muchos siglos, no era una ciudad como las demás. Antes bien, en el momento de la erupción del Vesubio Pompeya se hallaba en plena reconstrucción y remodelación. Pues cuando los hombres reconstruyen una ciudad arrasada no vuelven a levantarla como estaba antes, sino que procuran siempre sacar algún provecho del desastre, alzando sobre las ruinas construcciones más seguras, mejores y más hermosas. Así sucedió en Po'mpeya. En aquella época era una ciudad de tierra adentro de tamaño mediano, de aproximadamente unos veinte mil habitantes. Los samnitas antiguo pueblo itálico, habían sido sus únicos pobladores hasta pocos años antes de Cristo y cuando, aproximadamente ciento cincuenta años antes de la catástrofe, los romanos sometieron la región, Pompeya no sufrió demasiado. No fue conquistada; simplemente se envió allí una cierta cantidad de colonos romanos, con los que los samnitas hubieron de compartir las tierras. Los romanos comenzaron en seguida a adaptar la ciudad a sus usos y costumbres, y, como ya estaban en fase de transformación y reurbanización, aprovecharon, naturalmente, los efectos del terremoto. En fin, de los antiguos samnitas no ha quedado gran cosa en la destruida Pompeya; y hay sabios ansiosos de conocimientos que desearían que aquel terremoto jamás hubiera tenido lugar, para que la vieja ciudad samnita hubiera sido sepultada por el Vesubio tal como estaba y nos hubiera llegado en tan buen estado de conservación como la Pompeya romana. Al fin y al cabo, conocemos otras ciudades romanas, pero ninguna otra samnita.
Se puede afirmar que sabemos tanto de la destrucción de Pompeya como si hubiera tenido lugar en nuestros días. Y sabemos de ella gracias a dos cartas que un testigo presencial de la erupción del Vesubio dirigió al historiador romano Tácito. Estas cartas son posiblemente las más célebres que jamás hayan sido escritas. En ellas se nos da noticia no sólo de lo que ocurrió sino también de la reacción de la gente ante los acontecimientos. Estas cartas las escribió Plinio el Joven, un gran naturalista romano que tenía, cuando acaeció el desastre, la edad de dieciocho años y residía con su tío en Miseno, muy cerca de Nápoles. Su tío, Plinio el Viejo, era comandante de la flota romana y perdió la vida en la erupción. Os leo a continuación un fragmento de una de las cartas[20]:
"Era ya la primera hora del día y éste se presentaba aún incierto y como mortecino; ya se tambaleaban los edificios que nos rodeaban y, aunque estábamos en lugar descubierto, su estrechez nos hacía temer muy seriamente el derrumbamiento de aquéllos. Fue precisamente entonces cuando nos pareció prudente abandonar la ciudad; viene detrás un gentío espantado y -tal suele suceder en momentos de pánico- cada cual cree obrar con más prudencia siguiendo al otro, y en inmenso tropel aprietan y empujan a los que salen. Una vez dejada atrás la zona edificada, nos detenemos. Sufrimos allí grandes sorpresas, grandes espantos: los vehículos que habíamos hecho marchar por delante iban haciendo sesgos a pesar de que el campo era totalmente llano, y ni calzándolos con piedras descansaban sobre sus propias rodadas. Además veíamos cómo el mar se retiraba, cual si el temblor de tierra lo hiciese retroceder. Lo cierto es que la playa había avanzado y retenía en sus secas arenas muchos animales marinos. Por el otro lado, una nube negra y horrible, desgarrada por remolinos de aire incandescente sinuosos y centelleantes, se hendía mostrando llamas alargadas. Eran éstas semejantes a los relámpagos, pero más grandes."
Así se expresó Plinio. En seguida os contaré más cosas de él. Pero, como os decía: él contemplaba la cosa desde lejos. La nube ardiente que describe se hallaba sobre el Vesubio; no llegó a tocar Pompeya. La ciudad no quedó aniquilada como sucedió a principios de este siglo con la isla de la Martinica, que fue literalmente devorada por una nube incandescente. El fuego no llegó a Pompeya. Ni tan sólo le afectaron los ríos de lava que han hecho tan catastróficas las últimas erupciones del Vesubio; lo que sucedió fue que una especie de lluvia sepultó la ciudad; una lluvia singular, por cierto. En otro pasaje de su carta, Plinio explica que la nube sobre el Vesubio aparecía unas veces negra y otras de color gris claro. Las excavaciones practicadas en Pompeya han mostrado las causas de semejante espectáculo: el volcán arrojó alternativamente cenizas negras y masas enormes de piedra pómez gris. En Pompeya se pueden distinguir con toda exactitud las diversas capas y con ellas sucede algo muy peculiar. Gracias a estas capas de ceniza, nos ha llegado algo único en la historia de la humanidad: reproducciones perfectas, de un minucioso realismo, de seres humanos que vivieron hace dos mil años. ¿Cómo fue posible esto? La piedra pómez mató, sin más, a todo aquel que halló en su caída, por más que la gente intentase protegerse cubriéndose por completo con trapos y almohadas; la lluvia de ceniza, a su vez, asfixió a los pompeyanos. Los cadáveres que quedaron sepultados por la piedra pómez se descompusieron y, cuando, siglos más tarde, se excavó, sólo se hallaron esqueletos. Entre las capas de ceniza sucedió algo muy diferente. Ya fuera porque las cenizas procedentes del interior del cráter estuvieran húmedas, como han conjeturado algunos, o porque tormentas posteriores a la erupción las humedecieran, lo cierto es que se introdujeron en todos los pliegues de las ropas, en cada repliegue de las orejas, en todas partes, entre los dedos, los cabellos, los labios de las personas. Y se solidificaron mucho antes de que los cadáveres se hubieran descompuesto, de manera que hoy poseemos una multitud de reproducciones con todo detalle de aquella gente, tal como cayó en la huida y luchó contra la muerte o se tumbó plácidamente a esperar el fin, como vemos en el caso de la muchacha que yace con los brazos cruzados bajo la cabeza. De los veinte mil habitantes perdieron la vida en la catástrofe poco más de una décima parte, y en muchos casos apreciamos que lo que les privó de ponerse a salvo a tiempo fue la inquietud por sus posesiones. Se encerraron en los sótanos con sus tesoros de oro y plata y, cuando la erupción hubo concluido, estaban sepultados; no había manera humana de abrir la puerta, y murieron asfixiados. Otros cayeron bajo los sacos cargados de joyas y vajilla de plata que se habían echado a los hombros. Muchos, como por ejemplo, el tío de Plinio, cuya carta os seguiré leyendo a continuación, decidieron, en vez de buscar refugio tierra adentro, esperar ala orilla del mar, con la intención de alejarse a remo en la primera ocasión favorable. Pero el mar, alborotado por el temblor de tierra, se mantuvo inaccesibJe, y Jos que esperaban en la pJaya fueron sepuJtados.
"Y poco después, escribe PJinio, aqueJJa nube bajó a Ja tierra y cubrió el mar, envolviendo a Capri y ocultando de la vista el promontorio de Miseno. Vuelvo la vista hacia atrás; una espesa bruma se cernía sobre nuestras espaldas y nos perseguía esparciéndose por la tierra como un torrente. 'Apartémonos -dije- ahora que aún vemos, no sea que en el camino empedrado el tropel de gente que nos sigue nos aplaste en medio de la oscuridad.' Apenas habíamos reflexionado sobre esto, y se hizo la noche, no una noche nubJada y sin luna, sino la noche de un Jugar cerrado y sin luz alguna. Se oían Jos alaridos de las mujeres, los chillidos de los niños, Jos gritos de Jos hombres. Unos buscaban a voces a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus esposas y por las voces se reconocían. Estos se quejaban de su suerte, aquellos de la de los suyos. Había quienes, por miedo a la muerte, a la muerte invocaban. Muchos alzaban las manos hacia los dioses, pero bastantes más juzgaban que ya no había dioses en sitio alguno y que aquella era la última y eterna noche del mundo. Se hizo un poco de luz pero nos parecía no el día sino una señal del fuego que se acercaba. Lo cierto es que el fuego se detuvo más lejos y de nuevo se hizo la oscuridad, de nuevo cayó una gran cantidad de pesada ceniza. Nosotros nos íbamos levantando de vez en cuando y, sacudiéndonos, nos la quitábamos de encima, pues de lo contrario nos habría cubierto e incluso ahogado con su peso. Podría vanagloriarme de no haber dejado escapar ni un gemido, ni un grito demasiado fuerte en una situación tan peligrosa, si no fuera porque ante la muerte me servía de consuelo lamentable pero eficaz el pensar que yo perecía con todo y todo perecía conmigo."
Nadie, como se desprende de esta carta, adivinó en el momento del desastre las causas de éste; algunos pensaron que el sol iba a precipitarse sobre la tierra; otros, que la tierra salía disparada hacia el cielo; otros, por fin, como nos narra un historiógrafo posterior, creyeron ver colosos en las nubes ardientes, e interpretaron que los antiguos dioses se habían alzado en rebelión contra las divinidades imperantes. Hasta Roma, Egipto y Siria llegaron restos de cenizas procedentes de la descomunal erupción. Y, a gran distancia, les siguió la noticia del desastre natural. Más tarde, los sobrevivientes regresaron, pero no para establecerse allí de nuevo, ya que ello era imposible en aquel yermo formado por capas de ceniza de quince a treinta metros de espesor, sino para excavar, a la buena de Dios, en busca de sus posesiones. Muchos fueron a perder la vida en esto, sepultados por masas de cascotes que se les vinieron encima. Por muchos siglos, la ciudad desapareció de la memoria de los hombres. y cuando finalmente, en el siglo pasado, sus tiendas, tabernas, teatros, escuelas de luchadores, templos y baños volvieron a salir a la superficie, la erupción del Vesubio del año 79 d. de C., que había destruido la ciudad hacía dos milenios, apareció bajo una nueva luz. Pues si para los hombres de aquella éPoca representó la aniquilación de una ciudad floreciente, para nosotros significó su conservación. Una conservación que llega hasta el menor detalle, de manera que, gracias a los centenares de pequeñas inscripciones con las que los pompeyanos cubrían sus muros -igual que nosotros cubrimos las nuestras con carteles-, podemos observar realmente su vida cotidiana: sus polémicas en el seno del consejo de la ciudad, sus combates animales, sus rencillas con las autoridades, sus actividades industriales, sus tabernas. Y entre esos centenares de inscripciones tropezamos con una que nos podemos imaginar que fue la última, y que un judío o un cristiano perdido por allí debió pintar en la pared, ante la visión del amenazante resplandor ígneo que ya se abalanzaba sobre la ciudad. Esta última e inquietante inscripción mural de Pompeya dice: "Sodoma y Gomorra".

EL TERREMOTO DE LISBOA
¿Habéis tenido alguna vez ocasión de ver al boticario preparar una receta, mientras esperabais? Con una balanza va pesando, gramo a gramo o pulgada a pulgada, todos los ingredientes y los polvos que han de formar la combinación definitiva. Pues así, como el boticario, me siento yo cuando tengo que explicaros algo por la radio. Igual que él pesa los ingredientes de su fórmula, yo tengo que pesar con toda exactitud los minutos que dedico a cada cosa, para que la mezcla salga bien. ¿Y cómo es eso ? , diréis. Si quiere hablar del terremoto de Lisboa, pues nada, empiece por el principio; y luego siga explicando lo que pasó. Pero si lo hiciera así, no creo que os gustase mucho. Las casas van derrumbándose una tras otra; las familias van muriendo una tras otra; los horrores del fuego que se extiende en todas las direcciones; los horrores del agua, la oscuridad y los saqueos y los lamentos de los malheridos, y las quejas de los que buscan a sus familiares... Escuchar eso y sólo eso no le gustaría a nadie; además, justamente esas cosas acostumbran a ser más o menos iguales en todas las catástrofes naturales.
Sin embargo, el terremoto que arrasó Lisboa el día quince de noviembre de 1755 no fue un desastre como tantos otros; antes bien, fue en gran medida singular y peculiar. Os voy a explicar qué fue lo que hizo que fuera así. En primer lugar, fue uno de los mayores y más destructores terremotos que ha habido jamás. Pero no fue ésta la única razón por la que tuvo en vilo al mundo entero como pocas otras cosas en aquel siglo. La destrucción de Lisboa fue en aquella época algo semejante a lo que sería ahora la destrucción de Chicago o de Londres. A mediados del siglo XVIII, Portugal estaba todavía en la cumbre de su imponente poder colonial. Lisboa era una de las más ricas ciudades comerciales de la tierra; el puerto de la ciudad, situado en la desembocadura del Tajo, estaba todo el año lleno de buques; allí tenían sucursales las más importantes casas comerciales inglesas, francesas y alemanas, sobre todo de Hamburgo. La ciudad contaba con treinta mil casas y bastante más de doscientos cincuenta mil habitantes, aproximadamente una cuarta parte de los cuales perdió la vida en este terremoto. La corte del rey era célebre por su rigor y su brillantez, y en las muchas descripciones que nos han llegado de la ciudad de Lisboa antes del terremoto se relatan las cosas más singulares acerca de la rígida solemnidad con que los cortesanos y sus familias se dan cita en el Rossio, la plaza mayor de la ciudad, y charlaban un rato sin bajar de sus carrozas. Del rey de Portugal se tenía una idea tan elevada, que una gaceta de las muchas que difundieron por toda Europa minuciosas descripciones del desastre, muestra la mayor consternación ante el hecho de que un rey tan grande se viera también afectado por él. "De la misma manera, escribe este extraño gacetillero, que sólo apreciamos las dimensiones del desastre una vez que éste ha sido superado, un hecho nos permite hacernos la más exacta y terrible idea de la gravedad de este espantable suceso, a saber: que un grande rey y su consorte, abandonados por todos, hubieran de pasar un día entero en una carroza, en el más lastimoso estado." Las gacetas en las que se leían estas cosas equivalían a nuestros periódicos actuales. El que podía, obtenía de testigos presenciales un informe lo más completo posible, que después hacía imprimir y ponía a la venta. Luego os leeré uno de estos informes, redactado a partir de las experiencias de un inglés residente en Lisboa.
Pero hay aún otra razón que explica que este acontecimiento causara tamaña inquietud entre la gente, que incontables gacetas corriesen de mano en mano, y que casi cien años más tarde aún siguieran apareciendo informaciones al respecto. y es que este terremoto fue el de efectos más dilatados de que se tiene noticia. Se hizo notar en toda Europa y hasta en África; y se ha calculado que, con sus ramificaciones más lejanas, abarcó la desmesurada superficie de dos millones y medio de kilómetros cuadrados. Los temblores más intensos llegaron, por un lado, hasta las costas de Marruecos, y por el otro hasta las costas de Andalucía y Francia. Las ciudades de Cádiz, Jerez y Algeciras quedaron casi completamente destruidas. Según un testigo presencial, las torres de la catedral de Sevilla temblaron como delgados juncos al viento. Con todo, las sacudidas más violentas se propagaron por el mar. La intensa agitación de las aguas se notó desde Finlandia hasta las Indias Holandesas; y se ha calculado que el temblor se propagó por el océano desde la costa portuguesa hasta la desembocadura del Elba con increíble celeridad: un cuarto de hora. Hasta aquí lo que se detectó simultáneamente al desastre. Aún más que esto, fueron los acontecimientos previos lo que excitó la fantasía de los hombres; se trató de una serie de extraños fenómenos naturales que más tarde, y no siempre sin razón, se calificaron de presagios del desastre que había de acaecer. Por ejemplo, en Locarno (Suiza italiana), dos semanas antes del día fatal, surgieron de la tierra unos vapores que, al cabo de dos horas, se habían transformado en una niebla roja, la cual, hacia el anochecer, se precipitó en forma de lluvia purpúrea. Se afirmó que a partir de aquel momento fueron observados en Europa occidental una serie de terribles huracanes combinados con aguaceros e inundaciones. Ocho días antes del temblor, una multitud de gusanos cubrió la tierra en la cercanías de Cádiz.
Nadie se ocupó más intensamente en su día de estos singulares fenómenos que el gran filósofo alemán Immanuel Kant, cuyo nombre algunos de vosotros ya debéis de haber oído alguna vez. En el momento en que tuvo lugar el terremoto, era un joven de veinticuatro años, que nunca había salido -ni saldría en el resto de su vida- de su ciudad natal, Konigsberg. Con indescriptible entusiasmo, Kant se dedicó a reunir todas las noticias que pudo acerca del terremoto, y redactó un opúsculo sobre el tema que hay que considerar como el inicio de la geografía científica en Alemania, y, sin duda, como el inicio universal de la ciencia sismológica. Con mucho gusto os relataría el itinerario que ha recorrido esta ciencia desde aquella descripción del terremoto de 1755 hasta nuestros días. Pero debo moderarme para dejar tiempo suficiente a nuestro inglés, cuya descripción del terremoto os voy a leer luego. El hombre ya se está impacientando, pues ha estado a la espera de que le concedan la palabra durante ciento cincuenta años, en el transcurso de los cuales nadie le ha hecho el menor caso. Así pues, me limitaré a deciros cuatro palabras sobre lo que hoy sabemos acerca de los terremotos. En primer lugar: la cosa no es como os la imagináis. Me apuesto lo que queráis a que, si ahora hiciéramos una pausa y os preguntase como explicaríais vosotros un terremoto, pensaríais en seguida en los volcanes. Ciertamente, las erupciones volcánicas suelen ir ligadas a los terremotos; a veces, éstos las anuncian. Así, durante dos mil años, desde los antiguos griegos hasta aproximadamente el año 1870, pasando por Kant, los hombres han creído que los terremotos eran causados por gases incandescentes, vapores procedentes del interior de la tierra, y cosas parecidas. Pero más tarde, cuando, gracias a instrumentos de medida y cálculos cuya precisión y sutileza no os podéis imaginar -y yo casi tampoco-, se analizó cuidadosamente la cuestión, los científicos llegaron a conclusiones muy distintas, al menos por lo que respecta a los grandes terremotos, como lo fue el de Lisboa. Dichos fenómenos no se originan en lo más profundo de la tierra, esa zona que aún hoy nos imaginamos en estado líquido o, mejor dicho, como fangoso, como un fango ardiente, sino que tienen su origen en ciertos procesos localizados en la corteza terrestre. La corteza terrestre es una capa de unos tres mil kilómetros de espesor. Esta capa no conoce jamás el reposo; las masas que la forman se desplazan continuamente, intentando llegar aun equilibrio mutuo. Se conocen algunos de los factores que alteran este equilibrio; otros están siendo investigados mediante inacabables trabajos. Hasta ahora se sabe con seguridad que las alteraciones más importantes se producen a causa del continuo enfriamiento de la tierra. Debido a éste, se originan en las masas rocosas terribles tensiones, bajo cuyos efectos estas masas acaban quebrándose, tras lo cual han de buscar un nuevo equilibrio por medio de desplazamientos que nosotros percibimos en forma de terremotos. Otras alteraciones tienen su origen en la erosión de las montañas, debido a la cual éstas se vuelven más ligeras, y en los aluviones que van a parar al fondo del mar, el cual se vuelve más pesado. Las tormentas que, especialmente en otoño, estallan alrededor de la tierra, conmocionan también la corteza; finalmente, se está empezando a valorar la influencia sobre la superficie terrestre de la fuerza gravitacional que otros cuerpos celestes ejercen sobre nuestro planeta.
Si esto es así, pensaréis, entonces los terremotos jamás desaparecerán, nunca dejará de haber terremotos. y tenéis razón, así es la cosa. Esos instrumentos sismográficos tan increíblemente precisos que existen hoy en día -sólo en Alemania tenemos trece estaciones sismográficas, repartidas por distintas ciudades-, esos delicados instrumentos jamás están en una calma total; es decir: la tierra siempre está temblando; lo que pasa es que normalmente no notamos nada.
Tanto peor, pues, si, bajo un cielo en calma, esos temblores se hacen de repente perceptibles. Eso del cielo en calma hay que entenderlo literalmente, así como suena. "Pues el sol, escribe nuestro inglés, que finalmente toma la palabra, estaba en su esplendor. El cielo estaba completamente sereno y despejado, y nada delataba la menor posibilidad de un fenómeno natural, cuando, entre las nueve y las diez de la mañana, estando yo sentado frente a mi escritorio, mi mesa sufrió una sacudida que, al no poder atribuirle yo causa alguna, me llenó de sorpresa. Aún estaba yo reflexionando sobre la posible causa de esto cuando, de repente, la casa se conmovió del tejado a los cimientos. Bajo la tierra se sintió resonar un trueno, como una tormenta que descargase a gran distancia. Entonces dejé rápidamente la pluma y me levanté de un salto. El peligro era grande, pero seguía habiendo esperanza de que la cosa pasase sin llegar a producir daños; sin embargo, al siguiente instante esa esperanza , se hundió. Se oyó un terrible estrépito, como si se derrumbaran todos los edificios de la ciudad. También mi casa sufrió tal conmoción, que los pisos altos se precipitaron inmediatamente, y mis habitaciones se conmovieron con tal intensidad que todas mis posesiones fueron aparar al suelo. A cada momento esperaba yo un golpe mortal, pues las paredes se habían resquebrajado y por las junturas se precipitaban grandes trozos de piedra, mientras que las vigas estaban ya completamente sueltas en casi todas partes. En ese momento el cielo se oscureció hasta el punto de que era imposible reconocer objeto alguno. Se instaló una oscuridad egipcia, fuera a causa de la enorme cantidad de polvo que levantaban los edificios al derrumbarse, o porque la tierra dejaba escapar vapores sulfurosos en abundancia. Finalmente, la luz volvió a abrirse paso en medio de la noche, y la violencia de las sacudidas disminuyó; yo recobré el aliento hasta cierto punto y miré a mi alrededor. Comprendí que si hasta aquel momento seguía con vida era gracias a un pequeño azar; en efecto, si hubiera estado vestido, sin duda hubiera ido inmediatamente a refugiarme a la calle, y allí habría muerto aplastado por los edificios que se derrumbaban. Me puse rápidamente los zapatos y el traje y me lancé a la calle, hacia el cementerio de San Pablo, en cuya prominencia podría sentirme seguro. Nadie podía reconocer la calle donde vivía, y muchos eran incapaces de explicar qué les había pasado; todo el mundo estaba desorientado y nadie sabía adonde habían ido aparar lo suyo o los suyos. Sobre la loma del cementerio fui después testigo de un drama terrible: hasta donde llegaba la vista, una multitud de barcos se balanceaban sin control, chocando los unos con los otros, como en medio de un intensísimo temporal. En un instante, el imponente muelle y todas las personas que se creían seguras sobre él se hundieron en las aguas. Todas las embarcaciones en las que tantos habían buscado la salvación fueron también presa del océano." Como sabemos por otros testimonios, la gigantesca ola de veinte metros de altura que el inglés vio desde la distancia se abatió sobre la ciudad aproximadamente una hora después del segundo y más arrasador temblor de tierra. Cuando la súbita marea alta se retiró, el lecho del Tajo apareció de repente completamente seco; el retroceso de la ola fue tan violento que arrastró consigo las aguas del río. "Cuando la noche, concluye el inglés, se tendió sobre la ciudad desolada, ésta pareció convertirse en un mar de fuego: había tanta claridad que se podía leer una carta. Las llamas se alzaron por lo menos en cien lugares distintos y ardieron durante seis días, devorando todo aquello que el terremoto había respetado. Miles de personas las contemplaban, paralizadas por el desconsuelo; las mujeres y los niños imploraban auxilio a todos los santos y los ángeles.. La tierra seguía temblando sin cesar, con mayor o menor intensidad, y con frecuencia durante un cuarto de hora sin interrupción."
Hasta aquí lo que se refiere a aquel trágico primero de noviembre de 1755. El desastre que aquel día trajo consigo es uno de los muy pocos frente a los cuales la humanidad sigue siendo tan impotente como hace ciento setenta años. Pero también en este terreno sabrá hallar la técnica una solución, aunque sólo sea indirecta, gracias a la predicción. Por cierto, parece ser que los órganos sensitivos de algunos animales superan con mucho a los más sutiles instrumentos humanos. Concretamente, se afirma que los perros, ya días antes del inicio de la actividad sísmica, dan señales de una inconfundible inquietud; por ello se les utiliza como auxiliares en las estaciones sismográficas de las zonas más amenazadas. y con esto concluyen mis veinte minutos; espero que no se os hayan hecho largos.


¡VAYA DIA! Treinta acertijos
Es posible que conozcáis una poesía muy larga que empieza así:

"Era una noche muy oscura,
y a la clara luz de la luna
pasó como una centella
un coche, lentamente, por la esquina.
De pie dentro de él, gente sentada
se enfrascaba silenciosa en el diálogo.
Mientras, una liebre muerta
patinaba por la arena."
No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que algo falla en ese poema. En la historia que vais a oír a continuación también hay diversas cosas que fallan, pero me temo que no es tan fácil como en el poema. Para decirlo con claridad: cualquiera de vosotros encontrará unos cuantos errores. Lo mejor es prepararse un trozo de papel e ir tomando nota de ellos con ayuda de un lápiz. Solamente os diré que quien localice todos los errores que hay en la historia tendrá quince marcas en su papel. Pero no pasa nada si sólo encontráis cinco o seis.
Sin embargo, esto sólo es un aspecto de la historia que vais a oír. Pues, aparte de esos quince errores, contiene también quince preguntas. Y, mientras que los errores se deslizan de puntillas para que nadie los pesque, las preguntas hacen todo lo contrario: cada una es anunciada por un toque de gong. El que consiga responder a una de ellas, podrá apuntarse dos puntos, ya que en muchos casos es más difícil responder a las preguntas que descubrir los errores. Como hay quince preguntas, el que las sepa responder todas tendrá al final treinta marcas en su papel. Sumando éstas a las quince marcas de los errores, da un máximo de cuarenta y cinco puntos. Seguramente, ninguno de vosotros sumará tantos puntos, ni falta que hace: diez ya serán muchos.
Vosotros mismos os podéis poner los puntos; y en la próxima "Hora de los chicos", la radio os comunicará los errores y las soluciones de las preguntas, y vosotros mismos veréis si habíais pensado lo correcto o no. Pues en esta historia lo importante es pensar. No hay en ella ninguna pregunta ni ningún error que no se pueda resolver meditando.
y un consejo final: que nadie intente responder a todas las preguntas. Antes bien: estad atentos sobre todo a los errores. Las preguntas las repetiremos todas al final. No hace falta decir que en las preguntas no hay errores escondidos; en ellas todo está en orden. Y ahora, poned atención. Heinz os va a explicar una cosa:
¡Vaya día que he tenido hoy! La cosa ya ha empezado esta mañana, tempranito. Yo me había pasado toda la noche sin pegar ojo, pensando en un acertijo. Bueno, pues resulta que llaman a la puerta y me encuentro al ama de llaves de mi amigo Antón, que es sorda, y me da una carta de él.
"Querido Heinz, decía la carta, ayer, estando en tu casa, me dejé allí el sombrero. Haz el favor de dárselo a mi ama de llaves. Saludos. Antón". Y la carta seguía, más abajo ponía: "Vaya, no te lo tomes a mal, pero resulta que acabo de encontrar el sombrero. Perdona por la molestia, y gracias por tu ayuda."
Antón siempre está igual; estos profesores distraídos... A pesar de ello, es un experto en descifrar acertijos. y al ver la carta, he pensado en seguida: Pues mira, hoy me iría bien la ayuda de Antón. A lo mejor sabe la solución de mi acertijo. Es que yo había apostado que tendría el acertijo resuelto antes del día siguiente. La cosa era así ( Gong) :
¿Qué es una cosa que el campesino ve cada día, el rey raramente, y Dios nuestro Señor nunca ?
Sí, he pensado, lo mejor será preguntarle a Antón. Cuando he ido a preguntarle al alma de llaves si Antón ya había salido para la escuela, la buena mujer ya se había marchado.
Me he dicho entonces: Antón ya debe de estar en la escuela. Así que me he puesto el sombrero y he empezado a bajar por la escalera. Aún no había llegado a la calle, cuando de repente me he acordado de que hoy empieza el verano, y por lo tanto, todo empieza una hora antes. Así que he cogido el reloj y lo he atrasado una hora. Al llegar a la calle, me he dado cuenta de que había olvidado afeitarme. A mi izquierda, al otro lado de la esquina, he visto una barbería. Tres minutos más tarde, ya estaba allí. Había colgado un gran letrero de esmalte que decía: "Afeitar: hoy 10 pfenníg, mañana gratis". (Gong) " Afeitar: hoy 10 pfenníg, mañana gratis"... El letrero me ha dado mala espina. Me gustaría saber por qué. El caso es que he entrado en la barbería y me he sentado en un sillón para que me afeitaran. Mientras tanto, he estado mirando el gran espejo que había delante de mí. De repente, el barbero me ha hecho un corte en la mejilla derecha. Y, ciertamente, en la mejilla derecha de mi imagen en el espejo se veía un poco de sangre. Afeitarse costaba diez pfenníg. He pagado con un billete de veinte marcos y el barbero me ha devuelto, como correspondía, diecinueve marcos en billetes de cinco, cinco groschen y diez monedas de cinco pfenníg. Después el barbero, un chico joven muy alegre, me ha abierto la puerta y me ha dicho: "Salude a Richard si pasa usted por allí." Richard es su hermano gemelo y tiene una farmacia en la plaza del mercado.
Entonces me he dicho: "Lo mejor es que vayas en seguida a la escuela y mires a ver si encuentras a Antón." Pero al pasar por la Fahrgasse me he encontrado una gran aglomeración de gente alrededor de un individuo, mitad artista de feria, mitad mago, que mostraba sus habilidades. En ese momento estaba dibujando con tiza un minúsculo círculo sobre el pavimento. A continuación, va y dice: "Ahora voy a dibujar otro círculo concéntrico, pero con cinco centímetros más de radio que el primero." y va y lo hace; después se levanta, mira a la concurrencia con una sonrisa misteriosa y pregunta (Gong): y si ahora dibujo un círculo gigantesco, por ejemplo tan grande como la tierra, y luego, a su alrededor dibujo otro con cinco centímetros más de radio, ¿qué anillo será más ancho, el que hay entre el círculo pequeño y el otro que es cinco centímetros más ancho, o el que hay entre el círculo gigantesco y el otro que tiene cinco centímetros más de radio? Pues vaya, a mí también me gustaría saberlo.
Al fin he conseguido abrirme paso entre la multitud. Pero entonces me he dado cuenta de que mi mejilla todavía seguía sangrando, y, como estaba precisamente en la plaza del mercado, he entrado en la farmacia para comprar tiritas. "Saludos de su hermano gemelo, el barbero", le he dicho. El farmacéutico era un hombrecillo muy anciano, y además bastante excéntrico. Para empezar, resulta que es muy temeroso. Cada vez que sale de su tienda, que está en una planta baja, cierra con doble cerrojo la puerta y, por si fuera poco, da la vuelta a la casa para ver si hay alguna ventana abierta, en cuyo caso alarga el brazo y la cierra. Lo más interesante es, sin embargo, su colección de objetos raros, que muestra complacido a todo el que viene. En esta ocasión tampoco se ha hecho mucho de rogar, y me ha permitido contemplarlo todo tranquilamente. En la colección hay un cráneo de un negro de África a la edad de seis años, y al lado un cráneo del mismo negro, a la edad de sesenta. El segundo, por supuesto, es mucho más grande. Hay también una foto de Federico el Grande de Prusia, jugando con sus lebreles en Sanssouci. Al lado se puede ver un cuchillo sin hoja, muy antiguo, al que le falta la empuñadura. y hay también un pez volador disecado. En la pared hay, además de todo esto, un reloj de péndulo colgado. Después de cobrarme las tiritas, el farmacéutico me ha preguntado (Gong): Cuando el péndulo de mi reloj ha oscilado diez veces hacia la derecha y diez veces hacia la izquierda, ¿cuántas veces ha pasado por el centro? Ya me gustaría a mí saberlo. En fin, éste era el farmacéutico.
Tenía que apresurarme si quería llegar a la escuela antes de que acabaran las clases. He subido a toda prisa a un tranvía y he conseguido sentarme en un asiento al lado de la ventana. A mi derecha había un hombre gordo y a mi izquierda una señora muy pequeña que le contaba cosas de su tío a un señor que estaba enfrente. (Gong) Mi tío, decía la señora, acaba de cumplir cien años y, sin embargo, sólo ha tenido veinticinco cumpleaños en toda su vida. ¿Cómo puede ser? Ya me habría gustado saberlo, pero el caso es que estábamos llegando a la escuela. Buscando a Antón, he pasado por todas las aulas. Los maestros se han molestado mucho por la interrupción.
Pero ¡qué, preguntas más raras hacen estos maestros! Por ejemplo, he entrado en una clase de matemáticas, y el maestro acababa de enfadarse con un pequeño que no había estado atento. (Gong) Para castigarlo, le ha mandado sumar todos los números del uno al mil. Pero ¡cómo se ha sorprendido el maestro cuando, al cabo de un minuto, el chico se ha levantado y ha dado el resultado correcto: 501.000! ¿Cómo podía haber resuelto el problema tan deprisa? Yo también he querido saberlo, así que he intentado ver cómo se pueden sumar lo más deprisa posible los números del uno al diez, y he descubierto la argucia del muchacho.
En otra de las aulas estaban en clase de geografía. ( Gong) El maestro ha dibujado un cuadrado en la pizarra. Y en la mitad de este cuadrado ha pintado otro cuadrado. Luego ha unido con un trazo cada una de las esquinas del cuadrado pequeño con la esquina más próxima del grande, creando así cinco espacios separados: un espacio central, que era el cuadrado pequeño, y cuatro espacios más, que lo rodeaban. El maestro ha hecho que todos los niños copiaran esa figura, y les ha dicho que representaba cinco países. Y entonces ha preguntado: ¿cuántos colores diferentes hacen falta para pintar los cinco países de manera que ninguno tenga el mismo color que los otros tres o cuatro que limitan con él ? Yo he pensado que debían de ser cinco colores diferentes, uno para cada país; pero resulta que se necesitan menos. ¿Por qué? Ya me gustaría a mí saberlo.
Luego he entrado en otra aula en la que estaban haciendo clase de ortografía. El maestro también preguntaba cosas raras, como por ejemplo (Gong): "¿Cómo se escribe hierba seca con cuatro letras?" O (Gong): "¿Cómo se puede escribir cien sólo con cuatro nueves?" O (Gong): "¿Cuáles son las dos letras centrales del abecedario?" Por último, les ha contado un cuento (Gong): Un malvado hechicero había convertido a tres princesas en tres flores idénticas que crecían en el campo. Sólo una de ellas podía, una vez al mes, pasar una noche en su casa libre del hechizo. Una vez, cuando salía el sol y ya tenía que volver a convertirse en flor y regresar al campo junto a sus dos amigas, le dijo a su esposo: Si esta mañana vienes a verme y me arrancas, quedaré libre y podré estar contigo para siempre. Y así fue. y la pregunta es: ¿Cómo la reconoció su esposo, si las tres flores eran idénticas?. Ya me habría gustado a mí saberlo. Pero ya iba siendo hora de encontrar a Antón, y como no estaba en la escuela, he ido a buscarlo a su casa.
Antón vive cerca de allí, en la Kramgasse, en un quinto piso. He subido por las escaleras y he llamado al timbre. En seguida ha salido a abrir el ama de l1aves, la que había estado por la mañana en mi casa. Pero resulta que esta sola en casa: "El señor Antón no está en casa", me ha dicho. Esto me ha contrariado. "Lo mejor será, he pensado, que lo esperes", y me he ido para su habitación. Desde allí se goza de una bonita vista de la calle. Lo único que molesta un poco es que enfrente mismo se alza un edificio de dos plantas que tapa la vista hacia adelante. Pero desde allí se les ve la cara a los transeuntes sin ninguna dificultad; y, si se alza la cabeza, se ve a los pájaros revoloteando en los árboles. No lejos de allí se encuentra la gran torre del reloj de la estación. En aquel momento señalaba exactamente las catorce horas. He mirado mi reloj para asegurarme de que iba bien, y así era: marcaba las cuatro en punto. He estado esperando tres horas, y al final, como me estaba aburriendo, me he puesto a mirar los libros de Antón. (Gong) Por desgracia, en la biblioteca de Antón se ha infiltrado una polilla que cada día atraviesa un libro. En ese momento se hallaba en la primera página del primer volumen de los cuentos de los hermanos Grimm. ¿Cuánto tiempo necesitará, me he preguntado, para llegar hasta la última página del segundo volumen de los cuentos de los hermanos Grimm ? Esto sin contar para nada con las cubiertas de pasta. Ya me gustaría a mí saberlo. En ese momento he oído unas voces que venían del pasillo. Allí estaban el ama de llaves y el chico de los recados, que venía de parte del sastre, para cobrar la factura de un traje (Gong). Como el chico de los recados sabe que el ama de llaves es sorda, ha traído un papel con la palabra "GELD" escrita en letras grandes. Como el ama de llaves no tenía dinero en aquel momento, lo que ha hecho ha sido añadir dos letras más en el papel, para rogarle al chico que tuviera paciencia. Vaya, ¿cuáles deben de ser esas dos letras? [21]
Bueno, el caso es que me he hartado de esperar. He bajado a la calle para comer algo en algún sitio, después de un día tan fastidioso. Cuando he puesto el pie en la calle, la luna ya estaba en el cielo. Como hace pocos días hemos tenido luna nueva, ahora está empezando a crecer otra vez, y se alza sobre los tejados como una gran C. Delante de mí había una pequeña pastelería. He entrado y he pedido una tarta de manzana con nata (Gong).
Pero al ver delante de mí la tarta de manzana con nata, de repente he descubierto que no me apetecía. "Mire, mejor póngame un pastel de chocolate", le he dicho al camarero. Me ha traído el pastel de chocolate, y a fe mía que estaba delicioso. Entonces me he levantado y, cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, viene corriendo el camarero y me grita: "¡Oiga, que se va sin pagar el pastel de chocolate!" "Hombre, se lo he cambiado por la tarta de manzana", le digo yo. "Es que la tarta tampoco la ha pagado", responde el camarero. "Pues claro. ¡Si no me la he comido!", he añadido yo, y me he marchado. ¿Tenía yo razón? Me gustaría saberlo.
¿,Cómo describir mi estupefacción cuando, al entrar en mi casa, me encuentro a Antón sentado allí, esperándome ya desde hacía cuatro horas? Había venido para disculparse por la carta tan tonta que me ha mandado esta mañana. Le he dicho que no tenía ninguna importancia, y a continuación le he explicado todo lo que me había pasado durante el día, tal como os lo acabo de contar a vosotros. Antón no salía de su asombro y no hacía sino menear la cabeza, consternado. Al final estaba tan estupefacto que no ha sido capaz de articular palabra. Se ha ido por las escaleras meneando la cabeza. Después de verle girar la esquina, me he dado cuenta de repente de que esta vez sí que se ha dejado el sombrero. y yo también, yo también he olvidado algo: preguntarle la solución del acertijo (Gong): ¿Qué es una cosa que el campesino ve cada día, el rey raramente, y Dios nuestro Señor nunca '? Pero a lo mejor vosotros sí que la sabéis. y con esto, me despido.
Repetición de las quince preguntas
I. La primera pregunta es una antigua adivinanza popular alemana: ¿Qué es una cosa que el campesino ve cada día, el rey raramente. y Dios nuestro Señor nunca?
2. ¿Por qué resulta sospechoso el hecho de que un barbero tenga colgado en el escaparate un letrero de esmalte que dice: ..Afeitar: hoy 10 pfennig, mañana gratis"?
3. Si dibujo un círculo pequeño y después otro círculo concéntrico, pero algo más grande, con un radio cinco centímetros más largo, entre los dos círculos quedará una especie de anillo. Si tomamos ahora un círculo gigantesco, por ejemplo tan grande como la tierra y dibujamos a su alrededor otro círculo concéntrico, con un radio cinco centímetros más largo. tendremos otro anillo entre estos dos círculos. ¿Cuál de los dos anillos es mayor, el primero o el segundo?
4. Cuando un péndulo ha oscilado diez veces hacia la derecha y diez veces hacia la izquierda, ¿cuántas veces ha pasado por el centro?
5. ¿Cómo puede ser que un hombre tenga cien años y sólo haya tenido veinticinco cumpleaños en toda su vida ?
6. ¿Cuál es la manera más rápida de sumar todos los números del uno al mil ? Inténtalo primero con los números del uno al diez.
7. Alrededor de un país hay otros cuatro, cada uno de los cuales limita con el del centro y con dos de los otros. ¿Cuántos colores hacen falta para pintar todos los países, de manera que cada uno tenga un color diferente de todos los que limitan con él ?
8. ¿Cómo se escribe hierba seca con cuatro letras?
9. ¿Cómo se puede escribir cien en cifras, utilizando sólo cuatro nueves?
10. ¿Cuáles son las dos letras centrales del abecedario?
11. Entre tres flores idénticas que crecen juntas en un campo, ¿cómo podemos reconocer, por la mañana, la flor que durante la noche no ha estado allí?
12. ¿Cuánto tiempo necesita una polilla que se halla en la primera página de un libro para llegar hasta la última del siguiente, teniendo en cuenta que se desplaza en la dirección en que los libros están alineados, y que la polilla tarda un día en atravesar cada libro ?
13. ¿Cómo se puede apelar a la paciencia de una persona añadiendo dos letras a un pedazo de papel donde pone "GELD" '?
14. Un señor pide un pastel. después lo cambia por otro y. en el momento de pagar. se niega a hacerlo alegando que ha entregado el primer pastel a cambio del que se ha comido. ¿Por qué no tiene razón este señor?
15. Nuevamente la antigua adivinanza. Como aparece dos veces. quien sepa la solución se puede apuntar cuatro puntos: ¿Qué es una cosa que el campesino ve cada día, el rey raramente y Dios nuestro señor nunca?
Solución a las quince preguntas 1. A otro como él.
2. Si el anuncio fuera en serio, el barbero no lo habría encargado de esmalte, que es duradero. Ese mañana en que el afeitado será gratis no llega nunca.
3. Los dos anillos son igual de anchos.
4. El péndulo ha pasado veinte veces por el centro.
5. Este hombre nació un veintinueve de febrero.
6. Se calcula así: 999 + 1 = 1.000; 998 + 2 = 1.000; 997 + 3 = 1.000; hay quinientos pares como ésos. Aparte, sólo quedan el mil por arriba y el cero por abajo, por lo tanto, a los 500.000 hay que sumarles 1.000 = 501.000. De la misma manera se hace la suma de los números del uno al diez; el resultado es sesenta.
7. Hacen falta tres colores, a saber: uno para el país del centro, otro para los dos países que limitan con el del centro por arriba y por abajo, y un tercero para los otros dos que limitan con el del centro por la derecha y la izquierda.
8. "Heno".
9. 99 + 9/9.
10. "ED".
11. Se la reconoce porque le falta el rocío.
12. Para pasar de la primera página del primer libro a la última del segundo, la polilla sólo necesita un instante, pues en una biblioteca bien ordenada la primera página del primer libro está junto a la última del segundo.
13. Se añaden las letras DU, con lo cual en lugar de "GELD" tendremos "GEDULD".
14. El primer pastel, que no ha pagado, no le pertenecía. Por lo tanto, no sólo no tenía derecho a comérselo, sino tampoco a utilizarlo como objeto de trueque.
15. A otro como él.
Registro de los quince errores
1. Heinz se dice que ha llegado el verano, y atrasa su reloj una hora. Sin embargo, lo que debería hacer sería adelantarlo una hora.
2. Si la barbería está al otro lado de la esquina, y Heinz tardará aún tres minutos en llegar a ella, es imposible que la esté viendo.
3. Si el barbero le hace un corte a Heinz en la mejilla derecha, su imagen en el espejo debería tener la herida en la mejilla izquierda.
4. Es imposible pagar diecinueve marcos en billetes de cinco.
5. Cinco groschen más veinte monedas de cinco pfennig son 1,50 marcos. Teniendo en cuenta que el afeitado cuesta diez pfennig y que Heinz ha pagado con un billete de veinte marcos, debería recibir como cambio solamente diecinueve marcos y noventa pfennig.
6. Si el barbero es un chico joven, es imposible que su hermano gemelo, el farmacéutico, sea un hombrecillo muy anciano.
7. No se puede cerrar una ventana por fuera.
8. Un hombre, por más muerto que esté, sólo puede tener un cráneo, no dos.
9. En la época de Federico el Grande de Prusia todavía no existía la fotografía.
10. Un cuchillo sin hoja, al que le falta la empuñadura, sencillamente no existe.
II. Cuando uno está sentado aliado de la ventana no puede tener una persona sentada a la derecha y otra a la izquierda.
12. Si el ama de llaves de Antón es sorda y está sola en la casa, no puede haber oído el timbre.
13. Si una persona vive en un quinto piso, es imposible que una casa de dos plantas le tape la vista hacia adelante; y tampoco puede verles la cara a los transeúntes.
14. Si el reloj de la estación señala las catorce horas, no son las cuatro, sino las dos.
15. La luna creciente no tiene forma de C. sino de Cal revés.


NOTA EDITORIAL
De 1929 a 1932, Benjamín habló casi con regularidad en el entonces aún joven medio radiofónico. El mismo no valoró demasiado esos trabajos, a los que, según Adorno, debió los pocos años en los que "pudo vivir, en cierto modo, sin estrecheces". Por ejemplo, escribió a Scholem hacia principios de 1930: "He dado dos charlas radiofónicas en Frankfurt y puedo ahora (...) dedicarme a cosas un poco más pertinentes. (...) Estoy bastante contento de haber conseguido ya trazar una línea divisoria en lo que se refiere a aspectos organizativos y técnicos, pues todas las cosas que hago sólo por dinero, sea en revistas, sea en la radio, ya no las escribo, sino que simplemente las dicto." y un año más tarde leemos en otra carta a Scholem: "En los próximos doce días estaré en Frankfurt para resolver un par de fastidiosos asuntos radiofónicos." Hasta ahora, de todos los trabajos de Benjamin para la radio sólo eran accesibles algunos guiones breves, de teatro radiofónico y unas cuantas charlas literarias; los numerosos textos con los que se dirigió ala infancia y la juventud, tanto en el marco de la "Jugendstunde" de la Funkstunde AG de Berlín, como en una "Stunde der Jugend" de la Radiodifusión del Sudoeste de Alemania, de Frankurt am Main no han podido ser publicados hasta ahora a causa de una serie de desafortunadas circunstancias. Ahora que aparecen impresos por primera vez, el lector de Benjamin tendrá la oportunidad de comprobar y corregir él mismo aquellos juicios del autor. La fisonomía del escritor Benjamin se ve ampliada en una nueva dimensión por sus charlas radiofónicas para niños, en las que se muestra como un pedagogo tan elegante como ingenioso, que lleva a cabo una tarea educativa mediante la narración.
La única colección de sus textos radiofónicos, en absoluto completa, pero considerable, pertenece a esa parte del legado literario de Benjamin que fue abandonada por él en su residencia parisina y, poco después de la entrada en París de las tropas alemanas, incautada por la Gestapo. "Debido aun fallo técnico fortuito durante el embalado, los papeles de Benjamin fueron aparar al archivo de la 'Pariser Tageszeitung'. Cuando, a raíz de una orden de febrero de 1945 -momento en que a las autoridades de la Gestapo no les quedó ninguna duda de que la guerra estaba perdida-, fueron destruidos prácticamente todos los documentos que se hallaban en el archivo de la organización, el archivo del 'Pariser Tageszeitung' se salvó de la quema gracias aun acto de sabotaje por parte de su responsable. Los papeles parisinos de Benjamin llegaron a Rusia como parte de ese archivo, y permanecieron allí por espacio de unos quince años, hasta que, a raíz de una decisión política al más alto nivel, se inició, -hacia 1960, la devolución ala R.D.A. del material procedente de museos, bibliotecas y archivos, y esta colección llegó a los archivos centrales en Potsdam." (Scholem) Este legado parcial de Benjamin se encuentra hoy en los archivos de literatura de la Academia de las Artes de la República Democrática Alemana, en Berlín.
Los textos en que se basa esta edición están mecanografiados; algunos de ellos son originales, y otros copias al carbón; unos cuantos están presentes en dos ejemplares. Es evidente que Benjamin dictó sus textos a una secretaria muy poco competente, pues se hallan abundantes errores de audición, faltas ortográficas, malentendidos y equivocaciones. Antes de la emisión, Benjamin revisaba nuevamente a mano los textos mecanografiados, pero básicamente para realizar cambios en el texto, no para corregir errores. La colección que se conserva en Berlín alberga una considerable cantidad de estos textos mecanografiados revisados, de otros sólo se poseen versiones no revisadas. No pocos pasajes hacen sospechar que Benjamín -dotado, según todos los indicios, de impresionantes cualidades de orador- sólo los utilizaba como una especie de guión del cual más tarde, durante la emisión, se alejaba improvisando. Hemos intentado, de manera prudente pero generalizada, adaptar al uso actual la ortografía y la puntuación de los originales, que no fueron fijadas por Benjamín sino por la persona que los escribió. Benjamín alteró muchas de sus citas, a fin de adaptarlas a la capacidad de asimilación de los niños; por supuesto, hemos mantenido la forma en que Benjamin las dejó.
Por lo demás remitimos al lector con interés filológico al aparato crítico que complementa la edición de las charlas radio- fónicas en el volumen VII de los 'Gesammelte Schriften" de Benjamin, aparecido en 1986.
El responsable de esta edición y la editorial agradecen ala Academia de las Artes de la R.D.A. su amabilidad al poner a nuestra disposición fotocopias de los textos mecanografiados; en especial agradecen la amable cooperación de Ulrich Dietzel y Gerhard Seidel. Gudrun Forsthoff colaboró en la preparación de los originales.

INDICE
El teatro de marionetas en Berlín. 7
EI Berlín demónico 15
Un pilluelo berlinés 23
Ronda de juguetes en Berlín, I. 31
Ronda de juguetes en Berlín, II 39
La casa de vecindad 47
Los procesos de brujería. 55
Las cuadrillas de bandoleros en la Alemania de antaño. 63
Los gitanos 71
La Bastilla, antigua prisión estatal francesa. 79
Caspar Hauser 89
El doctor Fausto 97
Cagliostro 107
El fraude filatélico 115
Los"bootleggers" 123
Nápoles 131
La destrucción de Herculano y Pompeya 141
El terremoto de Lisboa 149
IVaya día! 157
Nota editorial 167
[1] Kasperle es la figura cómica fundamental del teatro de marionetas alemán. Se caracteriza por una gran nariz. una boca sonriente y una caperuza; hace gala de un humor lúcido. ingenioso y lenguaraz.

[2] El escrito lleva el título "Über das Marionettentheater" y está recogido dentro de las Obras Completas de Kleist, en el apartado "Kleine Schriften".

[3] Gran parque urbano de Berlín. hoy completamente integrado en el recinto de la ciudad.

[4] Diario berlinés de tendencia liberal, aparecido por primera vez en 1617, y desaparecido en 1934, víctima del nazismo.

[5] Se refiere al artefacto de física recreativa conocido también como zoótropo.

[6] El título exacto de la leyenda de Brentano es "Gockel und Hinkel".
[7] Este tipo de edificios recibe el nombre de Mietskaseme, literalmente "cuartel de alquiler".
[8] Revista berlinesa del primer tercio de nuestro siglo.

[9] Lengua de germanía, de vocabulario muy reducido, surgida en Alemania hacia el siglo XIII. Además de una fuerte influencia del yiddisch y de la primitiva lengua de los gitanos, se han observado en ella elementos de origen español.

[10] . Expresiones traducibles aproximadamente por "derecho llano" y "hermanos plebeyos".

[11] Karl Moor, figura trágica protagonista del drama de Schiller "Los bandidos", caracterizada por su nobleza y grandeza de espíritu.
[12] No se halla en las ediciones usuales de obras completas de Goethe ningún poema titulado "Canto dc los gitanos"
[13] Formas dialectales, la primera bastante oscura, traducibles respectivamente por "eran jinetes" y "no sé".

[14] Del..Hollenzwang" o Libro dc conjuros existen diversas versiones. todas ellas falsamente atribuidas a fausto y surgidas en los siglos XVII-XVIII.
[15] Los Volksbüchero libros nacionales son obras populares narrativas, en prosa, que surgieron en gran número en el siglo XVI y que conocieron una gran difusión gracias al uso de la imprenta. Equivalen, mutatis mutandis, al romancero español. El Volks buch de Johann Spiess se llama "Historia von Dr. \.Johann Fausten",
[16] El Hanswurst es una figura bufa del teatro alemán del siglo XVIII, caracterizada por su rústica grosería, su necedad y su humor de sal gorda.
[17] Si fueron desembarcados evidentemente se acercaron a más de doscientas millas de la costa.
[18] Rinaldo Rinaldini, capitán de bandoleros" es una novela del escritor alemán Christian A. Vulpius (1978).
[19] Clásico juego infantil en el que se trata de ir cubriendo las figuras de un cartón con las correspondientes fichas que se van sacan- do al azar de una bolsa
[20] Los dos textos de Plinio han sido traducidos directamente del original latino por Ignasi x. Adiego.

[21] Acertijo intraducible. Geld ~ dinero, GeDUld = paciencia.

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