domingo, 11 de enero de 2009

Paion y conocimiento. C.C.

Cornelius Castoriadis. Pasión y Conocimiento. El Amor Por la Verdad.
Zona Erógena. Nº 37. 1998. Este documento ha sido descargado de http://www.educ.ar

PASIÓN Y CONOCIMIENTO EL AMOR POR LA VERDAD. CORNELIUS CASTORIADIS

Aspectos psicoanalíticos
Esas actividades psíquicas peculiares que son creer, pensar y conocer deberían ser un objeto de preocupación central en la teoría psicoanalítica, ya que después de todo se trata de los presupuestos
mismos de su existencia. Sin embargo, Freud se ocupó poco de dilucidarlas, y así sigue pasando con sus sucesores.
En una primera concepción, (Tres Ensayos sobre la teoría de la sexualidad, Freud invoca una pulsión de saber, Wisstrieb –cuyo estatuto admitamos que es al menos extraño. Según escribe Freud en 1915 (Triebe and Triebschicksäle), la pulsión es «la frontera entre lo somático y lo psíquico»: necesariamente tiene una «fuente somática» y una «delegación» en la psiquis por medio de una representación (Vorstellungsrepräsentanz des Triebes). Es difícil entender cuál podría ser la «fuente somática» de una «pulsión de saber». Recordemos que en 1907 Freud todavía no tenía elaborada una teoría de las pulsiones, y que tanto en los Tres Ensayos como en Las Teorías sexuales infantiles de lo que se trata es de la curiosidad sexual infantil. Desde luego, esto le brinda a dicha «pulsión» cierta respetabilidad psicoanalítica, pero no permite franquear el enorme paso que separa a la curiosidad sexual infantil de la religión, las teorías cosmológicas o los teoremas de los números primos. ¿Por qué las vacas no tienen religión -o por qué en general los animales sexuados no producen teorías sexuales infantiles y hasta parecen carecer de toda curiosidad al respecto, llegando en general directamente a la meta? Sin duda la respuesta sería -o en todo caso
debería ser- que la función sexual de los animales es plenamente «instintiva» , vale decir con vías y metas predeterminadas, constantes, firmes y funcionales, mientras que en los humanos no se trata
de «instinto» sino de una «pulsión».
¿Qué decir de esta diferencia que después de todo en la óptica freudiana rige la diferencia entre animalidad y humanidad? Ni el texto de 1915 ni los otros enfrentan nunca esta cuestión de manera
directa. Más bien pueden verse en Freud múltiples esbozos de respuesta y cierta evitación del problema. En uno de los extremos se ubica esa tesis «biologista» que, llevada hasta su límite, borraría la diferencia. Es cierto que Freud no lo hace, pero cabe preguntarse qué lo empuja a extender la lucha de Eros y Tánatos a todo el reino viviente y sobre todo a creer encontrar la pulsión de muerte en los organismos más elementales. En el otro extremo se sitúa la confesión varias veces reiterada de que no conocemos nada de esa cualidad esencial de al menos una parte de los fenómenos psíquicos humanos: la cualidad consciente. Por momentos la invocación a «nuestro Dios Logos» (El Porvenir de una ilusión) hace pensar en la postulación de un atributo irreductible del humano que sería la racionalidad. Pero es obvio que ni la racionalidad implica conciencia (cualquier depredador actúa de manera racional) ni la conciencia implica racionalidad (como lo demuestra la más sumaria observación del comportamiento humano, tanto individual como colectivo). El mito fundador de Tótem y Tabú podría dar cuenta en todo caso del origen de una creencia «religiosa» específica, pero no de la conciencia, la racionalidad explícita o la actividad cognocente. De poco sirve agregar que es casi imposible vincular el movimiento del conocimiento con el otro «instinto», el de conservación (también universal en el viviente), ni siquiera adosándole alguna «racionalidad» genéticamente superior en el humano, ya que en el mejor de los casos ésta llevaría nada más que al crecimiento de un saber puramente funcional e instrumental, sometido a la satisfacción de «necesidades» siempre idénticas.
Es importante insistir en el tema dentro de los parámetros planteados por Freud. ¿Por qué habría -y de hecho y en efecto hay en las crías humanas una curiosidad sexual ausente en los cachorros de otros mamíferos? ¿Y por qué conduce a las extravagancias de las teorías sexuales infantiles?
Daría risa pretender que la causa es el «secreto» de las actividades sexuales parentales en los humanos. La observación de las actividades sexuales animales por parte de los niños fue regla en
todas las sociedades humanas, con (la dudosa) excepción de las nurseries victorianas de las capas sociales favorecidas. La «curiosidad sexual» sólo podía dar lugar a investigaciones en función de otro factor que trataremos enseguida.
Sin embargo, podríamos decir que de manera casi involuntaria Freud ofrece el marco dentro del cual reflexionar acerca de nuestro tema.
Escribí recién que Freud nunca enfrenta directamente la cuestión de la diferencia entre animalidad y humanidad, y es así. Pero si el texto de 1915 sobre «Las pulsiones y sus destinos» es correctamente entendido (cosa que hasta ahora no ocurrió) se verá que brinda un esbozo de respuesta. La pulsión, cuya fuente es somática, pero que para hacerse oír por la psiquis debe hablar su lenguaje, induce en ella una representación que hace las veces de delegado o embajador (Vorstellungsrepräsentanz des Triebes). Hasta ahí ninguna diferencia con una psiquis animal. La diferencia aparece al comprobarse (cosa que Freud no hace porque en ese momento no es su tema) que dicha representación es constante en el animal y variable en el humano. Sin temor a equivocamos podemos afirmar que en cada especie animal el representante «representativo» de la
pulsión es fijo, determinado y canónico. La excitación sexual es provocada en cada caso por las mismas representaciones estimulantes, y en su esencia el desarrollo del acto está estandarizado. (Cosa que también podríamos decir de las necesidades nutricionales, etc.). Y si bien hay excepciones, en realidad se trata de excepciones o aberraciones. Pero por así decirlo, en los humanos la excepción es regla. En términos psicoanalíticos, no hay representante canónico de la pulsión a través de la especie, ni siquiera para el mismo individuo en circunstancias o momentos
distintos.
A la pregunta de por qué la diferencia es fácil contestar que la función representativa -componente esencial de la imaginación- le brinda al animal siempre los mismo productos, mientras que en el
humano siempre está suelta, liberada o enloquecida, como se quiera.
El viviente en general posee una imaginación funcional en productos fijos, mientras que el humano tiene una imaginación disfuncionalizada con productos indeterminados. En el humano, esto corre parejo con otro rasgo decisivo: el placer de representación tiende a ganarle al placer de órgano (una ensoñación puede ser tan o más fuente de placer que un coito). A su vez este hecho es condición necesaria (pero no suficiente) del surgimiento de otro proceso característico de
los humanos (y al que Freud le reconoce a la vez importancia y oscuridad): la sublimación. Para el ser humano son fuente de placer (y capaces de dominar sus necesidades biológicas a incluso oponerse a su simple conservación) investiduras de objetos y actividades que no sólo no procuran ni podrían procurar ningún placer de órgano, sino cuya creación y valoración es social y su dimensión esencial no perceptible.
Esta dilucidación puede y debe completarse a partir de otro elemento ya despejado por Freud en los Tres Ensayos: el deseo de «dominio» de la realidad (y del propio cuerpo del sujeto). ¿Cuáles son
el estatuto y el origen de ese deseo de dominio, y cuál su relación con la curiosidad sexual? La respuesta a estas dos preguntas nos lleva a abandonar a Freud, aunque sin traicionarlo. El deseo de
dominio es el retoño y la trasposición a la «realidad» de la omnipotencia narcisista originaria, la omnipotencia del sujeto monádico (la misma que con el apelativo de «omnipotencia mágica del pensamiento» Freud encontraba con justa razón en el inconsciente de todos, tanto niños como adultos). Pero observemos que en su origen, y luego en el inconsciente, esa omnipotencia es tal sobre las representaciones (para la psiquis la representación es el género, la «realidad» , la especie) y está al servicio del principio de placer, verdadero cimiento del sentido. En el origen de la psiquis,
una representación «sensata» es una representación fuente de placer y una representación fuente de displacer es asensata (una especie de cacofonía). Matriz del sentido: todo se mantiene unido, todo debe mantenerse unido y ese mantenerse- unido es buscado y positivamente evaluado como fuente de placer. El propio placer de órgano es el mantenerse unidos del objeto fuente de satisfacción y la zona erógena donde ésta tiene su sede. El coito es copulación, vale decir reunificación de lo separado (ver Aristófanes en El Banquete).
Por otra parte, la curiosidad sexual infantil apunta en su esencia a responder a la pregunta: ¿de dónde vienen los niños?, a su vez formulación abstracta y generalizada de la pregunta ¿de dónde vengo yo?. Esa pregunta sólo tiene sentido en el telón de fondo de una interrogación sobre el origen -que es un aspecto y un momento del tema del sentido (aspecto y momento de las causas y condiciones del sentido). Más que leche y sueño, la psiquis pide sentido; pide que se mantenga- unido, para ella, todo eso que parece presentársele sin orden ni concierto. La cuestión del origen es cuestión de orden y sentido en la dimensión temporal («histórica»). La cuestión del origen perfora la plenitud del presente, presupone por ende la creación de un horizonte temporal propiamente dicho (obra de la imaginación radical del sujeto): horizonte río arriba, nacimiento y comienzo, y horizonte río abajo, horizonte del proyecto pero también de la muerte. Por supuesto, esa temporalización sólo puede hacerse combinada paso a paso con la socialización de la psiquis, que le brinda y la obliga a reconocer un mundo cada vez más diferenciado.
Pero aquí no vamos a tratar ese aspecto.
Que el niño responda a la curiosidad sexual con una teoría sexual infantil es un intento de instaurar el dominio de lo que piensa sobre su origen, en otras palabras. esbozar un sentido de su historia. Esto se prolongará a través del tiempo como pregunta acerca del origen de todo, pregunta para la que siempre tendrán respuesta la teología y cosmología socialmente instituidas. Digámoslo de otra manera: la curiosidad sexual tiende a cierto dominio, y como tal el dominio siempre está también sexualmente connotado. (No vamos a tratar aquí los avatares por los cuales todo ello se vincula a un control instrumental de gran importancia para Freud, como se ve en El Porvenir de una ilusión).
Se trate de curiosidad sexual, dominio o fuentes de placer, la ruptura con la animalidad está condicionada por el surgimiento de la imaginación radical de la psiquis singular y del imaginario social como fuente de las instituciones, vale decir de los objetos y actividades que pueden alimentar a la sublimación. Ese surgimiento destruye la regulación «instintiva» de lo animal, le agrega al placer de órgano placer de representación, hace brotar la exigencia del sentido y la significación y le responde con la creación, a nivel colectivo, de las significaciones sociales imaginarias que dan cuenta de todo lo que pueda en cada caso presentársele a la sociedad considerada. Esas significaciones, portadas por objetos socialmente instituidos, desexualizados y
esencialmente imperceptibles, son investidas por los sujetos singulares so pena de muerte o locura. El proceso y los resultados de esa investidura es lo que debemos llamar sublimación.
Ahora bien, la sublimación es condición del conocimiento, no conocimiento. Porque en casi todas las sociedades, los objetos sublimatorios son creencias incuestionables (el mundo apoyado en una enorme tortuga o creado en seis días por un Dios que descansó al séptimo) que aseguran la saturación de la exigencia de sentido dando respuesta a todo lo que de manera sensata para determinada sociedad pueda ser objeto de pregunta, y la clausura de la interrogación instaurando una fuente última y católica de la
significación. Pero para dilucidar el origen del conocimiento tenemos que ir más lejos.
Conocimiento y pasión por la verdad
Atrevámonos a contradecir a Aristóteles. Eso que psiquis y sociedad desean y necesitan no es el saber sino la creencia.
La psiquis nace desde luego con la exigencia de sentido, pero más bien nace en lo que para ella es sentido y seguirá sirviéndole de modelo a lo largo de toda su vida: la clausura sobre sí de la mónada psíquica y la plenitud que la acompaña. Clausura y plenitud que se romperán por la presión aunada de la necesidad corporal y la presencia de ese otro humano de quien depende la satisfacción de la necesidad. La no- satisfacción de la necesidad aparece y sólo puede aparecer como sinsentido («el fin del estado de tranquilidad psíquica», escribe Freud). Por lo tanto, quien asegure la satisfacción de la necesidad será de inmediato erigido en posición de Amo del sentido: la Madre, o quien haga las veces de ella.
En su forma primera, la interrogación es un momento de la lucha de la psiquis por salir de lo a-sensato y de la angustia que éste genera. (En esa etapa lo a-sensato sólo puede aparecer como amenaza de destrucción de sí). A esa angustia obedece la búsqueda de dominio como control del sentido (al principio efectivamente total como control «alucinante» o «delirante»).
La búsqueda del sentido es búsqueda de la puesta en relación de todo tipo de «elementos» que se presenten, anudada al placer proveniente de la restauración más o menos exitosa de la integridad del flujo psíquico: coalescencia restablecida de la representación, el deseo y el afecto. Eso es el sentido del sentido considerado desde el punto de vista psicoanalítico, y no es difícil ver su relación con el sentido del sentido en filosofía (eudaimonia de la vida teorética).
Búsqueda e interrogación están en general saturadas por las significaciones sociales imaginarias que el ser humano absorbe a interioriza durante esa dura escolaridad que es la socialización. Y esas mismas significaciones se instituyen casi siempre en la clausura, ya que excluir la interrogación es la primera y mejor manera de asegurarles validez perpetua. Se nos dirá que la «realidad» misma podría a encargarse de cuestionarlas, pero ocurre que la «realidad» existe sólo cuando ingresa en la red de significaciones instituidas a interpretadas por cada sociedad. Sólo las significaciones puramente «instrumentales», o mejor dicho la dimensión instrumental de ciertas significaciones, entran a veces en cortocircuito a través de la prueba de «realidad».
Lo que pasa a ser apasionadamente investido es la «teoría» social instituida, vale decir las creencias establecidas. El modo de adhesión consiste en el creer, cuya modalidad efectiva es la pasión, que a su vez se manifiesta casi siempre como fanatismo. La pasión es llevada a su máxima intensidad porque el individuo socializado, a riesgo de su propio sinsentido y el de todo su entorno, tiene que identificarse con la institución social y las significaciones que ésta encarna. Negar a una u otras, las más de las veces es suicidarse física y casi siempre psíquicamente. El reverso evidente de esa pasión, de ese amor sin límites de cada uno por sí mismo y por los suyos es el odio a todo aquello que niegue a esos objetos, o sea el odio a las instituciones y significaciones de los demás y a los individuos que las encarnan.
Ese fue y en principio es el estado de la humanidad casi siempre y en todas partes. Pero no hablaríamos del conocimiento como lo opuesto a la creencia, si dicho estado no se hubiera roto algunas veces. Y en realidad lo fue al menos dos veces, en la antigua Grecia y en Europa occidental, tras lo cual los efectos de esa ruptura se hicieron potencialmente accesibles a todo ser y toda colectividad humana.
No podemos saber «por qué» se produjo la ruptura, y a decir verdad tampoco tiene demasiado sentido, ya que la ruptura fue creación. Pero sí podemos caracterizar con mayor precisión su contenido. Resurgimiento de una interrogación que ya no acepta ser saturada por respuestas socialmente instituidas, la ruptura es a la vez creación filosófica, vale decir cuestionamiento indefinidamente abierto de ídolos y certezas tribales, aunque la tribu sea la de los sabios, y creación de la política como política democrática, o sea también cuestionamiento abierto de las instituciones efectivas de la sociedad y apertura de la interminable cuestión de la justicia. Y por último, quizá por sobre todo, fecundación recíproca de ambos movimientos.
Si nos restringimos al terreno del pensamiento propiamente dicho, lo que se convierte así en objeto de pasión es la búsqueda misma, como tan bien lo expresa el término philosophia, es decir, no sabiduría adquirida y asegurada de una vez y para siempre, sino amor o Eros de la sabiduría.
Ese pasaje tiene una triple condición: ontológica, histórico- social y psíquica.
Está claro que el proceso de conocimiento presupone dos condiciones vinculadas con el ser mismo, y de las que curiosamente sólo una fue puesta en evidencia por la filosofía heredada. Para que haya conocimiento, algo del ser tiene que ser al menos cognoscible, ya que visiblemente ningún sujeto que sea podría conocer nada de un mundo totalmente caótico. Pero también hace falta que el ser no sea ni «transparente» ni por completo cognoscible. Así como la mera existencia de seres «para sí» nos asegura cierta estabilidad y ordenamiento de al menos un estrato del ser -ese primer estrato natural con que tiene que enfrentarse el viviente-, también la existencia de la historia del conocimiento tiene fuertes implicaciones ontológicas, pues demuestra que el ser no es algo que se agote en una primera interrogación o un primer esfuerzo de conocimiento. Si vamos más a fondo, veremos que esos hechos sólo son pensables planteando cierta estratificación y fragmentación del ser.
La condición histórico- social tiene que ver con la aparición de sociedades abiertas que cuestionen las instituciones y significaciones establecidas y en las que el propio proceso de conocimiento esté positivamente investido y valorado. Dado que la institución de la sociedad tiene existencia efectiva recién cuando es gestada a incorporada por los individuos, lo mismo da decir que el surgimiento de sociedades abiertas entraña y presupone la formación de individuos capaces de sostener y profundizar la interrogación.
Por último, y si como dijimos, lo que más desea la psiquis es la creencia y no el saber o el conocimiento, surge una pregunta capital acerca de las condiciones psíquicas de posibilidad de éste último.
¿Cuáles son los soportes y objetos de investidura del campo del conocimiento que pueden tener sentido desde el punto de vista propiamente psíquico? Es curioso que aquí el soporte psíquico sea una pasión narcisística que presuponga cierta transustanciación de la propia imagen investida. Uno mismo, ya no investido como poseedor de la verdad, sino como fuente y capacidad creativa siempre renovada. O bien, lo que es igual: la investidura se refiere a la propia actividad de pensamiento como apta para producir resultados verdaderos, pero más allá de cualquier resultado dado en particular. Y esto marcha a la par de otra idea de la verdad, tanto como idea filosófica que como objeto de pasión. Lo verdadero ya no es un objeto a poseer (un «resultado» , como decía precisamente Hegel), ni el espectáculo pasivo de un juego de velamiento y develamiento del ser (Heidegger). Lo verdadero se hace creación, siempre abierta y capaz de volver sobre sí misma, de formas de lo pensable y contenidos de pensamiento que puedan encontrarse con lo existente. La investidura deja de ser investidura de un «objeto» , ni siquiera de una «imagen de sí» en el sentido habitual, para ser investidura de un «objeto-no-objeto», actividad y fuente de lo verdadero. La afición a lo verdadero es la pasión del conocimiento, o el pensamiento como Eros.

Este texto es un fragmento del artículo «pasión y conocimiento» perteneciente al último libro de Cornelius Castoriadis «Hecho y por hacer» que EUDEBA publicará próximamente.

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